Opinión
A propósito de “Feria”: entre el progreso y la nostalgia, toca pensar el horizonte emancipador

Llama poderosamente la atención la polémica que ha suscitado 'Feria', la primera y exitosa novela de la escritora Ana Iris Simón. El hecho de que se atreva a cuestionar que las transformaciones de las últimas décadas constituyan realmente “un progreso”, unida a la añoranza por la solidez de los lazos comunitarios y la estabilidad vital propia del pasado reciente, ha hecho que la obra sea señalada desde ciertos sectores de la izquierda como carca, reaccionaria o incluso fascista. Pero 'Feria' se limita a plantear que este vertiginoso ritmo de vida está acabando con cosas valiosas que merecía la pena conservar.
1 dic 2021 10:09

El culto progresista

Uno de los rasgos con los que se suele caracterizar los inicios de la modernidad burguesa reside en la creencia ideológica en el progreso, según la cual, la Historia estaría atravesada por una finalidad teleológica en la que el pasado resulta necesariamente peor que el presente, y este se encuentra a su vez en permanente evolución hacia un futuro prometeico, en virtud de avances tecnocientíficos carentes de límites.

Efectivamente, la ideología dominante durante el siglo XIX mantenía una actitud optimista con respecto al acelerado proceso de cambios en el que se había enfrascado la humanidad. Los traumas provocados por la desaparición acelerada de las sociedades agrarias no impedían que aflorara un “orgullo de época” que elogiaba las realizaciones industriales, científicas, políticas y culturales alcanzadas sobre un pasado caduco. En última instancia, el progreso que representaba la nueva sociedad no era responsable de la extensión del pauperismo entre los perdedores de la industrialización -el mísero proletario, el campesino y el artesano arruinado-, pues en virtud de la supuesta meritocracia alcanzada tras la ruptura de los “privilegios”, la culpa recaía en su indolencia, su brutalidad o su estupidez (incluso racial). Y la periferia colonial y semicolonial, bajo un brutal dominio occidental, lo era en virtud de su condición de “naciones moribundas” o “pueblos sin historia” que requerían ser arrancados de su letargo y civilizados por el hombre blanco.

Tanto el marxismo como otras corrientes socialistas no se situaron al margen de esta pulsión progresista. Por todos son conocidos los ambiguos elogios que la burguesía recibe en el Manifiesto Comunista, como clase capaz de haber “producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas”, gracias a la aceleración del desarrollo de las fuerzas productivas. Incluso hechos que cabría insertar dentro de la expansión colonial occidental como la guerra de EEUU contra Méjico (1846-1848) recibieron el elogio explícito de Engels, al considerar que contribuirían a remover una sociedad supuestamente anquilosada como la mejicana. Según ciertas interpretaciones de esta tradición, para alcanzar la meta de una sociedad justa e igualitaria la humanidad debía atravesar por la crudeza de la desposesión, la explotación y el colonialismo, fenómenos contradictorios en la medida que las enormes cargas de violencia y opresión que traían aparejados permitían acelerar un desarrollo de las fuerzas productivas, que constituía la condición de posibilidad necesaria para superar la escisión de la sociedad en clases y el dominio de esta por los requerimientos de la rentabilidad mercantil.

Una primera reacción crítica contra “el progreso”

Con todo, las loas al progreso provenientes de las filas marxistas y socialistas son mucho más problemáticas y críticas que las de un liberalismo ingenuo sustentador de una voluntaria ceguera ante los graves problemas que acompañaban a la nueva sociedad burguesa. En el capítulo de El Capital sobre la Acumulación Originaria, Marx expondrá con detalle el violento y criminal proceso de desposesión de las masas de trabajadores europeos en vistas a su conversión en proletarios, así como la rapiña de hombres esclavos y recursos naturales en las colonias y semicolonias que “mancha de sangre por los cuatro costados” al naciente sistema capitalista. Y durante sus últimos años de vida, en sus cartas con los populistas rusos, este distanciamiento respecto a teleologías progresistas llegaría más lejos, al llegar a plantear la posibilidad de alcanzar una sociedad sin clases partiendo de una institución campesina y primitiva como la Comuna rusa (el MIR), sin necesidad de atravesar buena parte de los dolores implicados en el desarrollo capitalista.

