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En saco roto (textos de ficción)
Alerces
“Perder me ha gustado siempre. Incluso al ajedrez (que jugaba bastante bien de joven) prefería seguir una línea que se llama autojaque y que consiste en obligar al adversario a ganar, aunque no quiera. Pero a estas alturas me pregunto: ¿estoy diciendo la verdad?”, declaró el escritor siciliano Gesualdo Bufalino (Comiso, 1920 - Vittoria, 1996) en una entrevista.
La confesión del escritor figuraba en la necrológica que publicó un diario español el 16 de junio de 1996. Y Franca Grau la recortó aquel día y la guardó junto con otros recortes en una carpeta. Pasaron los años y las carpetas de recortes fueron despareciendo en mudanzas, olvidos y limpiezas. Pero, quién sabe por qué, el recorte con la necrológica de Bufalino sobrevivió a todos los naufragios.
Son las tres de la tarde de un sábado de otoño. Franca Grau relee una vez más la necrológica de Bufalino. Le gusta detenerse en la definición que figura en el segundo párrafo: “Culto y modesto profesor de instituto”. Y le gusta tocar el papel amarillento en el que sobrevive, junto con el texto, la fotografía del escritor: la mano derecha apoyada sobre un alféizar; la mano izquierda, en la cadera.
Son las tres y cuarto. Franca Grau abandona la habitación del hotel y comienza su caminata hasta los alerces. Ha leído que son coníferas de hoja caduca y que, en una de las repoblaciones de la sierra de Guadarrama, alguien tuvo la ocurrencia de plantarlas. Ha leído también que no son propias de aquellas laderas y que quizá su plantación no fue una buena idea. En todo caso, tiene ganas de conocerlas de cerca y situarse a su lado en los últimos días del otoño.
Camina y, mientras trata de adivinar la presencia de los alerces, se pregunta si a ella perder le ha gustado siempre. Se lo pregunta porque se siente casi siempre fuera de sitio y ajena a las corrientes. Se lo pregunta porque no sabe si en esa escapada constante en la que vive puede haber un rastro de una decisión propia. ¿Perder me ha gustado siempre? ¿Obligar al adversario a ganar? Se lo pregunta porque intuye que quizá el lugar en el que vive no es en su caso fruto de un deseo, sino consecuencia de circunstancias sobrevenidas. ¿Circunstancias sobrevenidas? ¿Perder? ¿Obligar? Por momentos siente que le falta el aire y prefiere no pensar.
Camina. Tan solo camina. Hace frío y parece que va a empezar a nevar.
Pero no nieva. Entonces, a las cinco de la tarde, se cruza en su camino con un hombre ataviado con un gorro ruso. Se saludan con el gesto rápido de los montañeros, sin ceremonias. Y en ese preciso instante empieza a nevar. Franca Grau se vuelve y se queda contemplando la imagen del hombre ataviado con el gorro ruso, una imagen que se va desvaneciendo entre la nevada cada vez más copiosa. Al cabo de unos segundos solo es capaz de distinguir un gorro que se aleja, un gorro sobre el cual centellean los tonos ocres de los alerces. Es una imagen fugaz, pero muy clara. Quizá el sol ha sido caprichoso y ha querido iluminar las ramas de los alerces al final de una tarde de otoño en la sierra de Guadarrama. Entonces Franca Grau se dice que es el momento de volver sobre sus pasos, de desandar el camino andado. Lo hace con determinación, ajena a la nevada y a la tarde que oscurece.
Cuando llega al hotel se encuentra agotada. Se tumba, cierra los ojos y trata de recuperar la imagen del gorro, los alerces, la nieve y el rayo de sol. Lo logra, aunque no está segura de hasta qué punto está construyendo con su recuerdo una imagen distinta, alejada del fogonazo original, de la sorpresa que le causó la visión de varios elementos yuxtapuestos de forma inesperada. Y para añadir más confusión tampoco está segura de si sus reflexiones sobre su vida a contracorriente no fueron quizá un ademán impostado para llenar el vacío de un paseo solitario. Con los ojos cerrados, la imagen cada vez más extraña de un recuerdo imposible de recuperar incorpora entonces un breve texto: “Pero a estas alturas me pregunto: ¿estoy diciendo la verdad?”.