Opinión
IA: la nueva estética del fascismo

Es vergonzoso, destructivo y parece una mierda: el arte generado por IA es la forma estética perfecta para la extrema derecha.
Trump IA Gaza
El presidente de Estados Unidos compartió en redes sociales imágenes generadas con IA de lo que sería la Franja de Gaza ideal si él gobernara.
6 abr 2025 06:00

Tommy Robinson tuitea una imagen de soldados caminando hacia la costa el Día D. El colíder de Britain First crea imágenes de hombres musulmanes riéndose de niñas blancas tristes en el transporte público. Una canción generada por Inteligencia Artificial (IA), que combina pop kitsch con crudos estereotipos raciales, se introduce en el top 50 alemán y alcanza el tercer puesto en la lista viral global de Spotify. Benjamin Netanyahu evoca la visión de una Gaza étnicamente limpia, conectada por un tren bala al igualmente efímero Neom, en Arabia Saudí. El Partido Laborista de Keir Starmer publica, y luego se ve obligado a retirar, un vídeo de sus políticas encarnadas por animales antropomórficos. Unos días después, prometieron “inyectar IA en las venas” de Gran Bretaña.

La derecha adora las imágenes generadas por IA. En poco tiempo, la mitad del espectro político ha caído rendido a las imágenes brillantes y perturbadoras creadas por la IA generativa. A pesar de que sus defensores han tenido poco cariño o talento para cualquier forma de expresión artística, la cultura visual de derechas antaño ha abarcado desde memorables carteles electorales hasta una ola de terror artístico. Hoy esa cultura es una bazofia, casi en su totalidad. ¿Por qué? Para responder, debemos considerar el odio de la derecha hacia los trabajadores, su (más que) mutua aceptación por parte de la industria tecnológica y, principalmente, su profundo rechazo al humanismo de la Ilustración. Esto último puede parecer exagerado, pero tengan paciencia.

El atractivo principal es que sus usuarios no tienen que pagar (ni, lo que es más importante, interactuar con) personas a las que consideran inferiores a ellos, pero de cuyas habilidades técnicas se verían obligados a depender

El primer punto es el más obvio. La “IA”, encarnada por grandes modelos de lenguaje (LLM) como ChatGPT y generadores de imágenes basados ​​principalmente en la difusión como DALL-E y Midjourney, promete convertir a cualquiera que pueda escribir una consigna de un solo párrafo en redactor o diseñador gráfico. Son trabajos generalmente asociados con trabajadores jóvenes, con estudios, urbanos y, a menudo, de tendencia izquierdista. Que incluso los mejores modelos de IA no sean aptos para su uso en ningún contexto profesional es en gran medida irrelevante. El atractivo principal es que sus usuarios no tienen que pagar (ni, lo que es más importante, interactuar con) personas a las que consideran inferiores a ellos, pero de cuyas habilidades técnicas se verían obligados a depender. Para grupos relativamente pequeños como Britain First, contratar a un diseñador gráfico a tiempo completo para satisfacer su insaciable sed de imágenes de soldados llorando y extranjeros con miradas lascivas sería claramente un gasto injustificable. Pero, ¿acaso los líderes mundiales, capaces de reunir vastos recursos estatales, no pueden permitirse contratar  al menos a alguien de una aplicación de búsqueda de trabajadores autónomos? Por otra parte, ¿por qué harían siquiera eso, cuando podrían simplemente usar IA y, así, mostrar a sus bases su absoluto desprecio por el trabajo?

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Para sus seguidores de derechas, la ausencia de humanos es una característica, no un defecto, del arte de IA. Allí donde el arte producido mecánicamente solía llamar la atención sobre su artificialidad —pensemos en el modernismo de producción en masa de la Bauhaus (que los nazis reprimieron y la AfD ha condenado) o la música de Kraftwerk—, el arte de IA finge realismo. Puede producir arte como le gusta a la derecha: pinturas de Thomas Kinkade, dibujos animados 3D de Dreamworks sin alma, imágenes sin profundidad que solo ofrecen la lectura que su creador pretendía. Y, esencialmente, puede hacerlo sin necesidad de artistas.

