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La vida y ya
Espacios de encuentro

Me dijo: “A mí se me nota la clase social. Se me nota. Aunque me vista como se visten ellas. Aunque hable usando las palabras que aprendí en la universidad. Se me nota”.
Y me acordé de la conversación que tuve hace un tiempo con una alumna. Una que con esfuerzo, con mucho esfuerzo, llegó a ir a la universidad y estudió periodismo. Luego encontró trabajo en un hotel. Al principio, cuando le preguntaban ¿a qué te dedicas?, ella decía: trabajo haciendo de todo en un hotel, pero soy periodista. Me decía que luego ya no. Después de un tiempo decía directamente que era limpiadora o camarera o recepcionista. En realidad era todo eso a la vez.
Me contaba que, al final del día, le dolían mucho las manos y que había dejado de escribir. Que ya no llevaba el cuaderno pequeño que tenía para anotar ideas que luego se transformarían en artículos o poemas. Decía que tenía la sensación de que todo volvía siempre al mismo punto y que no le gustaba escribir sobre cosas tristes. Decía que estaba cansada. Cansada del eterno retorno al mismo lugar. Que avanzaba una, dos, tres casillas y, después, vuelta a empezar. Una. Dos. Tres. Cuatro… Y regresaba al inicio. Que muchas veces conseguía coger impulso para empezar de nuevo. Otras no. Sobre todo cuando tomaba conciencia de que el tablero estaba amañado para que la gente como ella tuviera muchas posibilidades de ser devuelta, una y otra vez, a la casilla de salida. Decía que nadie es pobre por casualidad. Que las casualidades no existen. Que todo es un juego. Un juego construido de arriba a abajo. Con las reglas trucadas. Amañado. Sucio.
“Las cosas no cambian si la gente está repartida a pedazos, en fragmentos que no se tocan, hace falta tener un lugar en el que encontrarse para pensar y hacer”
Precisamente porque sabía que nada de eso era casual, pensaba que había posibilidades de cambiarlo. “Lo que pasa es que hay que tener un espacio físico de encuentro. Un lugar desde el que construir una forma de articularnos diferente”, me decía, “las cosas no cambian si la gente está repartida a pedazos, en fragmentos que no se tocan, hace falta tener un lugar en el que encontrarse para pensar y hacer”.
Hablaba de tener lugares de encuentro. Lugares que a veces son centros sociales, a veces el descansillo de una escalera de un bloque de viviendas, a veces una plaza.
Recordarla me hizo pensar en la tierra como lugar de encuentro sobre el que cambiar las cosas. En la importancia de que la tierra donde crece la vida sea, también, un lugar en el que encontrarnos.
Me hizo recordar una comida compartida alrededor de una mesa de madera, en una casa blanca y azul, donde un grupo de personas tratan de entender qué está pasando en el mundo. Una mesa alrededor de la que se comparte un sentido común que habla de que ningún conflicto se frena con más armas, donde las personas que se pasan el café recién hecho se miran y, sin decir nada, saben que, pase lo que pase, incluso cuando las peores opciones parecen hacerse realidad, hay gente con la que juntarse a pensar otras posibilidades.