Opinión
Caretas y máscaras carnavalescas

La derecha españolista hegemónica del país usó unas máscaras que, a partir de la moción de censura y la firma de un gobierno de coalición del PSOE con Unidas Podemos, se volvieron progresivamente más grotescas.
Ayuso Abascal
Cartel en un comercio barcelonés. Álvaro Minguito
27 feb 2024 06:00

Cómo vino la semana de Carnaval este año: como el viento en la playa gaditana de cortadura, volteando. Y es que durante el fin de semana carnavalero, antes de las elecciones gallegas, aparecieron en el teatro de la opinión pública unas caretas que descomponen las máscaras lucidas, con ahínco callejero y judicial, por los atuendos peperos de la nueva normalidad —que cuenta con retales profundos de normalidades vetustas—. 

La careta desplegada por Feijóo en la mentada cena con 16 periodistas —al día siguiente de la carta de Puigdemont a los eurodiputados por las investigaciones del parlamento europeo a la injerencia rusa durante el procés— fue puesta a la luz de la prensa escrita al día siguiente, primer viernes de Carnaval. Una careta que desfiguraba las máscaras paseadas en un otoño e invierno ‘patrióticos’ —como la trama policial del exministro del Interior, Jorge Fernández Díaz—. 

Una gobernabilidad no apta para “los enemigos de la nación”, que resultan ser todos los que no son ellos

Unos meses en los que fluyeron las neurosis españolistas con el desfogue y el entrenamiento de pasear rojigualdas de todo tipo contra la ley de amnistía al independentismo catalán. Fluidos patrióticos del nacionalismo español que se hicieron sentir hasta doce días antes del sonado off the records a cargo del líder nacional pepero. Un domingo más se volvían a juntar ante la aparente inminencia de la aprobación legislativa de la ley. Lo hacían convocados por la cúpula del PP, después de que ésta hubiera presentado una enmienda a la totalidad —apoyada por Vox— que implicaría la ilegalización de los partidos soberanistas al proponer constituir un nuevo delito en el código penal: “la deslealtad constitucional” —eso solucionaría, por otra vía, los problemas de acceso al poder Ejecutivo central que han vivido tras el fracaso de los objetivos de la ofensiva desplegada en estos últimos cuatro años—. Esa última congregación fue dos días antes del ‘no’ de Junts al texto pactado con el PSOE, cuando Puigdemont parecía poder ser investigado por los delitos de ‘terrorismo’ y ‘alta traición’. 

Pero qué pensaron los españolistas, al conocer las declaraciones de Feijóo en aquella cena con periodista, de su despliegue del pasado noviembre cuando Madrid se teñía de rojigualdas varias cada tarde, y algunas mañanas de fin de semana demasiado soleadas. El ‘noviembre nacional’, cuando trataban —las derechas españolistas— de convertir su frustración, por no poder gobernar a dúo, en indignación patrimonializadora y expresión grotesca de desprecio y odio contra el proceso de configuración del bloque plurinacional para la gobernabilidad. La gobernabilidad, aquella que siendo tan mentada por ‘las personas de bien’ (Milei y Ayuso dixit), las gentes de ‘ley y orden’, parece convertida en un sacramento destinado únicamente a ellos —los que tienen la idea de “España, como dios manda”—. Una gobernabilidad no apta para “los enemigos de la nación”, que resultan ser todos los que no son ellos y que, para su desgracia esencialista, hasta nueva orden, somos mayoría social, y no solo parlamentaria. 

Si lo pensamos es normal que no entiendan cómo el país no ha terminado siendo su feudo, dados los últimos siglos de violencia sobre todos esos Otros, desplegada a lo largo y ancho de los diferentes territorios. Cómo quedan tantos que no seamos nosotros, se deben preguntar desorientados en el fondo, antes de cuestionarse si las penúltimas palabras de Feijóo implicaban un uso partidista de su tiempo y fervor. Votos para Vox u olvido, después del subidón por la mayoría absoluta en Galicia.

Aznar invoca el consenso que, entre otras cosas, estabilizó lo logrado en la acumulación primitiva, con violencia exterminadora de un sector ingente de la población

Y qué pensó, durante el Carnaval, “el nuevo guía espiritual de occidente” con el giro público de guion del líder nacional —después burda pero, a estas alturas, eficazmente desmentido—, cuando pareciera escucharse, desde ‘su inconsciente aznariano’, la decepción de no tener el país casi ‘bajo palio’ tras haber pasado por el sufragio universal, cuando exhortaba: “España no puede volver a un sistema basado en la exclusión, el sectarismo y la destrucción programada de la nación” (...) mientras “los sucesivos gobiernos que han resultado de las alianzas de la izquierda y el secesionismo —la imagen de los otros— han  liquidado el consenso político y “la entrega del socialismo al secesionismo”, a cambio de “mantener el poder”, es “el hecho más destructivo” que “ha padecido la democracia”. Unas afirmaciones parecidas a las de los juristas que presentaron el libro para la Comisión de Venecia la pasada semana, mientras el ABC titulaba: “Villarejo se suma a la ‘cacería’ iniciada por el ‘gobierno’ contra el juez García-Castellón”, al tiempo que el Supremo rechazaba las denuncias de lawfare y prevaricación presentadas por Podemos.

