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Masculinidad hegemónica o plomo: la sátira contra los hombres en ‘The White Lotus’

La serie traza una genealogía del malestar masculino, desde la incomodidad ante el avance de las mujeres hasta la nostalgia por un orden patriarcal en declive. Culmina de forma trágica, llevando al extremo la lógica neoliberal, y se cuestiona si es posible una transformación que no termine cooptada por el propio patriarcado.
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La cara llorosa de Saxon cuando se da cuenta de sus carencias emocionales se convirtió en un meme en Internet / HBO

Desde su estreno en julio de 2021, The White Lotus (HBO) se ha consolidado como un fenómeno cultural de masas, tanto por sus tramas intrincadas y sus personajes variopintos como por las críticas que lanza contra las lógicas destructivas de la sociedad de mercado estadounidense. Sin embargo, a medida que avanzan las temporadas, la serie se reafirma en su tendencia a ser una pescadilla que se muerde la cola: otra tragicomedia sobre el sistema, producida desde el corazón mismo del aparato ideológico dominante. En palabras de la crítica estadounidense Brooke Obie, “una sátira dentro de otra sátira”. Así, lejos de ofrecer una reflexión verdaderamente antisistema sobre las consecuencias de la desigualdad y la intensificación de las jerarquías de raza y clase bajo el neoliberalismo, la serie acaba reforzando el statu quo, al presentar a los opresores como figuras cuya conducta resulta comprensible, e incluso justificable, en lugar de visibilizar su rol en la perpetuación de las estructuras de poder y privilegio.

A pesar de sus limitaciones, la tercera temporada coloca finalmente en el centro un tema que hasta ahora había sido marginal en las películas y series más exitosas de las plataformas mainstream: la crisis de las masculinidades contemporáneas. Si bien Mike White, creador y director de esta rentable producción cultural, continúa enmarcando su crítica en la sátira contra los ricos, el verdadero objetivo de la serie son los hombres blancos, cisheterosexuales y adinerados, y su posición en un orden social que ya no controlan del todo, pero del que siguen beneficiándose. Lejos de limitarse a ser un subtexto, la “masculinidad hegemónica” que teoriza R.W. Connell atraviesa la mayoría de las tramas y actúa como el verdadero motor del trágico desenlace de la temporada.

La cultura popular empieza, por fin, a hacerse eco de una idea clave del pensamiento feminista: capitalismo, masculinidad, racismo y colonialismo operan como una misma maquinaria de dominación

No es casual que The White Lotus se sume a un catálogo creciente de ficciones —Triangle of Sadness, The Menu, Mickey 17 o Succession, entre muchas otras— que tematizan la decadencia del poder económico y simbólico de las élites occidentales. Pero mientras muchas de estas narrativas se quedan en la superficie o recurren al humor para amortiguar el golpe, esta serie apunta a una herida más profunda: el patriarcado no es un residuo del pasado (Make Patriarchy Great Again), sino una infraestructura emocional y política plenamente funcional. La aportación más reseñable de esta temporada, ya insinuada en las anteriores, es precisamente esa: no se trata de elegir entre denunciar el capitalismo o cuestionar la masculinidad hegemónica, sino de entender que son dos caras de la misma moneda.

Como argumentan autoras feministas como Silvia Federici o Maria Mies, el capitalismo no puede teorizarse sin contemplar la violencia y la expropiación sistemática de los cuerpos feminizados, ni sin las formas de dominación que se ejercen cotidianamente sobre ellos. Del mismo modo, la masculinidad hegemónica se construye a través de la fantasía de la propiedad: los hombres como sujetos con derecho natural a poseer, y las mujeres como cuerpos disponibles al servicio de esa lógica, que a cambio solo les devuelve pobreza, invisibilidad y violencia. Esto se confirma en el reciente giro discursivo de tecno bros como Mark Zuckerberg, cuyas políticas de moderación de contenidos se enfocan en “recuperar la energía masculina” al promover una caza de brujas digital que perpetúa la explotación de las poblaciones oprimidas bajo el capitalismo digital. También se refleja en álbumes como el último de Bad Bunny, o en series como Adolescence y la propia The White Lotus.