Javier Milei, un prodigioso usuario de arte generado por IA, quiere que los argentinos sepan que cualquiera de ellos podría unirse a las 265.000 personas, en su mayoría jóvenes, que han perdido su trabajo como consecuencia de la recesión que él mismo ha provocado, con el efusivo elogio de las élites económicas. Quiere señalar que cualquiera puede verse en el lado equivocado de su motosierra, incluso si eso implica producir gráficos ridículamente malos para el consumo de sus profundamente acríticos 5,9 millones de seguidores de Instagram.

Hablando de Instagram, cualquiera con la edad suficiente para leer esto también tendrá la edad suficiente para recordar cuando Mark Zuckerberg, y por extensión el resto de Silicon Valley, era percibido ampliamente como liberal. ‘Zuck’ incluso fue promocionado como el único candidato presidencial capaz de derrotar a Donald Trump. (Cabe destacar que, a medida que Zuckerberg se ha inclinado hacia la derecha, también ha empezado a vestir mal, un hecho que abordaremos más adelante). 

Las empresas no pueden lanzar una nueva iniciativa de IA sin que sus clientes les digan claramente: “Nadie quiere esto”. Y aun así persisten. ¿Por qué? Solidaridad de clase

Pero ni siquiera Zuck puede hacer funcionar la inteligencia artificial. Los extraños perfiles falsos impulsados ​​por IA que Meta implementó en 2023 fueron discretamente archivados seis meses después, y habrían desaparecido por completo de la historia si los usuarios de Bluesky no hubieran encontrado algunos que se salvaron de ser eliminados. Este parece ser el destino de todos los proyectos comerciales de IA: en el mejor de los casos, ser ignorados pero tolerados, cuando se combinan con algo que la gente realmente necesita (por ejemplo, co-pilot de Microsoft); en el peor, fracasar por completo porque la tecnología simplemente no sirve. Las empresas no pueden lanzar una nueva iniciativa de IA sin que sus clientes les digan claramente: “Nadie quiere esto”. Y aun así persisten. ¿Por qué? Solidaridad de clase.

La clase capitalista, en su conjunto, ha hecho una apuesta masiva por la IA: un billón de dólares, según Goldman Sachs, una cifra calculada antes de que la administración Trump prometiera otros 500.000 millones de dólares para su Proyecto Stargate. Si bien las apuestas previas por el metaverso y los NFT no dieron frutos, su apuesta por las criptomonedas ha dado frutos espectaculares: al momento de escribir este artículo, se han creado 3,44 billones de dólares, prácticamente de la nada. Todas las tecnologías mencionadas contaron con una fuerte aceptación por parte de la derecha política: Donald Trump cofirmó un proyecto de NFT y una memecoin; la extrema derecha, excluida de la banca convencional, utiliza criptomonedas casi exclusivamente. No se trata solo de utilidad, sino de alinearse con la industria tecnológica. Lo mismo ocurre con su adopción de la IA.

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OpenAI no puede generar ingresos con suscripciones de 200 dólares a ChatGPT. Goldman Sachs no ve ninguna justificación para su nivel de inversión. Sam Altman está pendiente de las acusaciones de abuso sexual contra su hermana. “Bazofia” (Slop) estuvo a punto de ser la palabra del año. Y, para colmo, el proyecto de código abierto DeepSeek, desarrollado en China, borró un billón de dólares de la bolsa estadounidense de la noche a la mañana.

La clase capitalista se brindará ayuda mutua mediante miles de millones de dólares en inversiones, incorporando IA a sus productos e intentando normalizarla a través de su uso