Una vez más, Aznar invocaba el consenso que, entre otras cosas, estabilizó lo logrado en la acumulación primitiva, con violencia exterminadora de un sector ingente de la población, consolidando y legitimando la forma estructural de poder con la que terminó aposentándose la democracia liberal, después de haber sido destruido el impulso democratizador radical (de raíz) de los años 30s. Una monarquía constitucional a la que se debía desembocar finalmente. Por lo que, pese al empuje popular desde abajo, la lucha del antifranquismo y la violencia sufrida también durante la transición, podía dar comienzo —en plena Guerra Fría y con la crisis sistémica de los 70s que precedió el giro de los 80— la narrativa de “su democracia”. Una democracia apropiada, es decir, sin los fantasmas populares que había implicado durante todo el siglo XIX y parte del XX, hasta ejecutarse “el —brutal— trabajo de la paz franquista” sobre el cuerpo social.

Pues bien, el meollo de lo sucedido antes de las elecciones gallegas son las máscaras y caretas portadas por el PP en un baile desplegado entre escenarios y bambalinas. Un danzar atravesado, primero, por el noqueo y la decepción del 23J —“con el electorado de bajón”, como decía Feijóo en septiembre ante el último gobierno autonómico pactado con Vox en Murcia—. Después, por la frustración de la investidura fallida: la constatación de lo imposible para disgusto de ‘los dueños y señores’ de “la España real (…) la fiel” (Ayuso dixit); el golpe de realidad: la imposibilidad de un encaje entre los socios disponibles para acordar el poder ejecutivo en ‘el país real’ que dibujó la representatividad del sufragio universal en el presente. Un presente en el que son impracticables aquellos acuerdos a la antigua usanza —propios de la estabilidad del sistema de partidos dibujado en 1978— con los equilibrios conservadores brindados por los partidos hegemónicos de los nacionalismos periféricos como pivotes preparados para pactar con uno de los dos partidos fuertes del bipartidismo, mientras las izquierdas quedaban fuera del cotarro. 

Lo cierto es que en Catalunya el PSOE es fuerte y haber ganado el enclave andaluz no es suficiente, quién lo iba a decir, para gobernar con Vox

Por último, el PP danzó un baile cruzado por la mentada neurosis del nacionalismo centrípeto reactivado tanto en la calle como en las instituciones, concretamente en el poder judicial. Porque ya lo dijo Aznar consciente de que “acumula energía cívica, institucionalidad y masa crítica nacional para impedir que este proyecto de disolución nacional se consume”. Respecto al poder acumulado en la institucionalidad de la justicia para impedir consumaciones ha quedado constatado. En realidad, ya nos daba pistas el hecho de que el Consejo General del Poder Judicial siga con los nombramientos realizados según una relación de fuerzas parlamentarias que no existen desde que Rajoy ganó sus últimas elecciones. 

De hecho, viendo las tácticas explícitamente judiciales de algunos personajes con toga, y no sólo las declaraciones de las asociaciones de juristas y del propio CGPJ, tampoco teníamos muchas dudas al respecto: cualquiera que haya militado en los movimientos sociales, o seguido lo que ocurre en su país sin terminar siendo apolítico a lo tardofranquista o ‘el pueblo sin atributos’ que nos explica Wendy Brown, lo sabe bien, tanto si el activismo político tuvo lugar con mucha anterioridad, poco antes, durante o después del Procés, a lo largo y ancho de todo el país. Sin olvidar la historia de las causas contra Podemos. 

Por no hablar de la impunidad del franquismo, sellada con el comportamiento de los tribunales. Jueces escudados en diferentes argumentos —discutibles por la interpretación inherente al derecho, con principios fundamentales en juego como la irretroactividad y el principio de legalidad penal, pero rebatibles con el derecho internacional en la mano—, entre los cuales —como predilección nacional— hemos tenido la vigencia de la Amnistía —la aprobada por el Congreso en octubre de 1977—. 

Lo cierto es que después de todas las protuberantes máscaras desplegadas, el giro de Feijóo ocurrió haciendo honor al momento carnavalesco. El Carnaval desnuda la realidad a través de las máscaras que cubren las caretas que llevamos cada día o, al revés, con las caretas ocultamos las máscaras con las que vivimos. En estos meses, siguiendo la estela de estos años —que, a su vez, eran fruto de surcos anteriores: los que cumplirán 20 años el próximo 14 de marzo con el aniversario de los atentado de Atocha del 11M—, la derecha españolista hegemónica del país usó unas máscaras que, a partir de la moción de censura y la firma de un gobierno de coalición del PSOE con Unidas Podemos (izquierdas estatales), se volvieron progresivamente más grotescas. 

