Laurinda y Rosa son las únicas mujeres del grupo de activistas conocido como "los 15+2" de Angola. Espontáneas y libres, incluso cuando fueron encarceladas por defender sus ideas, reivindican su lugar en una sociedad que quieren cambiar pacíficamente. Entre risas, reconocen que el Gobierno las intentó acallar primero, sobornar después... y que no les ha conseguido quitar ni un simple bote de mayonesa.
Laurinda Gouveia (izquierda) y Rosa Conde (derecha)
Sandra Lario
"Mamá, cuando voy a las manifestaciones pueden pasar tres cosas: la cárcel, la muerte o volver a casa. Así se lo digo siempre porque se tiene que concienciar, porque los activistas en Angola sufrimos la brutalidad de la policía", sentencia Rosa Conde (Cabinda, 1987) sentada en un taburete de plástico azul en su casa de Rocha Pinto, un musseque —asentamiento informal sin infraestructuras ni saneamiento básico— de Luanda. Donde unos pocos metros cuadrados hacen un encaje de bolillos para servir de salón, comedor y cocina. Los rayos de luz entran tímidos desde la única ventana. Un cuarto se adivina tras una cortina que ondea ligeramente.
Este espacio sencillo reúne hoy a dos almas inconformistas que se abren paso con decisión y carisma: las de Rosa y Laurinda. Las únicas mujeres del grupo de defensores de los derechos humanos llamado "los 15+2" —15 hombres y 2 mujeres—, a quienes la justicia angoleña condenó por "actos preparatorios de rebelión" y "asociación de malhechores" el 28 de marzo de 2016.
Laurinda Gouveia (izquierda) y Rosa Conde (derecha) en el exterior de la casa de la segunda, en la zona de Rocha Pinto (Luanda). Fotografía: Sandra Lario.
Organizaciones a favor de los derechos humanos como Human Rights Watch o Amnistía Internacional denunciaron un juicio "profundamente politizado" y pidieron la absolución de los 17 activistas, que pasaron a ser considerados presos de conciencia. Las campañas de presión en todo el mundo consiguieron que 15 de ellos —Rosa y Laurinda incluidas, condenadas a cuatro años y medio— se beneficiaran de una amnistía anunciada por el ministro de Justicia y Derechos Humanos tras pasar 90 días en diferentes prisiones. "Las autoridades angoleñas utilizan el sistema de justicia penal para silenciar las opiniones de los disidentes", concluyó Deprose Muchena, director de Amnistía Internacional para África Austral.
"El juez nos declaró culpables... Ay, fue como si me dieran una puñalada", recuerda Laurinda Gouveia (Kwanza Sul, 1988). "Nos esposaron y fuimos juntas a la cárcel de mujeres de la Comarca de Viana. Somos tan activistas como los manos —sus compañeros—, pero siempre se hablaba más de ellos, a veces como si nosotras no existiéramos". El semblante sosegado y la mesura de Laurinda anegan el ambiente: "Y este machismo no es solo fuera del movimiento, también dentro. Al principio los manos decían que éramos sus asistentes". Recalca esta última palabra para concluir tras una pausa reflexiva: "pero lo han ido entendiendo y ahora ya nos toman en serio, eh". Para algunos de esos manos, uno de los cuales se encuentra investigado por violencia machista, Laurinda es "demasiado radical" por su implicación en el movimiento feminista angoleño, en el que participa activamente.
Laurinda Gouveia en su casa en Vila de Viana (Luanda), de bastos muros de cemento, techo de chapa y sin agua corriente. Fotografía: Sandra Lario
Laurinda y Rosa, unidas en rebeldía
El año 2011 marcó el inicio de un movimiento de personas descontentas que empezaban a manifestarse. La amistad entre ellas nació a la vez que su activismo. "¿Qué hicimos? Empezamos a reunirnos, a expresar nuestro descontento con el Gobierno porque vivimos mal: no tenemos agua corriente ni electricidad", señala Laurinda. En 2015 empezaron a leer la adaptación del libro De la dictadura a la democracia que Domingos da Cruz hizo a la realidad angoleña. Durante las reuniones, que tenían lugar una vez por semana, lo comentaban e intercambiaban impresiones. Organizaban charlas y debates en los que Laurinda se encargaba de distribuir los panfletos y manuales.
