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Artículo publicado originalmente en Far-Near.
El pueblo y los paisajes japoneses siguen sintiendo los interminables impactos de una catástrofe nuclear ocurrida hace una docena de años. Miles de bolsas negras ensucian la zona de exclusión de Fukushima encerrando tierra radiactiva y basura sin ningún lugar adonde ir. Japón ha comenzado a verter millones de toneladas de aguas residuales radiactivas al mar. A la muerte y destrucción del terremoto y el tsunami -una tragedia en sí misma- se sumó la calamidad nuclear.
El 11 de marzo de 2011, un potente terremoto submarino desató el diluvio que inundó la central nuclear de Fukushima Daiichi, gestionada por la Compañía Eléctrica de Tokio (TEPCO), provocando la liberación de radiación nuclear mortal. Invisible y moviéndose sin control, la radiación sigue contaminando el suelo, el aire, el agua y las vidas que ha tocado. El gobierno japonés fue responsable no sólo de crear las circunstancias de negligencia que provocaron el accidente, sino también de agravar los efectos de la lluvia radiactiva mediante una respuesta tardía y opaca que restó importancia a la gravedad de la catástrofe.
El gobierno japonés fue responsable no sólo de crear las circunstancias de negligencia que provocaron el accidente, sino también de agravar los efectos de la lluvia radiactiva mediante una respuesta tardía y opaca que restó importancia a la gravedad de la catástrofe.
Aunque la crisis fue desencadenada por desastres naturales, la catástrofe nuclear que siguió fue profundamente provocada por el hombre. El difunto geógrafo Neil Smith describe la «antinaturalidad» de desastres como el de Fukushima: «Los contornos del desastre y la diferencia entre quién vive y quién muere es, en mayor o menor medida, un cálculo social».
Tras el desastre nuclear, Japón pasó a una necesaria estrategia de supervivencia y recuperación tras la catástrofe que puede caracterizarse con el término «resiliencia», definido por la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres como la capacidad de «resistir, absorber, acomodarse y recuperarse de los efectos de un peligro de manera oportuna y eficiente, incluso mediante... la preservación y la restauración...». Sin embargo, la resiliencia se invocó y experimentó de dos formas distintas tras Fukushima: la recuperación del Estado y la recuperación de las personas.
La resiliencia, un término originario de la ecología que describe la vuelta de las especies al «equilibrio» tras una conmoción ambiental, se ha convertido en una palabra de moda en muchas disciplinas. El geógrafo urbano Tom Slater analiza el modo en que el discurso de la resiliencia se integra perfectamente en los nostrums neoliberales evocando la «naturalidad» evolutiva de los procesos biológicos, enmarcando las agendas impulsadas por el mercado como inevitablemente interrelacionadas con ciclos continuos de crecimiento adaptativo.
Según la socióloga Kathleen Tierney, la resiliencia es un lenguaje políticamente seductor, ya que «se opone a las nociones de control jerárquico y, en su lugar, hace hincapié en la capacidad de los sistemas para autoorganizarse en múltiples escalas». En los círculos que rodean al gobierno japonés, la retórica de la resiliencia validó el despliegue vertical de programas de revitalización impulsados por el mercado y la participación del sector privado, justificando el fracaso a la hora de proporcionar información, vivienda y recursos adecuados a las comunidades desplazadas. El pueblo japonés respondió a la despreocupada falta de prestación de servicios públicos por parte del gobierno encarnando un tipo diferente de resiliencia movilizada de abajo arriba, a través de protestas, activismo y redes informales de información.
El pueblo japonés respondió a la despreocupada falta de prestación de servicios públicos por parte del gobierno encarnando un tipo diferente de resiliencia movilizada de abajo arriba, a través de protestas, activismo y redes informales de información.
«Recuperarse» y otros neologismos de resiliencia defendidos por el Estado están intrínsecamente reñidos con la irreversibilidad de los residuos nucleares. La traducción japonesa de resiliencia, «fukkō» (復興), se empleó como eslogan para construir «aparatos de captura [del capital]» a partir de la crisis, según Sabu Kohso en su libro de 2020 Radiación y revolución. En lo que Kohso denomina el «Estado-nación capitalista nuclear», el Gobierno se esforzó por «reconstruir mejor» y rejuvenecer la economía nacional en medio de una crisis sin precedentes aplicando una serie de reformas fukkō. Estas reformas incluían recortes del gasto público, incentivos fiscales dirigidos a los inversores internacionales y la adjudicación de contratos de construcción, todo lo cual resultó finalmente ventajoso para las empresas nucleares y otros actores privados en el «negocio de la reconstrucción».
El gobierno utilizó la catástrofe convenientemente para obtener beneficios, transfiriendo aún más la riqueza de la nación a las élites, al tiempo que empobrecía aún más al pueblo. TEPCO se eximió a sí misma de responsabilidad por la catástrofe nuclear cuando se refirió a la radiación como un «objeto sin dueño» (無主物), absolviendo así cualquier responsabilidad propia por la limpieza de la radiación emitida por los propios reactores nucleares de TEPCO.
Documentos estratégicos como el Libro Blanco del Gobierno de 2012 titulado «Hacia una sociedad robusta y resistente» se publicaron con la intención de «alimentar los sueños y esperanzas de la gente», según el sociólogo especializado en estudios sobre catástrofes Thierry Ribault. La profesora de estudios poscoloniales Ashley Dawson explica que «parte del poder del término resiliencia reside en la pura esperanza que ofrece», ya que la esperanza permite eliminar el miedo. Por tanto, la resiliencia muta en lo que Ribault llama una «tecnología del consentimiento», una herramienta para que las comunidades que sufren sean más tolerantes con situaciones terribles. Sirve para desviar la atención y perpetuar las circunstancias políticas y sociales que originaron la crisis nuclear de Fukushima.
Por tanto, la resiliencia muta en lo que Ribault llama una «tecnología del consentimiento», una herramienta para que las comunidades que sufren sean más tolerantes con situaciones terribles. Sirve para desviar la atención y perpetuar las circunstancias políticas y sociales que originaron la crisis nuclear de Fukushima.
Al situar la radiación como un objeto sin dueño e imponer una narrativa de trauma compartido que puede mitigarse mediante la esperanza colectiva, las autoridades trasladan la carga de las consecuencias de las partes cómplices a las propias personas más perjudicadas.
Sigue en la segunda parte.
Traducción de Raúl Sánchez Saura.