En otras palabras, la industria de la IA ha descubierto que necesita todos los aliados posibles. Y no puede permitirse el lujo de ser exigente. Si el único lugar donde la gente ve imágenes de IA es la cuenta verificada X de @BasedEphebophile1488, bueno, al menos se está usando. La idea parece ser que, si logra mantenerse en la conciencia pública lo suficiente, entonces, como antes lo hicieron las criptomonedas, la IA se volverá “demasiado grande para quebrar”. Actores políticos como Tommy Robinson no serán quienes tomen esa decisión, pero pueden normalizar su uso, y Robinson sin duda se mueve en los círculos digitales de personas que pueden ofrecer a la industria de la IA una ayuda mucho más concreta. De la misma manera que nosotros donaríamos en un crowdfunding, la clase capitalista se brindará ayuda mutua mediante miles de millones de dólares en inversiones, incorporando IA a sus productos e intentando normalizarla a través de su uso. Este proceso de normalización ha llevado al supuesto gobierno laborista de centroizquierda a comprometer grandes sumas para infraestructura de IA. Si una de las características clave de la tendencia ‘stamerista’ es su creencia de que solo los valores conservadores son verdaderamente legítimos, su adopción de la IA y su estética puede formar parte de ello.

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Hemos visto lo sensibles que son los líderes de la industria tecnológica a las críticas. El manifiesto tecno-optimista de Marc Andreessen, cuando no se entretiene canonizando a figuras profundamente malvadas como Nick Land, consiste principalmente en que su autor ruega al mundo que lo ame. La reciente entrevista de Mark Zuckerberg con Joe Rogan incluyó largos pasajes sobre cómo no se siente validado por la prensa y los gobiernos. Al igual que cuando contactan con celebridades “canceladas”, la derecha ahora está creando proactivamente una alianza con la industria tecnológica al comunicar que, aunque no puedan apoyar materialmente a empresas como OpenAI, al menos pueden ofrecer su apoyo emocional. Puede que todos seamos buenos materialistas, pero no podemos subestimar los efectos que el apoyo inmaterial tiene en la creación de redes dentro del capital.

Sin embargo, ninguna normalización ni “validación” puede alterar el hecho de que las imágenes de IA son penosas. Pero ese, quiero argumentar, es su principal atractivo para la derecha. Si la IA fuera capaz de producir arte formalmente competente, sorprendente y conmovedor, entonces no lo querrían. Les repugnaría.

Hubo una época en que los reaccionarios pudieron crear grandes obras de arte —Dostoievski, G.K. Chesterton, Knut Hamsun, etc.—, pero esa época ya pasó. Décadas de odio furioso hacia las humanidades los han incapacitado para crear arte, o siquiera pensar en él. El arte siempre ha estado en una dialéctica de tira y afloja entre la tradición y la vanguardia: “El arte es cuando hay una imagen realista de un paisaje o una escena de la mitología griega” frente a “un urinario puede ser arte si hay un artista lo firma”. El objetivo de la vanguardia, como su nombre indica, ha sido expandir el territorio del arte, demostrar que las extensiones de color de Rothko o las pinturas instructivas de Ono pueden lograr lo que los retratos de Vermeer, e igual de bien. Hubo incluso una época en que la derecha participó en esto, siendo los futuristas italianos un claro ejemplo. Hubo, en su momento, escritores como Céline y artistas como Wyndham Lewis, que no solo produjeron grandes obras, sino que desarrollaron e impulsaron los estilos vanguardistas de su época. ¿Hay algún artista serio de derechas hoy en día que no se aventure con nostalgia por una época imaginaria antes de que el arte fuera “arruinado” por judíos, mujeres y homosexuales? Quizás solo Michel Houellebecq, y su mejor momento como escritor de dos libros ya pasó.

El arte tiene reglas; al igual que las del universo físico, son lo suficientemente flexibles como para permitir que tanto Chopin como Merzbow se clasifiquen como música, pero esas reglas existen, e incluso los memes de internet están sujetos a ellas. El post más desastroso sigue formando parte de una larga tradición de eslóganes marginales que se remonta al cómic de los años 60, al dadaísmo y al surrealismo. No son nada, y si son feos, a menudo lo son de una manera interesante y generativa. Alguien los hizo feos, y lo hizo con intención. Por mucho que el arte de vanguardia se haya involucrado en el shock y el supuesto nihilismo, ningún artista, que yo sepa, ha creado arte con el único objetivo de dañar a los que ya son vulnerables. Incluso los actos más depravados de Power Electronics o las actuaciones más impactantes de los vieneses del Accionismo tenían algo más que simplemente causar sufrimiento por el sufrimiento mismo. El arte producido en masa de Andy Warhol no suscitaba disfrute cuando permitía a sus espectadores imaginar a sus enemigos de clase perdiendo su trabajo. Esos precisamente son los objetivos del arte de IA, y por eso resuena con la derecha.

