Opinión
Poliamor de derechas, poliamor de izquierdas

La no-monogamia no puede ser simplemente una etiqueta identitaria o una preferencia personal, sino una práctica material que cuestiona la propiedad privada, la privatización de los cuidados y la reproducción de los roles de género

El pasado viernes 7 de marzo nos reunimos en la Librería Arriero para hablar sobre deseo, amor y capitalismo. La asociación ACTA quiso crear este espacio al que acudieron, también, parte de la comisión 8m de Torrejón de Ardoz -lo que hizo el espacio de diálogo aún más fructífero- para presentar nuestro libro Micropolítica del amor. En este rato, una persona del público sugirió un apunte que nos dejó a ambas pensando durante días. Según ella, había notado que existía tanto un «poliamor de derechas» como un «poliamor de izquierdas». Tal y como ella nos contaba, había venido observando en sus círculos que las no-monogamias eran válidas tanto para gente que invertía en criptomonedas y era profundamente liberal como para sus amigos comunistas. Nos preguntó, entonces, «en qué podría diferenciarse un poliamor de izquierdas de un poliamor de derechas, si es que había distinción alguna». Escribimos este artículo para retomar su pregunta y tratar de contestar de una forma mucho más completa y reposada de lo que lo hicimos aquel día. 

La cuestión central es comprender que la amistad ha sido vaciada de contenido material para poder centralizar la pareja. Las sociedades construyen sistemas de parentesco y afinidad que determinan qué vínculos son reconocidos y cuáles quedan en los márgenes

En primer lugar, nos parece importante señalar que solo puede emerger una distinción entre poliamor de derechas y de izquierdas cuando reducimos la no-monogamia a una mera cuestión de prácticas sexo-afectivas, desconectadas de las relaciones materiales que las sostienen. Que lo personal sea político implica necesariamente que nuestras relaciones íntimas están atravesadas por las mismas dinámicas del capital de acumulación, extractivismo y poder que estructuran el resto de la sociedad. Es decir, esta falsa dicotomía desaparece cuando comprendemos que la verdadera no-monogamia debe necesariamente cuestionar la reproducción material de la pareja y la familia tradicional como espacios de acumulación de capital y de privatización de los cuidados. Las relaciones que reconocemos como legítimas están intrínsecamente vinculadas a las estructuras de poder económico y social. 

En este sentido, la no-monogamia debe entender la pareja como el principal elemento de reproducción del patriarcado y del capitalismo y, por tanto, buscar dinamitar esa reproducción. No puede, desde nuestro punto de vista, existir entonces un «poliamor de derechas», como tampoco lo puede hacer un «poliamor apolítico». 

Sexocentrismo de las no-monogamias 

El discurso predominante sobre las no monogamias se ha centrado excesivamente en el componente sexual y afectivo de las relaciones. La literatura sobre poliamor suele enfatizar aspectos como la gestión de los celos, la comunicación sobre los encuentros sexuales y la negociación de acuerdos sobre intimidad física con múltiples personas. Este enfoque, aunque valioso para cuestionar ciertos aspectos de la exclusividad monógama, permanece en un plano principalmente emocional y sexual.

Lo problemático de este sexocentrismo es que reduce la transformación de las relaciones a cuestiones como: ¿con cuántas personas puedo acostarme?, ¿cómo gestiono mis emociones cuando mi pareja se relaciona con otras personas?, o ¿qué acuerdos establecemos sobre la sexualidad? Estas preguntas, aunque importantes, no cuestionan la centralidad de la pareja romántica en la organización de nuestras vidas. El amor romántico no es simplemente una emoción, sino una institución social que reproduce determinadas formas de desigualdad. 

La no-monogamia no puede ser simplemente una etiqueta identitaria o una preferencia personal, sino una práctica material que cuestiona la propiedad privada, la privatización de los cuidados y la reproducción de los roles de género en nuestras prácticas concretas

Este abordaje de la no monogamia suele derivar en aproximaciones moralistas sobre qué prácticas son «mejor» o «peor» dependiendo de cuántos celos es capaz de tolerar cada persona, o cuán «avanzada» es en su deconstrucción emocional. Esta tendencia establece «jerarquías de valor» entre distintas formas de relacionarse, sin atender a las condiciones materiales que las sostienen. 