En Angola las voces críticas son fuertemente reprimidas y silenciadas en los medios de comunicación. El partido que gobierna desde que se proclamó la independencia de Portugal, el Movimiento por la Liberación de Angola (MPLA) —que cada cinco años gana las elecciones bajo la sospecha de fraude extendida entre la población y la oposición, pero nunca confirmada— no solo controla el poder ejecutivo, también el judicial y legislativo. Tener carnet del MPLA es requisito para los cargos importantes como dirigir una escuelas del Estado y todos los funcionarios públicos en general son invitados a afiliarse a ese partido para proteger su puesto.
Rosa y Laurinda conversan recordando su experiencia en prisión sin perder su humor habitual. Fotografía: Sandra Lario
"Empecé a participar en las manifestaciones y enseguida me presionaron. Trabajaba como limpiadora. Mi jefe me dijo que no podía tener a una empleada que iba en contra del MPLA y me echó. Además, empecé a ser seguida y tuve que salir de casa para no perjudicar a mi familia", explica Laurinda, quien se ha ganado la vida desde los siete años vendiendo en la calle: zumos, primero; después, carne a la parrilla y latas de refresco. Actualmente, su trabajo para la ONG Open Society le permite estudiar Filosofía en la Universidad Católica.
"Son normales la represión y los chantajes, pero no me importa. Nunca voy a parar de manifestarme. Desde la primera vez sentí que ese era mi lugar, me hervía la sangre, necesitaba protestar". Rosa gesticula, transmite convicción. Remueve el aire con las manos y agita una pulserita que decora su muñeca izquierda. Recuerda los dos momentos en los que tuvo que dejar el activismo por un tiempo.
El primero, en 2012, cuando una fotografía suya en una manifestación se hizo viral. "Estaba sujetando un cartel con una foto del presidente en la que había escrito... palabras feas", admite y sus ojillos desaparecen al sonreír ampliamente. "Empecé a ser muy perseguida. Hasta mis familiares tenían que ir en grupo a buscarme al instituto, con palos", rememora. Ahora, con un bebé recién nacido, Rosa tampoco se siente preparada para salir a la calle, aunque continúa haciendo ciberactivismo. "Voy a esperar a que mi hija tenga 5 o 6 meses, a recuperarme de la cesárea. Todavía no puedo salir a la calle a correr delante de la policía", aclara.
Rosa Conde vive en Rocha Pinto (Luanda)
Rebelión en la cárcel
A Laurinda le cambia la cara al hablar de su paso por la cárcel. Aparece media sonrisa, su mirada viva se intensifica: "Puedes pensar que es una locura, pero ahora pienso que fue una buena experiencia, aunque me hizo perder el curso". "Nos volvimos hermanas... pasamos tanto... yo creo que el MPLA se debe de haber arrepentido de habernos metido en la cárcel porque lo revolucionamos todo", apunta Rosa mirando a su amiga con algún atisbo de nostalgia.
En los tres meses que estuvieron presas fueron agredidas, a Laurinda le fue negada la asistencia médica cuando se puso enferma y organizaron diferentes huelgas para mejorar las condiciones de las reclusas. De entre sus aventuras, destacan una con entusiasmo: "Vamos a contarle la protesta de la mayonesa", ríe Rosa. Y sigue: "Resulta que mi padre, que me llevaba siempre comida a la cárcel, me trajo mayonesa. Y la mayonesa nunca me llegaba. Ay, Dios mío, yo me moría por la mayonesa... Me la requisaron", se indigna Rosa tras una breve carcajada. Decidió leerse el reglamento y constatar que ese producto no estaba prohibido. Laurinda dio la idea de hacer una huelga de desnudez, un método pacífico de protesta que había leído en un libro del politógo estadounidense Gene Sharp.