El distanciamiento respecto a teleologías progresistas llegaría a plantear la posibilidad de alcanzar una sociedad sin clases sociales partiendo de una institución campesina, sin necesidad de atravesar buena parte de los dolores implicados en el desarrollo capitalista

La propia aparición del proyecto socialista es una enmienda al “feliz relato” en torno al progreso que manejaba la ideología burguesa decimonónica. Aun en el caso de admitir como un avance la implantación del capitalismo, los socialistas plantean la necesidad de ser sujetos activos de nuestra historia, y no receptores pasivos de los cambios generados desde fuerzas extrañas que se nos imponen y nos alienan. En cierto modo, y con la salvedad del control de la naturaleza representado por el desarrollo tecnológico, pretendían volver tan atrás en la Historia como a las comunidades prehistóricas en estado naturaleza, carentes de propiedad, clases y patriarcado, cuya “maravillosa organización”, según palabras de Engels, ni siquiera requería de la autoridad coactiva.

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Pero del rechazo al capitalismo no participarían solo socialistas prestos a la construcción de un nuevo orden, sino también voces que podríamos definir como conservadoras (buena parte de la intelectualidad romántica, el socialismo “torie” de un Thomas Carlyle) y que, más allá de lo que puede pensarse acerca de sus propuestas políticas, mostraron una gran capacidad crítica para poner el foco en ciertas miserias de la civilización capitalista que van más allá de la explotación del trabajo asalariado, como el desarraigo de los emigrantes en las grandes urbes, la deshumanización provocada por unas relaciones sociales reducidas al intercambio mercantil o las convulsiones devenidas de la desintegración de los núcleos familiares que acompañó al industrialismo.

Más allá de lo que puede pensarse, los conservadores mostraron una gran capacidad crítica para poner el foco en ciertas miserias de la civilización capitalista, como la deshumanización provocada por unas relaciones sociales reducidas al intercambio mercantil

Con el paso del tiempo, sectores heterodoxos de las tradiciones emancipatorias anticapitalistas fueron incorporando de manera más definida una dimensión “conservadora” caracterizada por su actitud crítica ante las transformaciones capitalistas que destruían aspectos valiosos del pasado y que ya no serían leídas necesariamente como progresos que preparan el advenimiento del socialismo. Encontramos pulsiones de este conservadurismo revolucionario en el elogio del trabajo artesanal y la belleza artística de William Morris; en los escritos de Walter Benjamin apuntando al carácter dual (productivo y destructivo) del desarrollo tecnológico bajo el capitalismo; o en la obra canónica de K. Polanyi La Gran Transformación, una magnificación exposición sobre como la resistencia de la sociedad a la plena implantación de la “utopía capitalista” evitó un deterioro de las condiciones de vida de las clases populares de tal calado que hubiese puesto en riesgo la propia supervivencia de la sociedad.

Más tempranas aún que las aportaciones de estos autores, son los ejemplos de rebeldía contra el progreso que acompañan al despliegue del modo de producción capitalista en forma de destrucción de maquinaria (ludismo) o resistencia de comunidades campesinas frente al despojo de sus tierras comunales. Una tipología de lucha, que se ha seguido reproduciendo hasta nuestros días en las movilizaciones en defensa del territorio, contra los planes de modernización urbanística o en la autodefensa de las comunidades indígena.

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En resumen, y como apuntara Enzo Traverso con certeza, la melancolía en torno al pasado constituyó siempre “una dimensión oculta de la izquierda” que sostenía una compleja relación de atracción y aborrecimiento con respecto al horizonte de “utopía mesiánica” proyectado hacia el futuro.

La necesidad de un cierto equilibrio entre estas dos pulsiones de las izquierdas, podría encontrar argumentos en el enfoque de análisis abierto por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la ilustración. En este clásico de la teoría crítica, el distanciamiento con respecto a la ideología del progreso no se limita a cuestionar las virtudes del desarrollo capitalista, sino también del ideal ilustrado de alcanzar un progreso sin límites en el que todo quede ordenado en virtud de la razón, constitutivo, en su opinión, de una vocación totalitaria cuyo uso instrumental habría conducido a horrores como el Holocausto. En este sentido, no está de más recordar como el escaso respeto que ciertos procesos revolucionarios mostraron hacia un poso de tradiciones, prácticas e ideas acumuladas durante siglos, llevó a experimentos de ingeniería social tan cuestionables como el de una Revolución Cultural China enfilada contra el arte, el pensamiento y hasta la ciencia del pasado o la imposición forzosa del ateísmo en la Albania hoxhaísta.

El distanciamiento de la ideología del progreso no se limita a cuestionar el desarrollo capitalista, sino también el ideal ilustrado de un progreso sin límites

Para más inri, hoy las pretensiones de hacer tabula rasa sobre el pasado ya han dejado de pertenecer al campo de los revolucionarios sociales. Vuelven a ser exclusividad del capitalismo, carente de cualquier “devoción mística” por el ayer que frene o límite las posibilidades de acumulación del capital.