La cultura popular empieza, por fin, a hacerse eco de una idea clave del pensamiento feminista que debemos recuperar, especialmente en un contexto de repliegue de la misoginia global y auge de los movimientos antigénero: el capitalismo, la masculinidad, el racismo y el colonialismo no operan de manera aislada, sino como engranajes interconectados de una misma maquinaria de control y subordinación.

¡Atención! En adelante, este artículo contiene spoilers.

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Del malestar a la reacción: hombres en crisis en las dos primeras temporadas

Desde su primera temporada, The White Lotus construye una genealogía del malestar masculino que va desde la incomodidad frente a la creciente participación de las mujeres en espacios de poder hasta la nostalgia por un orden patriarcal en declive. A través de figuras  que representan la inseguridad, la frustración y la ansiedad identitaria, la serie ofrece un retrato intergeneracional de la crisis de la masculinidad y su imbricación con las dinámicas culturales del neoliberalismo tardío.

En la primera entrega, el personaje de Mark Mossbacher muestra de forma paradigmática al hombre blanco de ideología liberal, que, a pesar de disfrutar de todos los privilegios materiales, sufre un colapso identitario a raíz del éxito profesional de su pareja, Nicole. Su malestar, en este caso, no proviene de la precarización de sus condiciones económicas por la creciente presencia femenina en el mercado laboral, sino de la sensación más profunda de haber perdido su posición central en la estructura familiar y social.

A lo largo de la temporada, el itinerario emocional de Mark —marcado por un falso diagnóstico de cáncer, el descubrimiento de la homosexualidad de su padre y una serie de intentos torpes por reafirmar su virilidad— desemboca no en una revisión crítica de sus privilegios, sino en una reafirmación reaccionaria de su identidad de género. Así, la simpatía inicial que el personaje podría suscitar en el espectador se diluye progresivamente conforme se hace evidente que su crisis no es más que un lamento teñido de conservadurismo por la erosión de una autoridad que, en realidad, nunca ha dejado de ostentar.

La segunda temporada ahonda en el tratamiento del patriarcado herido a través de dos líneas narrativas complementarias. Una de ellas se centra en el conflicto entre Ethan y Cameron, dos antiguos compañeros de universidad cuya amistad ha estado siempre marcada por las dinámicas de competencia masculina. Cuando se revela que Ethan ha superado económicamente a Cameron y se ha convertido en un inversor de éxito, mediante prácticas cuya legalidad su propio amigo pone en duda, el vínculo entre ambos se resquebraja: ya no basta con consolidar su capital financiero, ahora también se trata de reproducir su hegemonía a través del capital erótico y afectivo.

En este escenario, la masculinidad se construye como un juego de suma cero, donde el deseo no se orienta al afecto ni al cuidado, sino al ejercicio de las distintas formas de poder. No se valora a quienes aman o son amados, sino a quienes consiguen transformar el deseo en control y los cuerpos en propiedad. The White Lotus muestra cómo, en este terreno de competencia salvaje, el patriarcado convierte las relaciones personales en territorios estratégicos de afirmación identitaria mediante la conquista y la seducción. El deseo se articula dentro de una lógica neoliberal de acumulación: de cuerpos, de estatus, de prestigio. En este sistema, las mujeres solo sostienen y contribuyen a reproducir la validación de los hombres, incluso cuando esa imposición se camufla bajo las esferas supuestamente liberadoras del placer o el descanso, tal como ocurre en los escenarios vacacionales que dibuja la serie.

La serie refleja las lógicas del mercado sexual incel: los hombres jóvenes confunden el deseo con el derecho sobre “el otro” y las mujeres se convierten en chivo expiatorio

La otra línea narrativa se centra en la familia Di Grasso, compuesta por tres generaciones de hombres que encarnan diferentes modos de apego al patriarcado. Bert, el abuelo obsesionado con las localizaciones cinematográficas en Sicilia, manifiesta una masculinidad que naturaliza la dominación de género bajo un barniz biologicista. Dominic, el padre millonario, lucha por reconciliar su adicción al sexo y al alcohol con un discurso feminista que en la práctica no logra sostener. Albie, el hijo universitario, se erige como el prototipo del Gen Z “deconstruido”. A diferencia de las dos generaciones anteriores, tras la sensibilidad y corrección política de este último se acumulan fracasos afectivos que parecen reforzar la sospecha de que los hombres progresistas resultan menos atractivos, como si su postura crítica y emocionalmente consciente jugase en su contra.

