Tribuna
La reforma, el Estado y la hipótesis de una transición

Existen agentes sindicales y sociales que están en condiciones de lanzar una apuesta más allá de las miserias del Gobierno supuestamente progresista.
Antonio Garamendi y Pedro Sánchez
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, cuando aun era presidente de Cepyme. Foto de La Moncloa.

militante de Anticapitalistas

1 ene 2022 11:43

En vísperas del periodo navideño, la flamante vicepresidenta y ministra de trabajo, Yolanda Díaz, cerraba la negociación de la reforma laboral con una propuesta que satisfacía, básicamente, al propio Gobierno, a las cúpulas de los sindicatos mayoritarios en el ámbito estatal y a la patronal. En el campo de los tibios quedaba toda la derecha, que ni siquiera en estos tiempos de inflamación retórica ha apuntado contra la reforma, siguiendo la línea que ha marcado en este tema su brazo armado en el terreno económico, la patronal y sus voceros. La línea política no es nueva, y ha tenido en tiempos recientes momentos tan vergonzantes como el que protagonizó el secretario general del PCE pidiendo confianza a los trabajadores de Cádiz en plena protesta por la negociación del convenio, pero en este caso se dirige al núcleo político y económico de lo que, tradicionalmente, ha sustentado cualquier Gobierno de izquierdas. 

El resultado ha sido ya analizado estos días y no pretendo insistir en el contenido concreto del proyecto de la reforma, sino en su implicación política, que viene marcada por la acción del Gobierno PSOE-UP en la actual coyuntura de gestión de la pospandemia. De un lado, el Gobierno saca pecho de una gestión diferente a la de la crisis del 2008, con una respuesta focalizada en la inversión pública que vende como propia, aunque en realidad ha sido la pauta general en toda Europa, tras la evidencia de que la aplicación de recetas de austeridad inflexible tuvieron resultados macabros —no en términos sociales, algo que no preocupa demasiado a los dirigentes, sino en términos de gobernabilidad—. 

Por otro lado, el neokeynesianismo del que hace gala el Gobierno no deja de estar matizado por un sesgo evidente que provoca que la aportación económica del Estado sea mayoritariamente captada por el capital, especialmente a través de los Fondos Next Generation, como ha explicado Alfons Pérez. Así pues, la distancia entre la cacareada acción política del “Gobierno más progresista de la historia” y la aplicación de recetas compartidas con el resto de Gobiernos europeos, de izquierdas o derechas, y con la propia Comisión Europea, no deja de agrandarse, y la única salida del Gobierno parece pasar por agitar los logros en una estrategia comunicativa que magnifique cualquier logro o lo invente cuando sea necesario. 

La radicalidad, por lo tanto, pasa a ser de sentido común, y la tarea es construir una serie de actuaciones que pongan esos debates en primer plano

La primera lección que nos deja esta reforma laboral generada en semejante contexto es que el PSOE, y no la derecha, es el único partido de Gobierno en el Estado español. Si entendemos el sistema como un capitalismo popular, que prioriza los mecanismos de producción de valor pero los acompaña de toda una institucionalidad democrática, y además hace de freno a los impulsos más brutales del capital, entonces el PSOE ha demostrado estar al mando. Con una crisis pandémica y disponiendo solo de un Gobierno de coalición que heredaba parte de la inestabilidad política del periodo anterior, el Gobierno de Sánchez y los suyos no solo ha conseguido recuperar la gestión pública para el Estado, sino que alcanza acuerdos, recupera la paz social y, al mismo tiempo, logra financiación millonaria para el capital. Esto es, precisamente, lo que se le supone a un Gobierno en el orden capitalista, y lo hace rematando la anulación política de lo que pudiera quedar de díscolo en Podemos y con las bendiciones de la burocracia europea. La tarea puede resultarnos tan repugnante como se pueda imaginar, pero no podemos negar su complejidad y la eficiencia que demuestra a la hora de restaurar la normalidad institucional del capitalismo. 

Pero la acción política debe evaluarse a la luz de sus resultados, y los que esta reforma pretende alcanzar parecen tomados de otra época, muy poco factibles en el momento actual. Sobre todo porque el horizonte de crisis ecosocial lo limita todo, y está empezando a manifestarse de forma cada vez más cruda en la economía mundial. Hoy día ni siquiera los medios más afines al Gobierno pueden ocultar la situación de crisis enquistada y el engaño de las predicciones que lanza el Gobierno; medios como El País publican largos reportajes sobre la situación de crisis múltiple y los problemas a los que se enfrenta la economía española. Sin embargo, la norma está pensada para no cambiar gran cosa, e incluso aquellos aspectos en los que se introducen novedades son continuistas con el modelo actual: es decir, se piensan desde unas relaciones laborales entendidas como si la crisis ecosocial no estuviera sucediendo. 

