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@emmanuelrog, es miembro del Instituto DM.
Ocurrió en el mes de mayo. Las ciudades quedaron detenidas, aterradas. La huelga de transportes llevaba desde el septiembre pasado bloqueando las principales carreteras de forma intermitente. A los transportistas se habían sumado los agricultores, la ya parca flota pesquera y una miriada de autónomos y pequeños empresarios de los más diversos sectores económicos. Las protestas apuntaban a la carestía del diésel, a la secuencia interrumpida de subidas que había llevado los precios por encima de los tres euros litro.
Pero el malestar distaba de ceñirse a los «sectores productivos». Se protestaba contra la política largamente sostenida de ataque a la movilidad privada. La penalización de los coches «contaminantes» en las ciudades de más de 50.000 habitantes y los peajes en todas las carreteras nacionales habían incrementado exponencialmente los costes de muchos autónomos y pequeñas empresas. Pero también levantaron el cabreo de buena parte de la población ante lo que percibían como un ataque a sus condiciones de vida.
En la primavera, el estallido se volvió desbordante, excesivo, demasiado como para confiar en el retorno a la normalidad. Después de años de relativa estabilidad, la inflación había irrumpido de nuevo... y de qué forma. Esta vez no se trataba únicamente de los precios. Hubo desabastecimiento y en algunos casos situaciones que recordaron al estraperlo. Desde finales de año, la caída prevista de la producción agrícola nacional dejó de compensarse con la entrada masiva de grano, carne y lácteos. Como ocurriera en 2022, el detonante había sido una serie de enfrentamientos bélicos en las fronteras de Occidente, seguidas de la reducción del tráfico global de mercancías y las rápidas subidas de los precios de los hidrocarburos. Pero la historia nunca se repite, al menos no del mismo modo.
En abril, los saqueos improvisados se convirtieron en un ritual de observancia corriente en todas y cada una de las grandes ciudades del país
Desde su implantación en 2023, sabíamos que los planes europeos y gubernamentales de autosuficiencia agrícola eran un fraude. Y sin embargo nadie previó el desabastecimiento. Las políticas de incentivos, que sustituyeron parcialmente las subvenciones directas de la PAC, volcaron la producción de la última década en cultivos de exportación en contra de los tradicionales. Lejos de incrementar la suficiencia agrícola europea empujaron al continente a una mayor adicción a las importaciones de grano, pienso y carne. España, por ejemplo, se había convertido en el primer productor mundial de productos tan esenciales para las nuevas «dietas paleolíticas» como la almendra y el pistacho, con más de tres millones de hectáreas dedicadas a estos cultivos; al tiempo, cada mes se importaban millones de toneladas de trigo, maíz, soja y pienso.
En la intrincada combinación de todos estos factores, desde el último mes de marzo, los viales de muchos supermercados, especialmente en los barrios menos afortunados, apenas reponían los productos de limpieza, bebidas y algunos no perecederos. Además de la subida de precios, los bloqueos de carreteras dificultaban el normal abastecimiento. En abril, los saqueos improvisados se convirtieron en un ritual de observancia corriente en todas y cada una de las grandes ciudades del país.
Un millón de personas en las calles de Madrid y al menos otros millón en Barcelona desfilaron aquel 15 de mayo entre las 12 y las 15 de la tarde. Formalmente convocada por los sindicatos y las asociaciones patronales, las manifestaciones acabaron por volverse contra sus convocantes. En Madrid, una columna de no menos de 35 mil personas se desvío del cuerpo principal en Cibeles y arrasó una docena de comercios para terminar en un asalto masivo al Corte Inglés de Callao. En Barcelona, y según una tradición bien conocida en la ciudad, el cierre del comercio en las grandes avenidas al paso del cortejo no impidió que una docena de tiendas de lujo fueran reventadas y saqueadas. Las asociaciones de comerciantes calcularon en no menos de 1.500 millones las pérdidas por los asaltos de los tres días siguientes. Una cifra asombrosa, por muy exagerada que fuera.