Si el arte consiste en establecer o romper reglas estéticas, entonces el arte de la IA, tal como lo practica la derecha, afirma que no existen reglas, sino el ejercicio descarado del poder de un grupo sobre otro grupo

Si el arte consiste en establecer o romper reglas estéticas, entonces el arte de la IA, tal como lo practica la derecha, afirma que no existen reglas, sino el ejercicio descarado del poder de un grupo sobre otro grupo. Afirma que la única manera de disfrutar del arte es sabiendo que daña a alguien. Ese daño puede ser directo, dirigido a un grupo en particular (como la propaganda de IA de Britain First), o puede dirigirse al arte mismo y, por extensión, a cualquiera que piense que el arte puede tener algún valor. A menudo puede ser lúdico —como los crueles niños del cliché literario que juegan a arrancarles las alas a las moscas— e irónico; el saludo nazi de Musk se inscribe en una tradición de apropiación irónica-no irónica de la iconografía fascista que serpentea a través de 4Chan (la referencia de Musk) y regresa a la extrema derecha contracultural del siglo XX.

No he sido el primero en observar que nos encontramos en una nueva fase de reacción, algo que probablemente se podría denominar mejor “conservadurismo posmoderno”. El principal efecto de este cambio ha sido consagrar el comportamiento de un quinceañero malcriado como principio organizador del movimiento reaccionario. El pensamiento contrailustrado, que se remonta a Edmund Burke y Joseph de Maistre, ha sido despojado de cualquier pretensión de ser algo más que una rabieta infantil respaldada por una intimidación igualmente infantil, propia de un patio de recreo. Es, y siempre han sido, “gestos mentales irritantes que buscan parecerse a ideas”, y para los “intelectuales” “posliberales”, esto es, de hecho, algo positivo; si acaso, creen, la derecha posmoderna necesita volverse más absurda; necesita abandonar por completo los ideales de la Ilustración como la razón y la argumentación. El proyecto intelectual de derechas consiste simplemente en preguntarse: “¿Qué tendría que ser cierto para justificar las cosas terribles que quiero hacer?”. El proyecto estético de derecha consiste en anegar el terreno —como era de esperar, dada su inclinación escatológica, con estupideces— para erosionar los cimientos intelectuales de la resistencia a la crueldad política.

La verdad no te libera. Una vez que sabes que 2+2=4, que la capital administrativa de los Países Bajos es La Haya y no Ámsterdam, o que la inmigración es un beneficio económico neto para Gran Bretaña, estás atado para siempre a esa verdad. Tu mundo se ha vuelto, en algunos aspectos, más pequeño, y tus opciones, reducidas. Si fuera más placentero —porque, al fin y al cabo, se trata de disfrutar— crear tu propia verdad, entonces estás perdido. Si combinamos las verdades con la preocupación por la vida y el bienestar humanos, de repente las normas empiezan a proliferar: hemos establecido la verdad de que calentar la leche reduce las bacterias y los virus que pueden dañar a los seres humanos, lo cual no nos conviene; por lo tanto, debemos calentar toda la leche que se vende. Mucha gente no tiene ningún problema con esto, aceptando pequeñas imposiciones a su libertad en nombre de una mayor protección contra las enfermedades. Otros no.

Por supuesto, no hay razón alguna para que cualquier norma promulgada en nombre del humanismo ilustrado sea necesariamente buena: la política liberal, la actual obsesión laborista por la austeridad o las interminables justificaciones de la guerra de Iraq a menudo se presentan como basadas en la razón y el humanismo, cuando en realidad no lo son. Si has estado sujeto a normas que rigen tu acceso a las necesidades básicas de la vida, sabrás lo fácil que es disfrazar caprichos arbitrarios y altamente politizados como leyes de la naturaleza, tan férreas como A = π r². La aplicación de la racionalidad y la compasión en el mundo real evoca la cita (probablemente apócrifa) de Ghandi sobre la civilización occidental: “Creo que sería una buena idea”.