Feria, ¿una polémica exagerada?

Teniendo en cuenta el arraigo con el que cuenta la problematización de la noción de progreso en la izquierda, así como su intensa relación con un pasado concebido como fuente de inspiración para la transformación del mundo actual, llama poderosamente la atención el grado de polémica suscitado por la publicación de Feria, la primera y exitosa obra de la escritora Ana Iris Simón, que ha sido objeto de una oleada de críticas procedentes desde sectores de izquierdas.

Feria no es, ni mucho menos, un manifiesto político. Se trata más bien de un conjunto de reflexiones íntimas articuladas en torno a las experiencias personales de la autora. Sin embargo, el hecho de que sus páginas se atrevan a cuestionar que buena parte de las transformaciones acontecidas en las últimas décadas constituyan realmente “un progreso”, unida a la añoranza mostrada por la mayor solidez de los lazos comunitarios y la estabilidad vital propia del pasado reciente, han provocado que la obra sea señalada desde ciertos foros como carca, reaccionaria o fascista.

El rechazo a la imposición de una forma de vida líquida promovida desde espacios como la sección de estilo de El País que, a tenor del galopante crecimiento de la depresión, no parece que resulte muy satisfactoria para la mayor parte de la población

Creo sinceramente, que la nostalgia por el pasado mostrada por ciertos sectores de izquierdas y que en cierto modo es recogida por esta obra, no pretende recuperar la antigua rigidez de las jerarquías familiares, permitir la impunidad de la violencia machista, cuestionar los derechos civiles obtenidos por las minorías u obligar a que los estudiantes vuelvan a memorizar la lista de los reyes godos. Ni siquiera se está sosteniendo que la vida, en toda su globalidad, fuese mejor hace 30 o 40 años. Más bien se limita a plantear la posibilidad de que el vertiginoso ritmo de cambios en el que estamos inmersos ha propiciado la destrucción de cosas valiosas que merecía la pena conservar.

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¿Cuáles serían esos aspectos rescatables del pasado?

En primer lugar, las mejores condiciones laborales de la clase trabajadora en cuanto a salario real y estabilidad en el empleo, pues la combinación del desmantelamiento industrial, las privatizaciones de empresas públicas y las sucesivas reformas laborales neoliberales, han empujado a buena parte de los trabajadores asalariados de este país (sobre todo en colectivos como los jóvenes o los inmigrantes) a unas condiciones de existencia muy precarias.

De otra parte, el anhelo de comunidad ante el hastío provocado por el individualismo y la soledad rampantes, la frivolidad de unos contactos sociales crecientemente dependientes de una pantalla, la pérdida generalizada de valores morales, tener que emigrar respecto a nuestro lugar de origen o las serias dificultades que presenta la formación de una familia. En suma, el rechazo a la imposición de una forma de vida líquida promovida desde espacios como la sección de estilo de El País que, a tenor del galopante crecimiento de la depresión, no parece que resulte muy satisfactoria para la mayor parte de la población.

De aquellos polvos, vendrán los lodos de los años 80: paro juvenil masivo, la continuidad de las prácticas policiales autoritarias, el boom de la heroína o la consolidación de España como país centrado en el turismo ante el impacto de la reconversión industrial impulsada desde el gobierno del PSOE

Es posible, que Ana Iris u otras voces caigan en una cierta idealización del pasado. Durante los llamados “años dorados” de Europa Occidental (1946-1973), España seguía inmersa en una fiera dictadura que nos negaba las más elementales libertades democráticas, con un Estado del Bienestar paupérrimo en comparación al de los países centrales de Europa y donde la tardía entrada en una etapa de desarrollo económico acelerado se vio atravesada por desequilibrios extremos, como las jornadas laborales interminables y los ritmos infernales en los tajos, las barriadas chabolistas de las grandes ciudades o la condena a la despoblación y el subdesarrollo para las regiones más periféricas del país. De aquellos polvos, vendrán los lodos de los años 80, década marcada por el paro juvenil masivo, la continuidad de las prácticas policiales autoritarias, el boom de la heroína o la consolidación de España como país centrado en el turismo ante el impacto ocasionado por la reconversión industrial impulsada desde el gobierno del PSOE.

Sin embargo, ¿podemos afirmar que en las décadas recientes la vida de los de abajo ha tendido a mejorar en todas y cada una de sus facetas?