Imágenes de fuego, palizas indiscriminadas por parte de la policía y enfrentamientos violentos fueron emitidas en ciclo continuo en toda clase de dispositivos y pantallas durante tres días enteros
Pero a la luz de los acontecimientos, los daños materiales resultan anecdóticos. En esos días se contabilizaron los primeros muertos de una larga serie que se extendería a lo largo de las siguientes semanas. En el asalto al gran comercio madrileño, un guardia de seguridad nervioso y acosado por la multitud disparó al aire tres veces. En un sitio cerrado y abarrotado, una de las balas rebotó contra un objeto metálico incrustándose en el cráneo de una chica de apenas veinte años. La muerte desató la indignación de las protestas y una larga noche de saqueos, que la policía se empeñó en reprimir. Aquel día fue de hecho el primero de la Gran Represión desatada por el gobierno. Imágenes de fuego, palizas indiscriminadas por parte de la policía y enfrentamientos violentos fueron emitidas en ciclo continuo en toda clase de dispositivos y pantallas durante tres días enteros.
Algunas firmas del periodismo empezaron a hablar de un 15M negro o sombrío, en comparación con lo que calificaban como un 15M luminoso, verde o rosa. Al fin y al cabo, las grandes manifestaciones habían tenido lugar el 15 de mayo, el mismo día del año que explotara el movimiento de las plazas casi dos décadas antes. Y en efecto, los jóvenes que asaltaban supermercados, aunque fuera para abrir el camino a los ancianos del barrio, y los camioneros y furgoneteros que cortaban las carreteras, ya poco tenían que ver con la imagen rutilante de los universitarios de 2011. Ahora tampoco se hablada de democracia, ni del 99 % contra el 1 %, ni de proyecto de país, ni de revolución feminista. De hecho se hablaba poco, el estallido fue afásico. Aun cuando todos quisieran hablar sobre él.
El gobierno, que en invierno había vuelto a cambiar de signo, en manos ahora de la coalición progresista, agotó demasiado pronto su margen de acción. La Unión Europea, impotente testigo de otra extraña oleada de saqueos en Alemania, no pudo impedir que aquel país optara por la vía represiva contra los «antisociales». En el argot político de aquel país, entre los «dispuestos contra la sociedad» se contaban tanto los nietos de turcos y los hijos de los refugiados sirios de la década de 2010, como los escuadrones neonazis mezclados con una turba de empobrecidos nacionales. Desorientado como todas las instancias de decisión europeas, el gobierno español imitó a los alemanes, si bien con menos convicción. Antes, en una dirección tradicionalmente «progresista», había decretado una serie de programas de rentas mínimas, la rebaja del IVA para algunos productos y ayudas al consumo. Fueron un completo fracaso, al menos en lo que se refiere a su objetivo no declarado: contener los disturbios.
El perfil del encapuchado, vestido de oscuro y en ocasiones más moreno que lo que se espera del español típico resultaba más fácil de atacar que el pequeño empresario del transporte
En medio de una compleja madeja de presiones cruzadas que convendría estudiar, la maquinaria de la criminalización se puso en marcha. De forma previsible, el objetivo de la ira oficial fueron menos los protagonistas de los cortes de carretera que los jóvenes que descerrajaban supermercados. El perfil del encapuchado, vestido de oscuro y en ocasiones más moreno que lo que se espera del español típico resultaba más fácil de atacar que el pequeño empresario del transporte, padre de familia, pagano de todos los impuestos posibles. Aun cuando fueron estos, y no los jóvenes, quienes habían establecido el sistema de cortes que había producido el desabastecimiento. Pero la paradoja del chivo expiatorio, con sus inevitables y planificadas connotaciones coloniales, no funcionó. Lo impidió el elemento más imprevisto: el mismo ritual del asalto a los supermercados. Según una lógica no escrita, los muchachos del barrio solo intervenían para neutralizar la seguridad de los establecimientos; luego era «el barrio» el que entraba y participaba en el saqueo. En demasiados casos, la diferencia entre el protestante (legítimo) y el asaltante (criminal) no podía fijarse con suficiente claridad. La muerte a manos de la policía de otros dos chavales el 18 de mayo, dejó al Estado totalmente desnudo. Pero quien dice el Estado, dice muchas cosas: medios de comunicación, intelectuales públicos, los principales partidos políticos y casi todos los cuerpos públicos, desde la judicatura hasta la policía.
El día 19, un decreto ad hoc, inspirado en el estado de alarma de la pandemia de la covid-19, quebró definitivamente el relativo diálogo que hasta entonces gravitaba sobre los acontecimientos. El dictado estableció toques de queda parciales a partir de las 21:00 horas, detenciones sumarias y cárcel preventiva para los detenidos por saqueo o desordenes públicos, también suspendió algunas garantías en caso de detención. Todo ello fue acompañado de la típica liturgia de los grandes actos de Estado: imágenes de unidad de la clase política, solemnidad en las declaraciones e incontables celebraciones de los cuerpos de seguridad del Estado. Todo un éxito taumatúrgico y estadístico. Hacía el 15 de junio, los detenidos se contaban en 15.000. El número de muertos oficioso sumaba no menos de seis personas. Y eran más de cien los heridos graves, entre baleados, atropellados, ojos perdidos y quemados de tercer grado.
