En saco roto (textos de ficción)
Trayecto

“El objetivo principal de cualquier reunión es dejar convocada la siguiente”, dijo uno de ellos. Y el otro estuvo de acuerdo y añadió una anécdota sobre un encuentro en una casa palaciega que tenía de todo excepto una sala para reunirse.
Javier de Frutos
27 mar 2025 06:00

El tren salió puntual a las 9.30h. La llegada estaba anunciada a las 12h. Disponía, por tanto, de dos horas y media para resolver varios asuntos antes de llegar a su destino. Primero hizo una llamada de trabajo. Su interlocutor no contestó. A continuación, colocó el portátil sobre la bandeja y revisó la presentación que iba a emplear en su ponencia. Añadió una diapositiva con agradecimientos y quitó dos que le parecieron redundantes. En torno a las 10h se quedó dormido mientras miraba el paisaje: una sucesión de campos de cultivo y algunas lomas con arbustos o pequeños olivares. Predominaban los verdes de la primavera y los ocres de la tierra removida.

Despertó al cabo de quince minutos. Los dos hombres que viajaban justo detrás habían trabado ya la suficiente confianza como para empezar a criticar a los directores de su empresa. Iban a una reunión de trabajo que a los dos les parecía una pérdida de tiempo y criticaban a aquellos directores que convocaban reuniones absurdas —con frecuencia en destinos exóticos— seguidas de comidas interminables. “El objetivo principal de cualquier reunión es dejar convocada la siguiente”, dijo uno de ellos. Y el otro estuvo de acuerdo y añadió una anécdota sobre un encuentro en una casa palaciega que tenía de todo excepto una sala para reunirse. Como la conversación de aquellos dos compañeros de trabajo se iba animando, decidió levantarse, estirar las piernas y acercarse a la cafetería. Pidió un café sin azúcar y trató de tomarlo en equilibrio en una de las barras laterales del vagón. Se manchó el traje, pero no le importó demasiado. Llevaba un uniforme de oficinista de colores sufridos, colores cuya principal cualidad es precisamente absorber las manchas.

A las 10.30h regresó a su asiento. Primero no notó nada extraño, pero, al cabo de unos minutos, reparó en que no escuchaba ya la charla de aquellos dos compañeros que viajaban con destino a una reunión prescindible. Se giró tratando de no forzar demasiado el gesto y no vio a nadie. Los dos viajeros se habían esfumado. Le extrañó. No habían parado en ninguna estación en el tiempo que él había dedicado a tomarse un café. Y le extrañó aún más constatar que los dos asientos estaban completamente vacíos: sin rastro de un abrigo, una cartera, nada. Estaban tan vacíos como si allí nunca hubiera estado sentado nadie durante aquel trayecto. En el compartimento superior que servía para colocar las maletas, tampoco había rastro de ningún objeto. Solo entonces empezó a inquietarse. Se levantó y vio que todo el vagón estaba vacío. Él era el único ocupante.

Tras experimentar un pequeño temblor, el calambrazo seco del vértigo, se dijo que tenía que haberse equivocado de vagón. Recordaba haber estado viajando en un vagón concurrido en el que podían escucharse las conversaciones habituales de cualquier jornada de trabajo. Y, sobre todo, recordaba con precisión el tono de aquella charla creciente entre los dos viajeros que iban ganando confianza. Lo recordaba con precisión, pero empezó a dudar de sus recuerdos. De modo que se levantó y avanzó lentamente por el pasillo para dirigirse a otro vagón. Le pesaban las piernas y le pesaron aún más cuando se dio cuenta de que el cristal de la puerta que separaba su vagón del que le precedía estaba oscurecido de un modo que le impedía ver lo que ocurría al otro lado. Las piernas empezaron a fallarle. Se sentó tratando de respirar hondo y le llegó un recuerdo muy nítido de un texto que había leído: un cuento que decía que quien cuenta un sueño pierde lectores. Sonrió. No podía estar en un sueño. Sintió un ligero mareo y, tratando de vencerlo, se puso en pie. El vagón se movía a gran velocidad. La sucesión de campos cultivados y lomas con arbustos y olivares seguía pasando tras las ventanas. Se acercó a la puerta de nuevo. Seguía sin ser capaz de ver o intuir algo al otro lado. Con una lentitud en la que no era capaz de reconocerse, acercó la mano al sensor lateral para intentar abrir la puerta. Esperó unos segundos. La puerta no se abrió. Vio su reflejo en el cristal oscurecido y le costó reconocerse. Entonces se detuvo y supo que iba a tomar una decisión que había postergado demasiado tiempo. Luego la puerta del vagón se abrió.

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