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La vida y ya
Una bellota en el bolsillo
Llegó un mensaje: “Día triste, se nos vuelven a quemar nuestros árboles de la Virgen de la Cabeza, justo veinte años después”.
Hay varias palabras relevantes en el mensaje. Triste. Quemar. Nuestros. Es justo esta última la que le da sentido a la primera. Es triste porque ese lugar (un paraje con una ermita a la que se llega después de una caminata larga por dehesas de alcornoques) tiene un significado íntimo para las personas que formamos parte del grupo al que iba dirigido el mensaje. Para mi familia.
Desde hace ya muchos años nos juntamos para andar hasta ahí una vez al año. Hemos hecho esta caminata durante distintas generaciones. Siendo jóvenes. Con hijas en la tripa. Con los que fueron bebés convertidos en adolescentes. El camino está lleno de olores que te devuelven a la sensación de abrir un armario lleno de flores de lavanda. Aunque haga frío, el sol siempre nos deja tumbarnos sobre la hierba que nos acoge para descansar un rato después de comer. Mientras, las niñas y niños suben y bajan por los canchos de granito y los árboles como si la palabra cansancio no existiera.
Cada vez que vamos guardo en el bolsillo alguna bellota. Las dejo ahí un tiempo. Me gusta encontrarlas cuando meto las manos para esconderlas del frío.
Leí que las personas de los pueblos originarios dicen que cuidar las semillas es cuidar mucho más que una planta. Es proteger todo el conocimiento que está alrededor de esa variedad. La forma de cultivarla. Su potencial para alimentar o para curar. Las distintas formas de cocinarla. Por eso, cuando desaparece una especie, se pierde mucho más que la diversidad genética.
Leí también que una campesina indígena decía que las semillas que se pasan de una generación a otra transmiten una herencia ligada al territorio, a las formas de vida. Que una semilla es mucho más que lo que se ve. Mucho más que la vida que puede desarrollar si tiene agua y sol y nutrientes. Porque esa semilla cobra sentido cuando está en interacción con todo lo demás. Con lo que permite que esté viva. Las plantas crecen pegadas al resto de seres vivos que les rodean y a un montón de elementos culturales y simbólicos.
Eso es lo que significa “nuestros” árboles de la Virgen de la Cabeza. No en el sentido de que ese camino sea nuestro como propiedad, sino como algo emocional que nos liga a este territorio. Y es justo eso, ese vínculo emocional que hemos vivido y aprendido (las conversaciones mientras caminamos, mirar en silencio la forma de los alcornoques, beber agua fresca con la sed que da el caminar), lo que nos hace querer protegerlo, cuidarlo, desear que siga existiendo para las generaciones que vengan después.
Algunos alcornoques en el incendio de hace veinte años consiguieron resistir las llamas gracias a la corcha que los protegía. No sé qué pasará esta vez. En un tiempo caminaremos hasta allí para verlo.