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Opinión
Nos toca y nos (re)mueve
El otro día, estábamos mi hijo y yo paseando por un pinar próximo a una urbanización de esas con barrios sin equipamientos ni servicios, de casas idénticas con vecinas distantes. Estábamos observando algo en el suelo, cuando de pronto, un chaval de unos 14 años que paseaba con su perrita se nos acercó tímidamente. Sin mucho rodeo, nos saludó y nervioso, antes de decir nada más, se disculpó. Nos comenta que necesita hablar. Antes de nada, nos presentamos y le invitamos a caminar un rato con nosotros cosa que acepta con alivio y alegría. Al parecer, a Pedro (nombre ficticio), le han expulsado 6 días del instituto y necesita hablar con alguien. Además de por la expulsión por parte del centro, Pedro se sentía mal porque no había dicho toda la verdad de lo sucedido a sus padres, quienes por su parte, también le habían castigado. Según me cuenta, y como es natural en esta etapa en la que el ensayo error es parte inherente y fundamental, Pedro, se había visto envuelto en una serie de eventos (nada fuera de lo común en este contexto) con la mala fortuna de resultar perjudicado como consecuencia de los diferentes obstáculos en la comunicación (malentendidos, prejuicios, etc) por quienes ostentan el poder de castigar o redimir.
Sostiene, que su principal problema es que no tiene con quien hablar para poder expresar, compartir, aclarar, justificar o reparar lo sucedido porque, según entiendo, no encontraba a nadie dispuesto a escuchar, recibir, confiar, apoyar y acompañar en la gestión de ese conflicto. Las decisiones ya estaban tomadas de antemano y las consecuencias (castigos por un lado y por otro) aplicadas sistemáticamente como si en las relaciones interpersonales dos más dos fueran cuatro.
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Adolescencia Adolescentes: una mirada atenta
Pedro, expresa que se siente angustiado y con miedo de hablar. Dice que no es por las represalias, ya que, añade, los castigos ya los padece sin opción a ello. Expresa que le preocupa haber ocultado parte de lo ocurrido y que al haber sido expulsado por primera vez, profesorado, compañeras y compañeros le etiqueten y estigmaticen por lo sucedido creando una representación y expectativa sobre él que le perjudique. Pedro, sabe que se ha equivocado y lo asume, pero no ha tenido opción de disculparse, ni rectificar, tampoco aclarar lo sucedido. Estas situaciones, tan desafortunadamente como inevitablemente comunes, podrían bien ser una oportunidad excelente para favorecer aprendizajes, generar confianza y responsabilidad, facilitar un desarrollo adecuado y saludable para estas personas en esta etapa tan intrínsecamente compleja. Sin embargo, ¿qué hacemos las personas adultas en estos casos?, sermonear, (pre)juzgar, no dejar hablar, no escuchar, no confiar, no preguntar, no validar, no aceptar, castigar, etc. Es curioso que cuando suceden cosas realmente graves, y que estamos viendo con mayor frecuencia de un tiempo a esta parte, con las personas jóvenes, todas nos echemos las manos a la cabeza preguntándonos ¿Qué estamos haciendo mal?. Sí queremos una respuesta útil, esta debe ser necesaria incomoda, contestar con sinceridad a esta pregunta nos pondría frente a un espejo roto y su consecuente imagen. Si buscamos una respuesta rápida y seguir con lo nuestro, sería más fácil preguntarnos ¿qué estamos haciendo bien? Darnos unas palmadas en la espalda y punto.
Por mi parte, me limité a escuchar a Pedro. Le di mi opinión, no sin antes preguntarle. Comparto mi sorpresa y le agradezco enormemente, y así se lo hago saber, su valor y confianza para acercarse y compartir sus emociones, necesidades y pensamientos con nosotros, unos perfectos desconocidos. Al mismo tiempo, este hecho me inquieta, me preocupa y desconcierta. Él no sabe que trabajo con adolescentes como él y que conozco la realidad de los centros educativos, así como la facilidad y creatividad de acudir a las medidas punitivas con el objetivo de mantener a las personas a raya, a veces tengo la sensación de que esa es la principal tarea y preocupación de éstos. No me lo han contado, lo he vivido en mis carnes como adolescente y lo veo cada semana en los diferentes centros educativos donde acudo a desarrollar mi trabajo, precisamente a trabajar cuestiones que tienen que ver con la prevención: convivencia, habilidades sociales, igualdad, gestión de conflictos, etc., allí veo de todo. Hay personas, profesores y profesoras que hacen una labor admirable, que realmente se esfuerzan para ofrecer lo mejor a los chicos y las chicas que acuden allí de forma obligatoria, pero son más las que comenten los mismos errores de forma sistemática porque, al fin y al cabo, se encuentran en un sistema axiológicamente equivocado que les engulle o les embauca.
A los chavales y chavalas se les niegan constantemente sus necesidades, sus pensamientos, sus emociones y, al mismo tiempo, se juega con la representación retórica de querer que las nuevas generaciones sean críticas, respetuosas, empáticas, socialmente responsables y emocionalmente competentes. ¡Qué disonancia!, ¡Qué error!, ¡Qué terror!. Echarse las manos a la cabeza ante las atroces realidades que experimentan las personas jóvenes no parece suficiente. Parece más acertado, aunque también más trabajoso, armarse de valor y reconocer la parte que nos toca.