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Insólita Península
Espaldas de Villafáfila
Otero de Sariegos forma parte del catálogo de despoblados peninsulares. Para ser exactos, alguno de los últimos datos oficiales le atribuye un habitante y la prensa local da cuenta de la mínima actividad de su iglesia, así que quizá nos encontramos ante un enclave casi despoblado.
Para contemplar las lagunas de Villafáfila (Zamora), me detuve una tarde de escasa luz junto a la localidad de Otero de Sariegos. Allí han restaurado un palomar a modo de observatorio y, con la ayuda de unos prismáticos, desde él puede contemplarse en la lejanía el ir y venir pausado de las aves migratorias sobre el agua. Pero sucede que la sequía ha reducido el tamaño de las lagunas y, para el neófito en asuntos ornitológicos, toda esta ceremonia ocurre a demasiada distancia, con unos códigos difíciles de descifrar. Así que es aconsejable leer lo que los carteles cuentan sobre la Reserva de Las Lagunas de Villafáfila: se trata de una de las zonas húmedas más importantes de Europa; en este espacio “se concentra casi el 50% de las aves acuáticas invernantes en Castilla y León”; destacan por su espectacularidad las poblaciones de ánsares comunes que aparecen entre octubre y marzo. Dicho queda.
Continué la visita y, al colocarme en el otro lado del mirador del palomar, en el lado opuesto a la laguna de Salina Grande, me sorprendió la visión de un palomar derruido y de un pueblo que parecía abandonado.
Otero de Sariegos forma parte del catálogo de despoblados peninsulares. Para ser exactos, alguno de los últimos datos oficiales le atribuye un habitante y la prensa local da cuenta de la mínima actividad de su iglesia, así que quizá nos encontramos ante un enclave casi despoblado. De cualquier forma, despoblado o casi despoblado, el abandono y el silencio son lo único que emerge al contemplar sus calles. De modo que, por un lado, se hallaba el palomar rehabilitado para la causa del turismo y, por otro, a escasos metros, un pueblo perdido para cualquier causa.
Y en ese contraste me detuve y trato de rescatarlo ahora, porque creo que es el contraste perenne de las tierras castellanas. En una calle, el hipotético futuro servido al gusto de los visitantes urbanitas; en otra, el pasado como un territorio arrasado por el tiempo, imposible ya de recuperar.
En Otero de Sariegos ese pasado cuenta con un símbolo: la miríada de palomares arrojados entre las tierras de cultivo. En otro tiempo fueron un recurso para la vida de la zona, una forma de criar aves para el sustento. Pero hoy esos palomares de adobe se derriten, se desmoronan poco a poco. Todavía resisten algunas tejas sobre la techumbre. Alguien quiso en algún momento reforzar los muros con ladrillo. Se intuye la fisonomía original del edificio, su armonía. Ahora bien, lo que mejor se aprecia es su hundimiento, el modo en que la tierra de los adobes se funde con la tierra de los campos.
Los palomares colindantes con las lagunas de Villafáfila tienen la extraña virtud de que su desaparición no ofrece las disonancias tan frecuentes en otras construcciones. No se observan en ellos cristales rotos, hierros arrancados de cuajo ni restos de muebles desvencijados. Tan solo se hunden y son absorbidos por el campo que los vio nacer. Los adobes se convierten en terrones.
Me doy cuenta del riesgo de caer en una recreación con pretensiones estéticas de la decadencia del campo castellano. Recreación a la que creo que son alérgicos quienes quieren y cuidan esa tierra de cielos inmensos. Lo único que quisiera apuntar aquí, o al menos intentarlo, es que un recorrido ocasional por tierras zamoranas, ese recorrido que puede ser común a cualquier viajero de interior, coloca a quien lo vive en una notable confusión. Las imágenes son demasiado dispares.
En una visita de invierno a la meseta castellana asoma siempre un pueblo de puertas cerradas sin nadie que camine por sus calles. Florecen construcciones abandonadas en mitad de terrenos baldíos. Surgen inevitables explotaciones ganaderas sin ninguna gracia. Menudean los recintos agrícolas con somieres que sirven de cancelas y bañeras que hacen las veces de abrevaderos. Y, de pronto, por alguna razón difícil de discernir, aparece algún pueblo o alguna calle cuidada con mimo. De forma súbita, sorprende un lugar restaurado en ese estilo ecléctico propio de las casas rurales de fin de semana. Nace el contraste. Y, en medio del contraste, se intuye un terreno intermedio: el espacio comunal en el que en verano todo resurge, el olor de la leña y los sarmientos de una casa cálida, la conversación franca ante el horizonte.
Se trata de un contraste inestable, a punto de decantarse hacia uno u otro de sus extremos. Aunque quizá lo más apetecible sea el terreno que nace entre ambos extremos, ese que no se presta ni al turismo ni a la estética del abandono.
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Todo bien hasta que he leído lo de "campo castellano". Zamora es y será siempre leonesa
Yo estuve en Otero 4 años dando información de turismo rural y venta de productos de la tierra.
Adoro Otero y a los vecinos que allí conocí D.E.P.
En Otero no queda ningún habitante.
No me gustan los comentarios . Yo no lo percibo así.
Las recurrentes referencias a esa idea de Castilla noventayochista lejos de enriquecer el relato, lo enturbian. Zamora ni fue, ni es, ni será Castilla, sino León.
Un saludo.