La derecha es una formación libidinal; es, para muchos de sus defensores, especialmente para aquellos que no tienen la riqueza suficiente para beneficiarse materialmente de ella, una estructura para divertirse. Casi un pasatiempo. La exhortación de Jean Paul Sartre a recordar que los antisemitas principalmente se divierten es válida para la mayoría —quizás para todos— del discurso de la derecha, sin importar cuán serio parezca o cuán terribles sean sus efectos en el mundo real. Por ello, la derecha se muestra firmemente reacia a cualquier tipo de test de la realidad. Para ellos, es irrelevante si algo de lo que dicen resiste las pruebas desarrolladas por las ciencias y las humanidades, incluyendo aquellas que determinan (en la medida en que tal determinación sea posible) si una obra de arte es “buena”, o al menos seria. Cuando invocan la objetividad, esta resulta inapropiada y tan ingenua como su obra artística, basando su objeción a la existencia de las personas trans en la “biología básica”, cuando la biología no solo no puede definir a la “mujer”, sino que tiene dificultades para decidir qué es un pez o una verdura. Un análisis serio del mundo tal como es —con los hechos que, enfáticamente, no se preocupan por tus sentimientos— no suele, o nunca, ofrecer las explicaciones sencillas que exige la derecha. Ante esta complejidad, la mayoría concluirá que es mejor ser humilde: ¿qué es una mujer? Ni idea, me da igual, pero actuemos de forma que causemos el menor sufrimiento posible. Pero la derecha parece incapaz de hacerlo. A pesar de todas sus posturas absurdas, les cuesta aceptar un mundo contradictorio que no se ajusta a sus categorías preestablecidas. Quieren afirmar, simultáneamente, que leyes inequívocas rigen todos los aspectos del ser, mientras actúan como si la “verdad” fuera lo que ellos quieren o necesitan que sea en cualquier momento.

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El revanchismo de género es uno de los principales principios organizadores de la derecha posmoderna, y gran parte del uso cotidiano de la IA demuestra una forma de crueldad particularmente marcada por el género: desnudos falsos, “novias” de IA utilizadas como garrote retórico para mostrar a mujeres reales que están siendo reemplazadas, “arte” de IA de Taylor Swift siendo agredida sexualmente. No es casualidad que el directorio de deepfakes más grande de internet use a Donald Trump como mascota. Estas actitudes se reflejan en las altas esferas de la industria tecnológica y de la IA. El director ejecutivo de OpenAI, Sam Altman —el hombre del que se nos dice que es un talento generacional, un revolucionario, a la altura de Steve Jobs o Bill Gates—, es también, presuntamente, un violador y pedófilo, que consideraba a su propia hermana su propiedad sexual desde que tenía tres años, y que respondió a las acusaciones lamentando que “cuidar a un familiar con problemas de salud mental es increíblemente difícil”. El amor por la violencia sexual es parte fundamental de la identidad de la derecha contemporánea, y no es casualidad que, cuanto más a la derecha se va, más probable es encontrarse con una celebración abierta de la violación y, en particular, de la pedofilia. Para muchos en la derecha, los problemas legales de Altman solo confirmarán que él es uno de ellos. Mientras tanto, en el podcast de Joe Rogan, Mark Zuckerberg describió la industria tecnológica como “culturalmente castrada” y abogó por más “energía masculina” y “agresión”.

Volvamos a la vestimenta de Zuckerberg. Fue él quien estableció el omnipresente estilo de la “sudadera gris” para los directores ejecutivos tecnológicos. Pero recientemente ha comenzado a exhibir un nuevo estilo. Camisetas extragrandes con la inscripción “O es Zuck o nada” en latín, las líneas grotescas de sus gafas Meta AI, una cadena de oro llamativa e innecesaria. Esto no es arriesgarse con la moda, como Rick Owens o Vivienne Westwood. Es simplemente feo y estúpido. Zuckerberg también luce mucho más musculoso que antes, a pesar de no hacer nada en su vida que parezca requerir un físico de culturista. No creo que sea casualidad que, al abrazar el incelismo corporativo y la IA, se haya sentido libre de ignorar lo que se ve bien y lo que no, optando en cambio por demostrar que es lo suficientemente rico y poderoso como para verse fatal si quiere. Al emperador, cuando el niño se ríe de su desnudez, solo le vale con ignorarlo. El corte de pelo de Trump, al que todos parecemos estar acostumbrados, cumple el mismo propósito. Queda fatal, y ese es el punto. Es una muestra de poder y un pequeño acto de crueldad.

