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Energía nuclear
Reflexiones sobre Fukushima

Artículo publicado originalmente en Beyond Nuclear International.
El 11 de marzo de este año, y todos los años desde 2011, reflexionamos sobre lo que ocurrió aquel día en la central nuclear de Fukushima-Daiichi, en Japón, y sobre las repercusiones que siguen teniendo. La tragedia interminable.
En marzo de 2011, la catástrofe nuclear de Fukushima ocupó las 24 horas del día los 7 días de la semana. Poco a poco, los medios perdieron interés. Nuevas catástrofes, también provocadas por el hombre, pasaron a dominar los titulares.
Las historias de daños continuos, de dolor físico y psíquico, enfermedad y muerte, desplazamientos, separación familiar y demandas desestimadas o perdidas, se cuentan a menudo a través de los megáfonos de madres japonesas desesperadas, decididas a no permitir que un destino semejante se abata sobre otra generación. Son las nuevas Hibakusha, las Casandras de Japón, que dan la voz de alarma pero están condenadas a no ser creídas o a ser ignoradas.
Las historias de daños continuos, de dolor físico y psíquico, enfermedad y muerte, desplazamientos, separación familiar y demandas desestimadas o perdidas, se cuentan a menudo a través de los megáfonos de madres japonesas desesperadas, decididas a no permitir que un destino semejante se abata sobre otra generación.
Porque habrá otro gran desastre nuclear. Y Japón, sorprendentemente, se está alineando para ser un fuerte candidato. Un país que ha sufrido la segunda peor catástrofe nuclear de todos los tiempos, y que tiene una gran actividad sísmica, está tratando no sólo de reabrir sus viejos reactores, sino de explorar la posibilidad de construir otros nuevos, incluidos pequeños reactores modulares.
La única lección del desastre nuclear de Fukushima que parecen haber aprendido los sucesivos gobiernos japoneses es cómo minimizar, encubrir e incluso desestimar y negar sus devastadores efectos medioambientales y sanitarios.
Lo ha hecho blanqueando sistemáticamente las secuelas de Fukushima: celebrando los Juegos Olímpicos de Verano (retrasados un año sólo debido al covid, no a los inaceptables niveles de radiación); trasladando a la población de nuevo a zonas aún contaminadas; atribuyendo las altas tasas de cáncer de tiroides al aumento de las pruebas; prohibir que las escuelas enseñen a los niños sobre los daños de la radiación; y, por supuesto, verter agua radiactiva del emplazamiento en el Océano Pacífico para que los antiestéticos barriles de almacenamiento de aguas residuales -un recordatorio perpetuo de la continua acumulación de agua radiactiva en el emplazamiento- desaparezcan de la vista junto con las malas relaciones públicas.
El 1 de enero de 2024, un terremoto de magnitud 7,6 sacudió la península de Noto, cerca de la central nuclear de Shika. Se derrumbaron edificios, se evacuó a 100.000 personas y se emitieron alertas de tsunami. Surgieron historias contradictorias sobre si los reactores de Shika, afortunadamente apagados en aquel momento, habían sufrido daños duraderos o si se habían producido vertidos radiactivos. Los residentes de la zona han exigido una investigación.
Surgieron historias contradictorias sobre si los reactores de Shika, afortunadamente apagados en aquel momento, habían sufrido daños duraderos o si se habían producido vertidos radiactivos. Los residentes de la zona han exigido una investigación.
Se evitó la catástrofe porque hubo suerte. La próxima vez puede que no.
Todo esto debería servir de advertencia y no sólo a Japón, por supuesto. No hace falta un terremoto ni un tsunami -ni siquiera una guerra, como estamos viendo en Ucrania, cuyos reactores siguen en riesgo perpetuo- para provocar una catástrofe nuclear. Los márgenes de seguridad de las centrales nucleares son tan frágiles que incluso algo tan insignificante como la caída de una rama de un árbol podría desencadenar un accidente si los reactores se quedan sin energía, tanto fuera como dentro de las instalaciones.
No hubo guerra ni terremoto ni tsunami en Ucrania en 1986 cuando explotó la Unidad 4 de Chernóbil. Ni en Pensilvania en 1979 cuando se fundió el reactor de la Unidad 2 de Three Mile Island. Ni en Nuevo México, más tarde, en 1979, cuando 90 millones de galones de líquido radiactivo y mil cien toneladas de residuos sólidos de laminación estallaron de la balsa de residuos de la planta de uranio de Church Rock, contaminando permanentemente el río Puerto.
Lo que hubo allí, en cada ocasión, fueron seres humanos que cometieron errores catastróficos con una tecnología altamente peligrosa y obsoleta que, incluso en un buen día, causa daños a la salud humana y en uno malo puede dejar un legado mortal y duradero, como hemos visto en Fukushima.
Todos esos errores humanos eran evitables. Y siguen siéndolo, siempre que eliminemos el objeto de la falible responsabilidad humana: las centrales nucleares, intrínsecamente peligrosas.
El único legado digno de la catástrofe de Fukushima, 14 años después y todavía en marcha, es abandonar definitivamente el uso de la tecnología nuclear.
Traducción de Raúl Sánchez Saura.