Resulta muy cuestionable. En 1976, España fue el país con más huelgas de toda Europa Occidental después de Italia, y ello a pesar de que aquí toda huelga constituyera un acto ilegal. La gran pujanza mostrada por el movimiento sindical en el tardofranquismo y la Transición consiguió arrancar, aunque fuera por poco tiempo, la Ley de Relaciones Laborales más favorable a los intereses de los trabajadores de nuestra historia, así como infinidad de victorias parciales “ofensivas” como las espectaculares subidas salariales obtenidas en muchas empresas. Con el trascurso del tiempo, la paulatina desaparición de esta capacidad de organización y movilización sindical se ha dejado sentir necesariamente en una pérdida de capacidad negociadora por parte de los trabajadores, que redunda en el deterioro de sus condiciones laborales.

La gran pujanza mostrada por el movimiento sindical en el tardofranquismo y la Transición consiguió arrancar, aunque fuera por poco tiempo, la Ley de Relaciones Laborales más favorable a los intereses de los trabajadores de nuestra historia

Es obvio, que la estabilidad que presentaba el empleo en las grandes fábricas de las zonas industriales del país era mucho mayor que la que encontramos bajo el actual capitalismo de plataformas de Amazon, Glovo o Cabify. Las sucesivas reformas laborales, por su parte, no han cesado de facilitar y abaratar el despido, contribuyendo a extender la temporalidad y la precariedad. Y la adopción de la política económica neoliberal más ortodoxa, en fin, no ha dejado en pie ninguna empresa pública estratégica, contribuyendo a la conformación de un modelo productivo con una tasa de paro estructural que no baja del 12-14%, y al abandono de las regiones menos atractivas para la captación de inversiones privadas, que se ven condenadas a seguir languideciendo en su rol de perenne periferia exportadora de mano de obra y energía.

Glovo Metro trabajador
Un trabajador de Glovo en el metro de Madrid. Álvaro Minguito

Con un acceso a la vivienda entregado por completo al mercado y crecientemente encarecido, unos salarios reales estancados o decrecientes y una precariedad laboral que afecta a amplias capas de los trabajadores, es posible afirmar que ha crecido la dificultad para emprender un proyecto de vida adulta, como demuestra la vergonzante edad media de emancipación del hogar familiar, superior a los 30 años. Es cierto que, principalmente como consecuencia del desarrollo tecnológico, se ha universalizado el acceso a una nueva gama de bienes de consumo antes no disponibles, podemos viajar más haciendo uso del turismo low cost o “disfrutamos” de la cultura rápida, individual y banal de Netflix o HBO. Pero si de lo que se trata es de poder comprar una vivienda, criar a unos hijos o disponer de ciertos ahorros, parece que la clase trabajadora ha ido perdiendo posiciones hasta tal nivel que, de no ser por los ahorros familiares acumulados por las anteriores generaciones de trabajadores, millones de personas se hubieran quedado literalmente en la indigencia durante los momentos más duros de la Gran Recesión.

Si de lo que se trata es de poder comprar una vivienda o criar a unos hijos, la clase trabajadora ha ido perdiendo posiciones hasta tal nivel que, de no ser por los ahorros familiares acumulados por las anteriores generaciones, millones de personas se hubieran quedado en la indigencia

A estas carencias en lo material, se le suma una creciente sensación de desarraigo y tristeza en lo espiritual, chocante con lo que desde los instrumentos de generación de cultura dominante nos han vendido como una forma de vida libre y emancipada, mucho más divertida y enriquecedora que la rutinaria existencia de nuestros padres.

Lejos de las promesas de convertir la cotidianidad en una continua y feliz aventura, lo cierto es que la soledad se nos muestra como la mayor de las pandemias de nuestro tiempo, e inunda las consultas de unos idealizados psicólogos que hacen de sustitutos de las anteriores cuadrillas de amigos. Echar raíces se hace difícil, por la constante movilidad de trabajo, barrio o ciudad. La calle se privatiza y militariza, convirtiéndose en mero lugar de tránsito y estructurando así todas nuestras relaciones sociales en torno a espacios mercantiles. El amor -sobre todo si es romántico y monógamo- se convierte en objeto de burla, pues el compromiso con el Otro asusta al romper con nuestra burbuja individualista. Todos competimos por gestionar nuestra marca personal en Facebook e Instagram acentuando tanto la falta de autoestima como el narcisismo más ridículo.

