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Campo de cuidados
También será posible
Confieso una furtiva confidencia
con esos náufragos que aman las estrellas
Miguel Labordeta
Cuánto se ha escrito sobre lo que nos pasa en las salas de cine los minutos antes de que enciendan las luces, al final de la película… no lo sé, pero yo voy a escribir otro poco. Muchas veces en ese momento que termina o va a terminar una película, siento algo tan fuerte, tan inconmensurable, tan profundo, que pierdo la capacidad de poner límite, de dar forma, solo puedo sentir y sentir… ni siquiera puedo comunicarlo. Y suelo pensar en que eso, o parecido a eso, lo deben estar sintiendo más personas de las que hay en la sala. Y todo ese tiempo que transcurre hasta que se encienden las luces, me siento muy unida a todas esas personas de la sala. Sólo las luces ponen el límite a esa emoción, supongo que trasladan el foco del adentro al afuera, y el afuera, por mucha luz que traiga, también trae de nuevo los obstáculos, las barreras, las tinieblas.
Muchas veces en ese momento que termina o va a terminar una película, siento algo tan fuerte, tan inconmensurable, tan profundo, que pierdo la capacidad de poner límite, de dar forma, solo puedo sentir y sentir… ni siquiera puedo comunicarlo
A veces, luego en un paseo, o en un rato de soledad, encuentro el espacio para volver a mirar un poquito a los lugares inmensos que habité durante la película, pero en esa evocación siento que ya las imágenes han perdido brillo, profundidad. Cuántas veces echo en falta, al terminar una película poderme quedar un rato más ahí sentada, con las luces apagadas, pero es echar en falta un espacio no posible. Porque ese espacio es un instante, que se pasa y no se puede estirar sin que cambie.
Ayer pasó algo nuevo. Y sentí que habíamos creado ese espacio no posible, y lo habíamos hecho quedarse durante rato. En el final del documental que fui a ver, Labordeta se quedaba cantando junto a mucha gente el canto a la libertad. Alguien en una fila de atrás empezó a susurrar tímidamente, acompañando a los que cantaban en la pantalla, y poco a poco se fue uniendo más gente. Al principio no me salía la voz, sólo había lágrimas, mocos, y un tapón de melancolía. Pero empezó a cantar la señora que estaba a mi lado, y yo empecé a mover la boca. De la boca salió poco a poco un hilo de voz, que se fue haciendo más clara y cobrando más fuerza según se iba entrelazando con las demás voces. La sala entera cantamos durante el resto de la canción, junto a toda la gente que estaba en la pantalla, pero yo dejé de ver una pantalla y sentí un espacio común. Esta sala estaba dentro de aquel lugar de Zaragoza, o aquel lugar estaba dentro de esta sala, el caso es que desapareció el límite. Cuando terminó la canción nos quedamos en silencio, y después aplaudimos. Encendieron las luces, como siempre, pero ayer sentí que ese espacio imaginado también era posible. La música, cantar juntos, nos posibilitó colectivizar los mundos interiores, brillar juntos con las luces apagadas. Y como ayer lo cantamos, hoy, en esta mañana, lo puedo mirar y ver algo más claro. Incluso contarlo.
La música, cantar juntos, nos posibilitó colectivizar los mundos interiores, brillar juntos con las luces apagadas. Y como ayer lo cantamos, hoy, en esta mañana, lo puedo mirar y ver algo más claro. Incluso contarlo
Esta tarde desde Italia igual encienden otros pocos focos de esos que apagan luces, pero seguiré atenta, para no dejar de escuchar los susurros que quieren ser canto.