La serie refleja, con ambigüedad deliberada, una lectura cercana a las lógicas del mercado sexual incel. Los hombres jóvenes aparecen como incapaces de establecer vínculos reales con el género opuesto, atrapados en una emocionalidad disfuncional que confunde el deseo con el derecho sobre “el otro”, como si fuera un bien a ser poseído. El deseo femenino —más que las actitudes masculinas o las estructuras patriarcales y económicas que las sostienen— se convierte así en chivo expiatorio: se le responsabiliza de frustrar una igualdad en las relaciones heterosexuales que los hombres no logran construir, precisamente porque el patriarcado permanece intacto. La cuestión, entonces, no es si los hombres pueden “cambiar”, sino si el sistema que los forja permitirá alguna vez que esa transformación se dé sin ser cooptada por sus propias lógicas.

Machismo
Machismo ‘incel’, misoginia desde el victimismo

A diferencia del discurso machista tradicional, los incel no expresan su misoginia desde la superioridad sino desde el victimismo. El desprecio y el odio hacia las mujeres no adquieren la forma de la afirmación de un género que se cree superior, sino la de un grupo social que se cree víctima.

El precio del poder: muerte, destrucción y colapso masculino en la tercera temporada

Este recorrido por las dos primeras temporadas permite comprender mejor el despliegue dramático de la tercera, donde el colapso de la masculinidad hegemónica se hace explícito en Timothy, el patriarca de la familia Ratliff, que, tras ser descubierto en una trama de fraude financiero, se enfrenta a la pérdida total de su estatus y fortuna. Ante el desmoronamiento de su mundo, considera el asesinato y el suicidio como únicas salidas. De esta forma, The White Lotus lleva al extremo la lógica posesiva y sádica del sujeto masculino: si no puede ser el proveedor, si no puede sostener su autoridad, entonces prefiere destruirlo todo —incluida su familia y su propia vida— antes que verse desplazado del centro del poder. “Masculinidad hegemónica o plomo”.

‘The White Lotus’ lleva al extremo la lógica posesiva de la masculinidad hegemónica: si el hombre no puede ser el proveedor y sostener su autoridad, prefiere acabar con todo

A lo largo de la temporada, todas las soluciones que Timothy ensaya ante el derrumbe de su posición económica, social y simbólica se canalizan a través de reacciones violentas. En ningún momento cuestiona su rol como hombre ni intenta redefinir su identidad. La masculinidad se retrata en esta producción audiovisual como una tecnología de simplificación; en palabras del sociólogo Steve Garlick, una herramienta para reducir la complejidad del ser humano. En el universo de The White Lotus, la violencia en sus formas más extremas (como la pulsión de muerte) no se presenta como una patología individual, sino como la consecuencia lógica de un cúmulo de gestos cotidianos, hábitos y discursos que perpetúan la división sexual del trabajo y legitiman dispositivos ideológicos diversos: desde el relato meritocrático hasta el mandato afectivo de la autosuficiencia masculina; pilares fundamentales de la arquitectura emocional del capitalismo.

Finalmente, en el entramado de privilegios naturalizados y deseos administrados por los ricos que retrata esta ficción, la violencia no sólo se vuelve comprensible para el espectador, sino que adquiere sentido como respuesta al vacío que deja la pérdida de control. El sangriento desenlace de la tercera temporada es solo la punta del iceberg de una estructura de dominación que sigue operando en las sombras, en este caso, en un hotel de lujo en Tailandia.