Unas máscaras que involucraron a poderes del Estado hasta llegar a la semana de la declaración de los fiscales del Supremo acerca de investigar por terrorismo los hechos acaecidos, después de la sentencia del juicio al procés, en el marco del Tsunami Democràtic. La grotesquidad se reforzó con el informe de los fiscales del Supremo de esta semana, que lo calificó como “grupo terrorista” y a Puigdemont como su líder “absoluto”, pese a que finalmente la teniente fiscal del Supremo no ha visto indicios para la acusación al eurodiputado de Junts.

La verdad es que el expresidente de Galicia tiene de dónde tirar, como Aznar, y por eso se lució en aquella cena tanto en las máscaras como en las caretas, dentro de la normalidad de un cacique que tiene impunidad ante la prensa en petit comité, si se comprende la situación frustrante que las urnas le dejaron. En Catalunya el PSOE es fuerte y haber ganado el enclave andaluz no es suficiente —quién lo iba a decir— para gobernar con Vox. Hay que comprender tanto el desasosiego del candidato más votado sin mando, como su manejo de todas las posibilidades para gobernar el país que, de vuelta, para eso es suyo —pensaría Fraga, como parte de la tradición franquista sin complejos—. 

Un movimiento táctico el de Núñez Feijóo, sin medida ni reflexión, ante el futuro que señalaba la carta escrita por Puigdemont, que en la cabeza del expresidente gallego se podía explicar siguiendo una línea de continuidad, usando las palabras oportunas y no las suyas, con la milonga que él venía sosteniendo: “la diferencia es que yo dije que no” porque —es sabido— “la amnistía es inconstitucional”. Sin embargo, no cuajaron bien los comentarios porque la prensa nacional no es la provincial gallega, por eso llegó Ayuso hablando de la izquierda y los saraos, mientras él acusaba a los periódicos de manipulación. Ya no se puede contar ni con los voceros haciendo su trabajo, a favor, dándoles los comentarios en bruto, qué contrariedad, lapsus de contextos. 

Hay que entender que todo ha pasado muy deprisa para Feijóo y, estando de campaña en Galicia, le debieron llegar recuerdos de control tácito y omertá, de su presidencia en la Xunta, y se olvidó del cambio de escenario. Él que sabe bien lo que es tener la prensa hegemónica territorial a favor haciendo su papel. Qué recuerdos nos trae también a las demás, pero a nosotras del ‘Nunca Máis’. Recuerdos tanto de la prensa como del PP gallego y nacional en el poder, tras haberse cumplido, el pasado noviembre, los 21 años de la marea de chapapote en las playas galegas como consecuencia de la vergüenza y el desastre de actuación ante el hundimiento del Prestige. Una memoria de las playas negras y la densidad del crudo atravesado en la arena que se reaviva, ahora que las costas están contaminadas por pellets, y el PP revalida su mayoría absoluta.

Así las cosas, en el momento de la publicación de la verdad sobre los intentos desesperados para la investidura la cosa estaba clara, tocaba recular y seguir con las falacias culpabilizadoras que tan abonadas están por los discursos que interpreta Ayuso, con naturalidad alucinada, desde la pandemia: han sido la izquierda y sus mentiras. Por no mencionar el uso —con un desparpajo asombroso si tenemos en cuenta todos los cargos peperos en el trullo y la impunidad del “M. Rajoy”— de las creencias obtusas conservadoras que están solidificadas en los sentidos comunes, a partir de los 40 años de dictadura, en relación a la justicia: ya se sabe, los jueces tienen siempre razón y son intocables —aunque exista el delito de prevaricación, el derecho sea interpretable, por lo que se constituyeron instancias, y la justicia sea un poder del Estado, por lo que existe la división de poderes—. Nada, según las estructuras de los imaginarios del poder provenientes de la normalización del nacional-catolicismo, un juez siempre tiene razón y es impoluto como figura de autoridad. Pocas veces el corporativismo de un poder estructural de todo Estado se sintió más liberado.

Mientras, si una “huida de la justicia” por el procés habla, lo que dice es seguro mentira: qué credibilidad tiene alguien investigada por un juez —“algo habrán hecho” (como la justificación de la represión y desapariciones forzadas durante la dictadura de Videla en Argentina)—. ‘Un delincuente’ carece de credibilidad siempre, según estos imaginarios. Un imputado no dice nunca la verdad porque, de vuelta, no es ‘una persona de bien’ (no es como nosotros). No es de los nuestros, aunque la corrupción sistémica sea marca de la casa —propiedad de facto—.

Porque una diputada de ERC, Teresa Jordà, puede ser tildada de mentirosa y desacreditada automáticamente por el grupo al que pertenece cuando sea menester, en este caso al mencionar lo que le dijo Carlos Floriano, según señale el icono del españolismo madrileño, que al ser referente del grupo de pertenencia continúa con su impunidad acrecentando su inmunidad, como demuestra una vez más con las últimas declaraciones sobre los muertos —sin seguro privado— de las residencias públicas de la Comunidad de Madrid. La vieja jugada es sencilla, eficaz y siniestra, como decía una noble en el guion de La Vaquilla (Berlanga,1985) para quedarse con la titularidad de todas las tierras: “diga que han sido los rojos (…) los rojos son capaces de todo”.

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