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La IA es una tecnología cruel. Reemplaza a trabajadores, consume millones de litros de agua, vomita CO2 a la atmósfera, promueve exclusivamente las peores ideologías y llena el mundo de más fealdad y estupidez. La crueldad es el principio central de la ideología de derechas. Está en el corazón de todo lo que hacen. Ahora están dispuestos a perder dinero o incluso sus vidas para hacer del mundo un lugar más cruel, y la IA forma parte de esto: una carrera desesperada por crear un dios-máquina que libere al capital del trabajo para siempre. (No es una exageración: existe un linaje que va desde la alta dirección de OpenAI hasta el blog Lesswrong, creador del concepto del Basilisco de Roko). Incluso más que las criptomonedas, la IA es completamente nihilista, sin ninguna cualidad redentora. Es una plaga para el mundo, y tomará décadas limpiar las montañas de basura que ha generado en los últimos dos o tres años.

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La IA es, por desgracia, una fiebre que tendrá que extinguirse. Puede que, al igual que con las criptomonedas, las élites estén tan enganchadas a esta tecnología que, a pesar de su total inutilidad, sigan intentando hacer que funcione. Dado lo bien que les sienta psicológicamente, diría que es más probable que esto suceda. Sin embargo, como vimos en esas dos breves semanas de la campaña electoral estadounidense del año pasado, la mentalidad de la derecha es increíblemente frágil. Por alguna razón, son capaces de procesar cualquier inversión de la realidad empírica, pero son extremadamente sensibles a las burlas. Llamarlos raros funciona perfectamente, y decirles que su única obra artística es una porquería, también. Reírse de quienes tratan el arte de la IA como algo legítimo funciona. Hablar del impacto ambiental de la IA o de sus implicaciones para la fuerza laboral no funcionará; les gusta, les hace sentir peligrosos. En lugar de hablar de quitarles dinero a los artistas, hablen de cómo los hace parecer horteras. Si herir y ofender a la gente forma parte del objetivo, podemos quitarles esa diversión negándonos a expresar nuestro dolor u ofensa, incluso si lo sentimos.

Nuestras armas más efectivas contra la IA y la derecha que la ha adoptado quizá no sean las huelgas, los boicots ni el poder de la dialéctica. Quizá sea responder: “Qué vergüenza”, “esto es una mierda” y “esto da un asco que flipas”

El progreso tecnológico no es lineal ni completamente antidemocrático. Nosotros, la gente común, impedimos el lanzamiento generalizado de las Google Glass porque nos burlamos de sus usuarios, llamándolos “gafapollas”. El Cybertruck —una obra de antiarte en sí misma que solo podría ser producto de una mente aturdida por la extrema derecha— fracasó, en gran medida porque da vergüenza ser visto en uno. Ya hemos visto que la industria de la IA es vulnerable: estudiantes de posgrado chinos pudieron construir lo mismo por una fracción del precio, cuestionando todo el modelo de crecimiento mediante la inversión masiva en centros de datos.

La izquierda es en gran medida socialmente impotente, pero la formación en la crítica implacable de todo lo existente nos ha convertido en maestros de la negatividad, y no hemos perdido de vista el mundo mejor que es posible cuando se recicla y se saca la basura. Nuestras armas más efectivas contra la IA y la derecha que la ha adoptado quizá no sean las huelgas, los boicots ni el poder de la dialéctica. Quizá sea responder: “Qué vergüenza”, “esto es una mierda” y “esto da un asco que flipas”.

Créditos
Artículo publicado originalmente en New Socialist, traducido por El Salto con permiso expreso.

 

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