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El actor Jason Isaacs en la piel de Timothy Ratliff en 'The White Lotus' / HBO

La trampa de la pedagogía manosférica

Frente a la masculinidad tradicional de Timothy Ratliff, sus hijos personifican las dos posibles reconfiguraciones del mandato masculino en clave contemporánea, profundamente influenciadas por las economías de atención y visibilidad que dominan las redes sociales. El mayor, Saxon, condensa el modelo de hombre promovido en la manosfera: un híbrido de finance bro, gym rat y artista de la seducción que actualiza la masculinidad hegemónica sin romper del todo con el patriarcado clásico. En lugar de fundamentarse en el trabajo y la familia nuclear, esta nueva versión se sustenta en el individualismo extremo y la propiedad privada, principios que caracterizan el sistema de valores de los hombres liberales y burgueses actuales.

Lochlan, el hermano menor de la familia Ratliff, se mueve —de nuevo, en términos de R.W. Connell— entre la “masculinidad cómplice” y la “masculinidad subordinada”. Oscila entre seguir los pasos de Saxon, a quien admira hasta el punto de erotizarlo, y romper con las ataduras de una familia conservadora para explorar un deseo no heterosexual que choca frontalmente con los valores que le han inculcado desde niño. En esta lucha interna, Lochlan se inclina por la ruptura, pero se da cuenta de que lo tiene todo en contra para desarrollar su identidad libremente; cada intento de autenticidad se ve frenado por las expectativas y el modelo de masculinidad que representa su hermano.

En un presente de guerra, crisis climática y precariedad, los “coaches de desarrollo personal” emergen como referentes emocionales y convierten sus consejos en brújulas morales para una generación sin horizonte
La dinámica entre ambos hermanos retrata con precisión el tipo de vínculo afectivo que muchos jóvenes tienen con los “coaches de desarrollo personal” que proliferan en redes sociales. En sintonía con lo que Ekaitz Cancela retrata como el “materialismo romántico” detrás del auge de los cripto bros —una ideología que fetichiza la tecnología y la finanzas como salvación a una civilización al borde del colapso—, estos coaches funcionan como figuras simbólicas a través de las que otros hombres construyen cadenas de sentimientos para reafirmar su identidad. En un presente que impone guerra, crisis climática y precariedad como norma de vida, estos gurús emergen como referentes emocionales prometen orden en medio del caos y convierten sus consejos —disfrazados de recetas, memes o trends— en brújulas morales para una generación sin horizonte. Sin embargo, la pedagogía de la manosfera, envuelta en un lenguaje de autocuidado y crecimiento personal, es una trampa: como el batido de proteínas envenenado que casi le cuesta la vida a Lochlan, promete una redención individual que deja intacto el orden existente.
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Patrick Schwarzenegger y Sam Nivola interpretando la camaradería masculina entre Saxon y Lochlan / HBO

Los saberes feministas y la construcción de nuevas masculinidades

La verdadera transformación del sistema capitalista puede atisbarse en The White Lotus únicamente a través de las experiencias de los personajes con los saberes feministas. Los conocimientos transmitidos por mujeres, en buena medida enraizados en las epistemologías anticapitalistas y decoloniales del Sur Global, abren la puerta a cuestionar la narrativa dominante y desmantelarla desde sus cimientos afectivos.

De hecho, en la tercera temporada Lochlan inicia su proceso de liberación gracias a dos revelaciones: primero, el trío con Chloe y Saxon, donde por primera vez experimenta un deseo libre de culpa en un entorno seguro; después, la noche que pasa en el templo budista con su hermana Piper, donde toma conciencia de que quiere una vida distinta, menos atada al consumo y al rendimiento. Saxon, por su parte, comienza a cambiar tras este encuentro sexual, que vive como una experiencia traumática. Desorientado y obsesionado con la idea de ser “un ser sin alma”, como le reprocha Chelsea, empieza a leer los libros que ella le presta tras una sesión fallida de meditación. Son textos de Pema Chödrön, una autora que combina saberes budistas con reflexiones sobre el sexo, el sufrimiento y transformación. Saxon, que al inicio de la temporada trataba los cuerpos femeninos como activos financieros, acaba sumergido en lecturas que desafían por completo la manera en que concebía su forma de relacionarse con el mundo y con las mujeres.