Y sin embargo, las protestas supieron adaptarse a la nueva situación. Transportistas y agricultores renunciaron a los cortes de carreteras según la parafernalia anterior: camiones cruzados, barricadas, puestos informativos. Ahora convocaban algo parecido a huelgas de celo, con tráfico lento que a veces producía atascos y bloqueos de horas a la entrada de las grandes ciudades. Algo parecido empezó a pasar en algunos supermercados, que quedaban prácticamente vacíos durante horas y luego, a una hora determinada, se abarrotaban con centenares de personas, y en el tumulto...
Lo más sorprendente de aquellos días es que no hubo ninguna batalla por el «relato», al menos ninguna explícita por parte de quienes protestaban. Naturalmente, los medios de comunicación emitieron sin descanso, como el desagüe de una cloaca. Sus mensajes eran aparentemente contradictorios, oscilando entre una empatía tímida y culpabilizadora y el llamamiento al estado de excepción. Pero en el fondo la cantinela era la misma: «Es preciso poner orden en la situación, cuanto antes». Una prueba de la distancia absoluta entre los manifestantes y las instancias oficiales, estaba en la consigna implícita entre los primeros de no dar razón alguna a los segundos. Cuando un medio se acercaba les gritaban «10 %» (dato del IPC anual de abril) y «tres euros» (precio del diésel).
Aún menos éxito tuvieron las lecturas de los profesionales de la política, ya fueran de izquierdas o de derechas. La coalición progresista, tras varios paquetes de promesas y medidas parciales, se rindió ante la gravedad de los hechos. Como se ha visto, abrió la espita a la solución represiva. Su fracaso resultó evidente cuando el término «Gran Represión» acabó por colarse incluso en los medios de comunicación. Pero tampoco la lectura de los movimientos sociales, en principio mejor preparados para entender la oleada de indignación desatada por una crisis que habían largamente anunciado, resultó mucho mejor.
El 8 de marzo previo se convocó con el lema «La crisis es sobre todo una crisis de cuidados». Tristemente, agricultores, transportistas y autónomos no tomaron aquella fecha como un día de protagonismo feminista. Los bloqueos de aquella semana fueron los más duros desde el comienzo del año, y acabaron en cargas violentísimas, que terminaron en la primera huelga de transportes de ese mismo fin de semana. Los días 8, 9 y 10 de marzo no se habló de otra cosas que de bloqueos, cargas policiales y sabotajes en el transporte.
Tampoco el movimiento ecologista tuvo mejor suerte. Una anécdota sirve aquí como catalizador de las interpretaciones. Desde el invierno, grupos activistas habían conseguido establecer contacto con algunas asambleas de transportistas y, en algunos casos, logrado formas de comunicación imprevistas. En uno de los muchos foros que se realizaron en primavera, se invitó a un viejo profesor universitario y conocido intelectual ecologista. Seguramente mal informado, el profesor tomó el foro como lo que no era, una clase para la expresión de su propia erudición y conciencia sobre la crisis ecológica, que también hacía de causa en la subida de carburantes. Tras media hora de conferencia improvisada y cuando el profesor empezó a clamar contra la dieta cárnica, uno de los conductores especializado en transporte animal, se levantó harto, gritando: «Cómete mi mierda, comelechugas». El profesor, de pie a su lado, cayó despedido por el ímpetu del conductor, con tan mala suerte que fue a dar con su cabeza contra las sillas de metal improvisadas en el corte de ruta. El profesor murió a los pocos días a causa del derrame producido por la concusión cerebral.
Para muchos dentro del movimiento ecologista, el trágico deceso mostró sin ambages la brutalidad lumpen de los protestantes: su incapacidad cultural para comprender una crisis multinivel y catastrófica. La alineación del movimiento con el gobierno no fue desde ese momento unánime, pero para una parte significativa (la más institucionalizada) quedó claro que la única posibilidad de amarrar la crisis climática pasaba por una dictadura verde, un «comunismo verde de guerra» llegó a decir alguno. La autoridad debía poner orden en las filas de los bárbaros «carbono-dependientes».
