En saco roto (textos de ficción)
Basalto

Y entonces, como si aquella situación solo pudiera resolverse con un gesto que le pusiera fin, él alzó poco a poco la mano derecha y, señalando con el dedo índice el dibujo de la roca con forma de rostro, dijo: “Basalto”.
Javier de Frutos
8 ene 2025 09:10

La sala de exposiciones tenía una moqueta mullida que amortiguaba los pasos de los visitantes. Quizá por esa razón, incluso en momentos de gran concurrencia, el público parecía moverse con ligereza entre las obras. Fue la sensación que tuve aquel sábado mientras intentaba fijarme en los dibujos de un autor de origen checo cuyo nombre he olvidado. Sí recuerdo que sus obras se habían convertido en muchas ocasiones en portada de una revista francesa y que la exposición ofrecía varios dibujos originales de gran formato y las portadas realizadas a partir de aquellos dibujos.

En todos los casos, me pareció que la miniaturización de los dibujos los mejoraba, como si, convertidos en portada de una revista, solo aflorasen sus rasgos esenciales. Uno de ellos representaba una roca a medio esculpir en la ladera de una montaña; una roca de la que parecía emerger el rostro de una mujer. En la versión en gran formato, el rostro de la mujer solo se insinuaba con trazos desgarbados. En cambio, en la portada de la revista, el mismo rostro parecía moverse entre sombras y claroscuros. Estaba pensando en si ese efecto sería buscado por el autor o una consecuencia no deseada del traspaso a la portada cuando di dos pasos atrás y tropecé con alguien. Creo que trastabillé mientras intentaba girarme e insinuaba una disculpa. Pero también creo que no llegué a hacer ninguna de las tres cosas, porque la mano del hombre con quien había chocado me sujetaba del brazo izquierdo y me ayuda a recuperar la compostura. Además, aquel hombre era capaz de hacer ese gesto mientras me miraba con expresión de asombro. Luego el asombro se tornó en una alegría franca, en una celebración de las casualidades de la vida. Porque cómo era posible que nos hubiéramos encontrado precisamente allí después de tanto tiempo. Le dije que estaba igual y sonrió. Él me dijo que yo tampoco había cambiado mucho. Le agradecí el cumplido y luego escuché sus explicaciones sobre lo ocurrido en aquellos veinte años en los que no habíamos tenido noticias el uno del otro.

Habló de un viaje a Estados Unidos y de una estancia académica que se prolongó. Hizo referencia a su primera mujer y a la segunda, e incluso a un hijo al que veía mucho menos de lo que le gustaría. Y se interesó entonces por mí y me pareció oportuno ofrecerle mi parte del relato. Así que le conté mis años de incertidumbres después de la universidad, los sinsabores de los tres trabajos de los que me fui y la decisión de entrar a trabajar en la empresa familiar, a la que siempre había sido alérgico, pero en la que terminé como quien encuentra un refugio y luego no se siente capaz de abandonarlo. Sí, creo recordar que empleé esa imagen del refugio, que entonces debía de parecerme afortunada y hoy, al recordarla, me resulta tan solo una excusa forzada. Creo que también le puse al corriente de mis años en pareja, de la separación y de mis dos hijos adolescentes. Él asentía y yo hablaba. Luego fue él quien habló mientras yo asentía.

A nuestro alrededor, el público de la exposición circulaba con suavidad y evitaba interrumpir el encuentro de esos dos viejos conocidos que tanto tenían que contarse. No sé si fui yo el primero en dar dos pasos atrás. Tal vez fue él. Lo hicimos como quien se distancia de un cuadro para observarlo mejor. Puede que nos distanciáramos todavía un poco más el uno del otro y que ambos entornáramos los ojos de un modo semejante. Permanecimos unos instantes en silencio. El trasiego de los visitantes que pululaban a nuestro alrededor comenzó a resultarnos audible y nuestra presencia, hasta entonces rotunda, empezó a parecernos a los dos una barrera incómoda, un muro a punto de desmoronarse. Él giró hacia un lado y yo hacia el lado opuesto. Todavía nos mantuvimos la mirada. Cada uno empezó a dar pequeños pasos. Ninguno quiso acelerar la marcha. Y entonces, como si aquella situación solo pudiera resolverse con un gesto que le pusiera fin, él alzó poco a poco la mano derecha y, señalando con el dedo índice el dibujo de la roca con forma de rostro, dijo: “Basalto”. Y no logré reprimir mi acuerdo con aquel juicio. “Sí, basalto”, dije mientras me alejaba.

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