"Escribimos en unas hojas 'Exijo mi mayonesa'. Dejamos en la celda la bata azul de condenadas, algo que está prohibido, nos pusimos polvos en la cara y bajamos desnudas con los carteles. Solo llevábamos la braga. Entonces llegó una señora muy temida: la directora de la cárcel. Todo el mundo se levantaba cuando la veía y nosotras la ignoramos. Y tardó... pero así conseguimos la mayonesa", recuerda divertida Laurinda.
El relato de esta anécdota refleja el espíritu desenfadado de las dos activistas, quienes protagonizaron también huelgas de hambre y de silencio. "La más rebelde de las dos es ella", dice Rosa mientras señala a su compañera, que le devuelve una mirada cómplice. "Su huelga fue también de andar, de hablar, de bañarse, de todo. No hablaba ni conmigo, escribía en un papel si me quería decir algo". Así protestó Laurinda contra la calidad de la comida en la cárcel: tumbada en la cama, semidesnuda, con un trapo negro en la cara y con carteles pegados al cuerpo.
"Nos daban agua caliente, pan y carne de lata caducada. Con la protesta, nos quitaron el agua y muchas reclusas encima nos echaron la culpa por eso. Pero no paramos de protestar hasta que mejoró", señala Laurinda. "Al final mejoró un poco", se enorgullece y Rosa puntualiza: "Ah y eso que nosotras teníamos comida siempre porque nos traía la familia, lo hicimos por aquellos que no tenían esa posibilidad y porque es deber del Estado sustentar debidamente a los presos", puntualiza Rosa.
Irreverentes y sensatas, proyectan el desparpajo de quien toma la rebeldía como forma de vida. Paseamos por las calles aledañas, que lucen sin asfaltar y llenas de símbolos del MPLA, el partido que gobierna, en sombrillas, banderas, gorras... Pregunto de dónde han sacado ellas el ánimo revolucionario que no demuestran sus vecinos. Rosa rebobina: "Yo antes no vivía aquí. Vivía en Mandeca, una zona de Cacuaco muy alejada sin escuela, ni hospital, ni policía... Siempre me despertaba por las mañanas y veía un cadáver nuevo. Estando dentro de aquel barrio me preguntaba qué podía hacer para mejorar esta situación. Y la solución solo la encontré varios años después con el activismo, que es el camino que he elegido", se reafirma convencida.
Ese camino, que recorren ya hace seis años, va dejando un reguero de historias, expectativas y nuevas ilusiones. También de consecuencias —Laurinda fue víctima de una de las palizas más graves propinadas sobre manifestantes, el 23 de noviembre de 2014— e incertidumbres provocadas por la infiltración de colaboradores del Gobierno como falsos activistas.
Laurinda Gouveia en su casa en Vila de Viana (Luanda), de bastos muros de cemento, techo de chapa y sin agua corriente. Fotografía: Sandra Lario.
"El problema es que no nos educan para saber que tenemos derechos. Yo veía que estaba todo mal y solo rezaba, pero me di cuenta de que la oración debía acompañarse de acción. Empecé a ir al hospital antes de las clase para dar de comer y bañar a la gente que no tenía familia. En 2011, escuché la noticia de que Gadafi había caído, conocí a Luaty Beirão —uno de los activistas más famosos, también encarcelado en el proceso 15+2— y pensé: ¡gracias a Dios!", exclama Laurinda elevando la mirada. Sus gestos elegantes muestran la integridad que sus palabras confirman: "Nadie ha venido a este mundo a vivir para siempre. Los coches, las casas... se van a quedar aquí. ¿Sabes? El Gobierno ya nos ha intentado comprar con esas cosas, nos ha ofrecido buenos trabajos. Pero quiero irme habiendo contribuido para mejorar Angola y por eso no voy a bailar con la música del dictador", garantiza implacable.
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