La extrema derecha se tuvo que debatir entre defender la acción de su tradicional clientela, entre los cuerpos de seguridad del Estado, o defender las protestas del «pueblo trabajador»
Paradójicamente la extrema derecha tampoco logró escapar a sus contradicciones. Desde antes de las elecciones, el partido había tratado de animar las protestas y dotarles de una legitimidad que carecían. Durante un tiempo, la triada soberanía, denuncia del globalismo y gobierno traidor pareció dar algún resultado. Su parca militancia (si bien quizás la única de un partido político parlamentario) se paseó durante meses por los cortes de ruta, cacareando contra el gobierno de turno, declarando las bondades del pueblo trabajador español y fichando de vez en cuando a uno u otro líder de las protestas. En parte por eso, las elecciones del invierno les fueron relativamente bien, estuvo a punto de vencer al partido de la derecha respetable, pero solo a costa de otorgar el gobierno a la coalición progresista. Dos o tres meses después, sin embargo, todo se echó a perder.
La primera quiebra se produjo cuando muchos transportistas y agricultores vieron con simpatía los asaltos a los supermercados y se negaron a señalarlos como cosa de «jóvenes, menas, negros y moros». La consigna espontánea «en el campo, en el camión y en el súper... SO-MOS LO MIS-MO» provocó sarpullidos en los ya viejos derechistas. Pero la bifurcación llegó más tarde, con las primeras embestidas policiales que llevaron a algunos al hospital y, de forma definitiva, con los primeros muertos de las jornadas de mayo. La extrema derecha se tuvo que debatir entre defender la acción de su tradicional clientela, entre los cuerpos de seguridad del Estado, o defender las protestas del «pueblo trabajador». No se la pudo acusar de falta de fidelidad: apenas dudó en ponerse del lado de la primera. En más de un sentido, la extrema derecha fue la autora intelectual del decreto gubernamental. Desde mayo, quedó alineada con el Estado, concretamente con la mano dura del Estado.
Hoy es 1 de julio. El calor abrasa los cerebros y los músculos. Ayer por la noche se rompió masivamente el toque de queda y se asaltaron dos comisarías: una en Valencia y otra en Granada. El gobierno ha decretado hoy por la mañana el estado de excepción. Cuerpos del ejercito marchan por algunas carreteras y circunvalaciones metropolitanas. Las protestas siguen: sin discurso, sin demandas concretas, tomando lo que pueden y repartiendo lo que toman. Quizás esta sea su verdadera palabra. Sin representación. Sin proyecto. Sin revolución. Nadie sabe muy bien cómo se pondrá de nuevo en orden en este caos. No hay duda de que el orden volverá a reinar en las calles, pero ya nada será igual.
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Pero esto ya ha pasado.
Pasó en Chile, en 2019.
Cada línea.
Ya sabemos cómo se desanuda.
Colección de topicazos a gusto del consumidor de izquierda universitaria. Dándole la razón a Manolín, confunde a los chóferes con transportistas e ignora que el grueso de los profesionales del transporte son conductores asalariados, muchos de ellos inmigrantes del este de Europa; claro, la clase trabajadora española sólo puede ser "trumpista": racista, machista, fascista y rabiosamente anti-ecologista. Los protagonistas de los saqueos, como no, "morenos" , sin especificar la latitud dónde tomaron el bronceado (podía ser Cádiz o Almería, ah no, que allí sólo hay fachas); la diferencia entre el "luminoso" 15M de la clase media universitaria versus el oscuro 15M de los sucios obreros protofascistas da que pensar sobre el papel de la izquierda (extrema incluida) en estos tiempos líquidos. Para terminar, decir que los conductores, en caso de hacer huelga, no cortarán carreteras en plan "piqueteros" argentinos sino que bloquearán las entradas y salidas de los polígonos y centros logísticos, puertos secos, etc. que es dónde se distribuyen las mercancías, demostrando con ello mucha más inteligencia revolucionaria que la que mana de las universidades.
Esto podría pasar, pero también podrían ir las cosas de otra manera. Depende de lo que hagamos ahora. Y podemos hacer muchas cosas, aunque parezcan poco influyentes.
Sin solución, nada tiene solución. Nos aventuramos al desastre...
Qué agotadora pasión por el desánimo y el negro futuro.
Mi opinión poco vale, tanto como cualquier otra, pero me surgen serias dudas de la necesidad de insistir de manera tan asertiva en la ausencia de un futuro mínimamente esperanzador.
Casi espero ver estos escenarios materializados para pensar que de algo sirvió (no sé exactamente de qué) tanto negro sobre blanco cincelando desesperanza.