La normalidad capitalista está, a día de hoy, seriamente afectada; no solo por los cambios en el escenario climático, sino por la sucesión de rupturas que se anuncian en el horizonte. El terreno energético es particularmente visible, pero es necesario observarlo en toda su amplitud: no se trata de facturas más caras, que son de por sí un drama, se trata de que con estos precios en la energía se rompe un supuesto clave del desarrollo capitalista, como es la disponibilidad de energía abundante y barata. Sin eso, no se puede mantener un crecimiento sostenido y, desde luego, no se puede soportar el ingente movimiento de personas y, sobre todo, de mercancías. Es solo un ejemplo, muy visible en este momento, de cómo se producen los impactos económicos sociales derivados de la crisis ecológica. Están mediados, pero no por ellos dejan de ser un producto de la sobre-explotación de los recursos naturales y, por eso mismo, no se pueden abordar sin plantear un cambio de fondo en los criterios de la economía actual. 

Hace falta acabar una estructura económica orientada hacia el crecimiento constante para reducir drásticamente la esfera productiva y, si no hacemos eso, se producirán dos cosas: a medio plazo —cada vez más corto—, crearemos una crisis de dimensiones catastróficas y a nivel planetario y, desde ahora mismo, sufriremos una serie de ajustes imprescindibles que nos serán impuestos por las distintas crisis sucesivas que anidan en esa crisis macro. Esos ajustes son los que estamos viviendo hoy con la pérdida de empleos en la automoción o en las aerolíneas, y su impacto en el trabajo es evidente. Al fin y al cabo, aquí se hace bueno lo que ya afirmaba Marx, y es que las dos únicas fuentes de valor son trabajo y naturaleza, y ante una crisis el capital solo puede reaccionar presionando más sobre ambos. 

Por otra parte, es evidente que esa reducción de la esfera productiva tiene que venir acompañada de una redistribución masiva para quebrar la desigualdad, y eso únicamente puede realizarse con el apoyo masivo de las clases populares, puesto que las élites capitalistas no solo son incapaces de abordar esto, sino que de hecho conservan un enorme poder que desplegarán para contener cualquier transformación que vaya en ese sentido. El objetivo es contener las lógicas de acumulación y crecimiento y sustituirlas por una economía popular que garantice los servicios básicos y elimine cualquier exceso para reacoplar la actividad humana con la naturaleza objetiva. Esto es algo que sólo los sectores populares pueden hacer, porque sólo les interesa a ellos y porque sólo ellos pueden acumular, por su masividad, la fuerza suficiente para doblarle la mano al capital y liderar la transición. 

Se trata de trabajar por encima de las limitaciones institucionales para labrar un frente común ante un capitalismo que solo sabe salir de las crisis intensificando las dinámicas de extracción de valor: incrementando la presión sobre el trabajo y el marco natural

Impacto

El impacto de todo esto en el empleo es evidente, y trae a primer plano no solo la negociación de las condiciones laborales, sino el papel de los sindicatos, que pueden y deben desempeñar tareas claves en la organización de una masa popular. Para ello, es imprescindible cambiar el escenario, e ir más allá de una negociación que se limite a los aspectos tradicionalmente vinculados con el trabajo asalariado —horarios, beneficios laborales, derechos, salarios— para poner el foco en la reconversión del modelo productivo. Por supuesto, la reforma laboral empujada por el Gobierno y de la mano de los sindicatos mayoritarios no podría en ningún caso abordar semejante tarea, porque ha demostrado su incapacidad para cuestionar ni siquiera lo más urgente y claro. Pero no podemos olvidar que tiene mayoría parlamentaria y apoyo social para haber ido mucho más allá, y eso es lo que tenemos que exigirle. Hará falta movilización y fuerza en la calle para hacerlo. 

Pero lo que está de fondo es una transformación en sentido fuerte para la que no podemos esperar ni a las instituciones ni a los sindicatos institucionalizados que actúan como un ministerio más. Existen agentes sindicales y sociales que están en condiciones de lanzar una apuesta más allá de las miserias del Gobierno supuestamente progresista; un sindicalismo alternativo, combativo y posicionado en términos de clase, que en algunos puntos —particularmente en Euskadi— ha entendido la necesidad de ampliar su esfera de acción para incorporar los elementos de democratización del mundo del trabajo y de transformación ecosocial de la esfera productiva. Se trata de trabajar por encima de las limitaciones institucionales para labrar un frente común ante un capitalismo que se encuentra en una crisis profunda y que solo sabe salir intensificando las dinámicas de extracción de valor, incrementando la presión sobre el trabajo y el marco natural. La radicalidad, por lo tanto, pasa a ser de sentido común, y la tarea es construir una serie de actuaciones que pongan esos debates en primer plano. 

Tal vez una serie de demandas programáticas fuertes y bien expresadas, apoyadas por un polo amplio de organizaciones sea un buen primer paso. Quienes hoy se oponen a la reforma y denuncian expresamente sus múltiples insuficiencias bien podrían estar en una serie de actuaciones que, sin pretender abrir la cuestión del frente orgánico, puedan abrir el escenario de una lucha compartida que más adelante pueda conformar eso que a veces hemos llamado el polo amplio en clave anticapitalista. Desde luego, no faltan propuestas: garantía de suministro energético básico, sanidad universal y eficiente, vivienda, derechos laborales y reparto del empleo pueden ser algunos. En un periodo de reflujo en las luchas, tratar de pensar en clave abierta y de reconstrucción es tarea prioritaria, tratemos de ponerlo en marcha. 

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