Descentrar la pareja 

El segundo movimiento necesario consiste en desplazar la centralidad de la pareja romántica, es decir, crear otros centros u otros suelos donde el afecto, el cuidado y el compromiso tengan lugar. Sin embargo, este desplazamiento a menudo ha conducido a una idealización ingenua de la amistad como espacio no contaminado por las lógicas monógamas. Aunque no lo señalábamos explícitamente en Micropolítica del amor, esta idealización tiene sus límites evidentes, pues la amistad tal como la conocemos no existe fuera del sistema de relaciones monógamo, sino que está co-creada con él. 

La cuestión central es comprender que la amistad ha sido vaciada de contenido material para poder centralizar la pareja. Las sociedades construyen sistemas de parentesco y afinidad que determinan qué vínculos son reconocidos y cuáles quedan en los márgenes. La pareja monógama heterosexual se constituye como el centro de estos sistemas, y el resto de relaciones (incluida la amistad) se reconfiguran en función de ella. 

Por tanto, no se trata simplemente de «dar más importancia a las amigas», sino de rechazar las configuraciones actuales tanto de la pareja como de la amistad para crear nuevas formas relacionales. Necesitamos «desorientar» (como señala Sara Ahmed en Fenomenología queer) las nociones normativas del afecto para poder imaginar otras formas de habitabilidad relacional. Solo en la medida en que pensamos otras formas de amistad, la pareja deja de tener sentido como centro organizador de nuestras vidas. 

Hacia una práctica feminista 

Una aproximación materialista y feminista a la no monogamia debe necesariamente atender a dos ejes fundamentales. Por un lado, la redistribución de la riqueza y las propiedades con nuestra red afectiva. La verdadera no-monogamia implica prácticas como: compartir recursos materiales (por ejemplo, alquilar colectivamente una casa de verano, comprar un vehículo entre varias amigas), redistribuir según capacidades económicas (por ejemplo, poner los salarios en común al organizar actividades), o construir herencias compartidas. Ninguna emancipación es posible sin transformar las condiciones materiales de reproducción social. 

Por otro lado, la corresponsabilización colectiva de los cuidados y el mantenimiento de la vida. Esto implica preguntarnos: ¿en qué medida las personas de mi entorno participan de mi propio cuidado y del de quienes me rodean? ¿Cómo nos organizamos para acompañar a una amiga con un familiar enfermo? ¿De qué manera repartimos tareas cotidianas como la preparación de comidas? La revolución feminista señalando la importancia de organizar colectivamente el trabajo reproductivo para cualquier transformación social profunda. 

La práctica feminista implica entender que no somos seres aislados que «elegimos» formas de relacionarnos, sino que devenimos humanos en la práctica material compartida. No se trata tanto de declararse «no celoso» o «poliamoroso», sino de construir materialmente condiciones donde ciertas emociones o configuraciones relacionales sean posibles o imposibles. Las relaciones se construyen en «la materialidad de los afectos» y en «la afectividad de lo material». 

El verdadero potencial transformador de las no-monogamias no reside en cuántas personas podemos amar o con cuántas podemos acostarnos; más bien, en cómo reorganizamos materialmente nuestras vidas para construir interdependencias más justas y colectivas, siendo conscientes acerca de nuestra capacidad temporal y espacial limitada y, por tanto, siendo responsable con ello. 

Así, la no-monogamia no puede ser simplemente una etiqueta identitaria o una preferencia personal, sino una práctica material que cuestiona la propiedad privada, la privatización de los cuidados y la reproducción de los roles de género en nuestras prácticas concretas y dentro de nuestras relaciones, y la acumulación de capital emocional y material en torno a la pareja. El amor como práctica de la libertad implica necesariamente compromisos con la justicia social y económica. 

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Por eso no hay poliamor o no-monogamia que no sea verdaderamente transformador, porque toda práctica que no cuestione las bases materiales de la monogamia termina reproduciendo sus mismas lógicas bajo nuevas apariencias. El desafío es construir prácticas relacionales que sean materialmente anticapitalistas y feministas, que redistribuyan tanto los recursos como los cuidados, y que imaginen formas de interdependencia más allá de la centralidad de la pareja romántica.

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