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Opinión
Del conflicto interimperialista al reparto neocolonial de Ucrania

Desde el inicio, la infame invasión de Rusia a Ucrania evidenció un carácter que trascendía la mera ocupación territorial. Se trató, desde el primer momento, de un conflicto que respondía a dinámicas geopolíticas más amplias, con implicaciones que iban mucho más allá del legítimo derecho de Ucrania a la defensa o de la firme condena a la agresión rusa. La guerra en Ucrania debe entenderse como una expresión más de la pugna interimperialista entre dos bloques de poder: por un lado, la Federación Rusa, con sus propios intereses expansionistas y de influencia en la región; y por otro, la OTAN y Estados Unidos, que han instrumentalizado el conflicto para sus fines estratégicos en la recomposición del tablero geopolítico global.
El conflicto, lejos de ser un episodio aislado, hunde sus raíces en la crisis de 2014, cuando el Euromaidán y el derrocamiento de Víktor Yanukóvich marcaron un punto de inflexión en la orientación política y económica del país. A partir de ese momento, Ucrania quedó atrapada entre las presiones de Occidente para consolidar su adhesión al bloque euroatlántico y la reacción rusa, que no estaba dispuesta a tolerar una mayor penetración de la OTAN en su esfera de influencia. La anexión de Crimea y la guerra en el Donbás fueron las primeras manifestaciones de este choque de intereses. La narrativa occidental, que insiste en presentar el conflicto como una lucha entre democracia y autocracia, ignora deliberadamente el papel de las milicias ultranacionalistas ucranianas, la persecución de la población rusófona y la incorporación de facciones de extrema derecha en las fuerzas armadas oficiales de Ucrania. Esta realidad no justifica la agresión de Rusia, pero sí matiza la visión maniquea que los medios de comunicación dominantes han impuesto.
Estados Unidos, con su histórica política de desestabilización y control de zonas estratégicas, ha empleado a Ucrania como peón en su enfrentamiento con Rusia
El carácter interimperialista de la guerra queda aún más claro al analizar su desarrollo y sus consecuencias. Estados Unidos, con su histórica política de desestabilización y control de zonas estratégicas, ha empleado a Ucrania como peón en su enfrentamiento con Rusia. El flujo incesante de armas y la financiación masiva del esfuerzo bélico ucraniano por parte de Washington y sus aliados europeos no responden a un ideal altruista de defensa de la soberanía ucraniana, sino a un intento de desgaste prolongado de Rusia, al mismo tiempo que se fortalecen los complejos militares-industriales occidentales. Europa, por su parte, ha asumido un papel subordinado en la estrategia estadounidense, financiando el esfuerzo bélico con sus propios recursos y justificando una política de rearme que favorece únicamente a las grandes corporaciones de la industria armamentística.
En la fase actual del conflicto, asistimos al preludio de un reparto neocolonial del territorio y los recursos ucranianos. La Administración Trump, al suspender toda ayuda militar a Ucrania, la presiona para alcanzar una resolución rápida del conflicto, exigiendo la privatización de sectores estratégicos y otorgando a corporaciones estadounidenses el control sobre recursos clave. Rusia, por su parte, ya ha consolidado su control sobre el 20% del territorio ucraniano, estableciendo administraciones títeres en las zonas ocupadas y asegurando sus corredores estratégicos en el Mar Negro. En este escenario, Ucrania, lejos de ser un sujeto soberano en la toma de decisiones, se ha convertido en una ficha secundaria en la mesa de negociación entre potencias.
La Unión Europea, mientras tanto, ha sido reducida a un actor irrelevante que ha encontrado en la guerra una excusa para justificar su reindustrialización militar. La paranoia belicista ha servido como pretexto para el aumento del gasto en defensa y la consolidación de un mercado armamentístico europeo que beneficia a las grandes corporaciones del sector. Sin embargo, la supuesta amenaza rusa carece de fundamento real, si Moscú, tras años de guerra, ha sido incapaz de doblegar a Ucrania, resulta inverosímil imaginar que esté interesado en emprender una ofensiva contra la totalidad de la UE, sabedor de que sus ejércitos superan con creces la capacidad militar rusa. Lo que realmente subyace en esta estrategia es la creación de una economía de guerra permanente, donde los presupuestos estatales se desvían hacia el complejo militar-industrial en detrimento de las políticas sociales.
Como en todas las guerras imperialistas, son las clases populares quienes pagan el precio, sin haber ni elegido ni deseado el conflicto, mientras quedan reducidas a ser meras espectadoras del delirio belicista de unos pocos. Mientras los oligarcas rusos y los grandes empresarios estadounidenses se reparten las ganancias del conflicto, son los trabajadores rusos y ucranianos quienes mueren en los frentes de batalla. La guerra, lejos de responder a los intereses de los pueblos, solo sirve para enriquecer a la élite que la promueve.
Editorial
Guerra a la guerra
De ahí que la posición de la izquierda revolucionaria no pueda ser otra que el rechazo categórico a la guerra y al rearme. Decir “No a la guerra” no es una postura neutral, sino un posicionamiento claro contra la militarización, el expansionismo imperialista y la lógica del saqueo neocolonial. Las mismas fuerzas que ayer justificaban el envío de armas a Ucrania ahora se enfrentan a la contradicción de rechazar el rearme de Europa. Pero no puede haber ambigüedades, o se está del lado de los pueblos y de la paz, o no se entiende que la guerra solo logra la perpetuación del orden capitalista que necesita la guerra como motor de acumulación y dominio.
Es urgente reconstruir una alternativa política basada en el internacionalismo y la solidaridad de clase entre los pueblos. Solo la lucha contra el imperialismo en todas sus formas puede evitar que la clase trabajadora siga siendo la carne de cañón de los intereses de las élites económicas. El rechazo al conflicto en Ucrania no es una cuestión de neutralidad, sino de coherencia revolucionaria: ni con la OTAN ni con Putin, ni con el expansionismo occidental ni con el neozarismo ruso. Solo una salida basada en la transformación social, la autodeterminación real de los pueblos y en la desmilitarización del continente puede abrir el camino a una paz justa y duradera.