La manosfera ha sabido servirse de las herramientas culturales de la misoginia para ganar terreno: ha explotado sus propias contradicciones para reinventarse

Estos giros en el guión resultan significativos porque apuntan a una tesis clara: solo los hombres que se enfrentan a su propia socialización machista desde una conciencia feminista y anticapitalista consiguen hacer frente al malestar. Al fin y al cabo, Lochlan y Saxon son los únicos personajes masculinos que cambian de forma genuina entre el inicio y el final de la temporada, aunque su politización se produzca más como un despertar espiritual que como el resultado de una toma de conciencia crítica. 

El resto de personajes que se pliegan al mandato binario de la masculinidad —dominar o morir en el intento— transitan entre la violencia, la negación y el fracaso. Gaitok, el guardia del hotel, traiciona sus principios pacifistas para lograr un ascenso y acercarse a Mook, su interés romántico. Pornchai, terapeuta del spa del resort en Tailandia, pierde su negocio y toda posibilidad de futuro con Belinda, quien abandona el país junto a su hijo Zion tras aceptar el dinero “manchado de sangre” de Greg (o Gary), viudo de la fallecida Tanya McQuoid. Rick, huésped del resort que viaja a Tailandia para vengar la muerte de su padre, no solo provoca su propia caída, sino que arrastra consigo a la persona que más quiere. Incluso Frank, su amigo y exsocio afincado en Bangkok, recae en las adicciones tras meses de sobriedad.

La tercera temporada de The White Lotus funciona así como una metáfora de que existen alternativas al régimen de verdad impuesto por el neoliberalismo: simboliza que la transformación cultural es posible y evidencia cómo los conocimientos —tanto los que sostienen las estructuras patriarcales como los que las cuestionan— moldean nuestra visión del mundo y nuestras formas de vincularnos con los demás. Muestra que no basta con denunciar las estructuras del patriarcado para combatir la misoginia: también es necesario transformar los sistemas simbólicos que reproducen la masculinidad hegemónica y restringen la agencia de las mujeres.

Necesitamos más ficciones feministas

Sólo así pueden emerger modelos de sociedad alternativos desde las series, inspirados en discursos y prácticas feministas que cuestionen las formas de poder establecidas. El contraste es claro: mientras las narrativas dominantes convierten la misoginia en un significante sobre el que volcar el malestar masculino, las propuestas interseccionales —feministas, anticapitalistas, anticoloniales— impulsan a personajes como Saxon y Lochlan a procesos de transformación que, a pesar de sus contradicciones, los obligan a redefinir sus identidades.

Aunque los privilegios nunca llegan a desaparecer, ni se especula sobre qué ocurriría después, The White Lotus sugiere que no hacen falta catástrofes para transformar las masculinidades: bastan fricciones, fisuras o desvíos en la forma de concebir el mundo. De forma similar a cómo la serie Adolescence ha sido incorporada en institutos del Reino Unido como herramienta educativa contra la radicalización antifeminista, las ficciones pueden desempeñar un papel importante en la transformación social y en la creación de nuevas instituciones pedagógicas y culturales, idealmente, mediante la organización de abajo arriba. Si bien el mensaje de The White Lotus es menos explícito que el de Adolescence, critica las masculinidades hegemónicas y enfatiza que están abiertas al cambio, siempre y cuando sean abordadas afectivamente desde categorías emancipadoras, no desde lógicas reaccionarias.

Esta moraleja trasciende la sátira social contra las élites y pone en evidencia el potencial de las ficciones como dispositivos para transformar el imaginario colectivo y las formas de ser de las nuevas generaciones. La manosfera ha sabido servirse de las herramientas culturales de la misoginia para ganar terreno: ha explotado sus propias contradicciones para reinventarse a través de la figura del coach, camuflando los roles de género tradicionales tras una fachada de autoayuda y legitimando la desigualdad como si fuese una elección individual. Las feministas debemos reconocer el carácter político de las tecnologías culturales y pedagógicas —como lo son muchas series contemporáneas— para romper con las lógicas culturales de la violencia y desafiar la gramática de la dominación patriarcal.

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