El amor -sobre todo si es romántico y monógamo- se convierte en objeto de burla, pues el compromiso con el Otro asusta al romper con nuestra burbuja individualista. Todos competimos por gestionar nuestra marca personal en Facebook e Instagram acentuando tanto la falta de autoestima como el narcisismo más ridículo

Es cierto, que ninguna sociedad civilizada puede imponer a sus miembros que estilo de vida deben adoptar. Pero también resulta igualmente certero que sólo desde las garantías de unas condiciones materiales dignas y una adecuada formación cultural para todos los ciudadanos, se puede empezar a proyectar un pleno despliegue de la personalidad individual. Y que tan inocente es pensar que la forma de vida de generaciones anteriores no estaba condicionada por presiones externas, como que la actual responde a decisiones completamente libres en las que no intervienen, junto a las condiciones materiales antes apuntadas, una enorme presión mediática y cultural promotora de este nuevo way of life.

Pese a todos los condicionantes que empujan a la contra, mi impresión es que entre una parte de la población se está gestando una reacción social contra esta forma de “vida moderna” que se ha mostrado incapaz de satisfacer las auténticas necesidades humanas. Ciertas dinámicas sociales presentes en otras latitudes, como el auge de las comunidades de base evangélicas en los barrios populares latinoamericanos, ya nos están mostrando la existencia de una gran necesidad de comunidad y de lazos afectivos fuertes que acabará por encontrar algunos cauces para su desarrollo, aunque estos, como sucede en el ejemplo apuntado, pueden llegar a ser capitalizados por la reacción. En este contexto, no cabe duda de que experimentos como la recuperación de los discursos contra la familia presentes históricamente en la izquierda están condenados al fracaso, pues, para la mayor parte de la población, tanto la familia como otras estructuras comunitarias ya no constituyen una fuente de opresión, sino espacios de ayuda mutua basados en el amor y refugios seguros ante las turbulencias de una vida llena de peligros.

Para la mayor parte de la población, tanto la familia como otras estructuras comunitarias ya no constituyen una fuente de opresión, sino espacios de ayuda mutua basados en el amor, y refugios seguros ante las turbulencias de una vida llena de peligros

¿Y entonces qué?

Una estrategia inteligente por parte de la izquierda transformadora, haría bien en tener en cuenta estas pulsiones sociales, promoviendo reivindicaciones y alternativas que garanticen la sostenibilidad de los lazos comunitarios (freno de la gentrificación en los barrios populares, cambios estructurales en el medio rural, posibilidad de conciliar vida laboral y familiar, ayudas a la natalidad…) e impulsando sus propios espacios de sociabilidad popular (Sedes, Ateneos, Centros Sociales…) que tan importante papel han jugado en el pasado para afianzar y ensanchar su base social

Para quien escribe estas líneas, la vuelta al modelo socialdemócrata de los años dorados se queda muy corta, y acabaría por presentar límites insuperables que obligarían a impulsar transformaciones más profundas. Sin embargo, y en comparación con las regresiones implicadas en la ofensiva neoliberal, la mera recuperación de ciertas concesiones y conquistas del pasado constituiría una medida casi revolucionaria. Entre los nostálgicos de los derechos laborales, las comunidades fuertes, el sindicalismo y el Estado del bienestar, y los “progresistas” que aceptan como un inevitable signo de los tiempos la precarización neoliberal y la atomización social, me quedo con aquellos que al menos quieren conservar o recuperar las escasas conquistas alcanzadas.

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Y es que más desolador aún que este presente gris, resulta el futuro negro que nos proyectan bajo el mantra de la modernización y la adaptación a los tiempos. En él se atisba, para empezar, el desmantelamiento de los principales “cuerpos extraños” que sobreviven en el interior de sistema capitalista como la educación y la sanidad pública, nuestra total subordinación a una digitalización que se propaga de manera descontrolada pasando por encima de la desaparición abrupta de puestos de trabajo y el fin de cualquier atisbo de privacidad, o el alargamiento de la edad de jubilación por encima de los 70 años en medio de la privatización de las pensiones. Todo ello acompañado, como no pudiera ser de otra manera, de un incremento de la capacidad represiva de los Estados enfilada contra pobres y subversivos, que hará todo lo posible por ahogar la conflictividad social prescindiendo de antiguallas como las garantías procesales o lo derechos democráticos. Para hacer frente a esta versión del progreso de trazo distópico, quizás haya que partir de la nostalgia. Y aspirar a un socialismo que no destruya, sino que amplíe y garantice las cosas bellas que el pasado encierra.

Elecciones
Elogio del camino largo
A la inmensa mayoría de la población no se le deja decidir sobre nada importante en su vida, por mucho que las decisiones les afecten.
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