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Palabras contra el Abismo
Lee un capítulo de ‘Café Abismo’, la primera novela de Sarah Babiker

El barrio como territorio de nuestro día a día. Un lugar que es, como la vida, un espacio de incomprensiones y ternura, en el que transcurre ‘Café Abismo’ (La Oveja Roja, 2024), el estreno literario de Sarah Babiker, responsable de Migraciones y Antirracismo de El Salto. Suscríbete y te enviamos la novela de regalo.
13 nov 2024 06:37

Febrero 2020

Marina y el metro

Muy negro y muy digno, con la voz mágica de los vinilos, el tipo canta con los ojos cerrados. Un veinteañero de rastas le da la réplica con la trompeta. Consiguen algo que no es fácil en el vagón: ganarse la mirada y los oídos de los pasajeros, disputarle la atención a los móviles, dulcificar la pose cínica de los adolescentes. El mayor canta «What a wonderful world» y les convence. El menor entona la respuesta con su trompeta y les reafirma. El metro es un lugar mejor, quienes viajan en él son personas mejores y Marina reprime una lágrima tontorrona mientras bendice para adentro a los músicos, pequeños dioses del subsuelo que adecentan la existencia. En el último «what a wonderful world» la gente rompe a aplaudir y el vagón parece de verdad maravilloso. Dos sonrisas irregulares reparten magnanimidad entre los pobres ciudadanos rasos, mientras la gorra se dispone a monetizar tanta felicidad.

Marina rescata una moneda respetable del fondo de su bolso. Agradece con un gesto al trompetista. Cuando se van, se ve arrojada de nuevo a las cuentas, la incertidumbre, las mil cosas que hacer, y esa llamada del pasado viernes sobre una oferta de trabajo. Y la duda de si es conquista o rendición, si es salvación o condena, ir a la entrevista y, si tiene suerte, abrazar una nueva etapa empujando un carrito de la limpieza.

«Buenas tardes, siento mucho molestarles», dice una mujer flaca, antes de empezar a recitar a los pasajeros que los niños y el despido y el brazo inmovilizado y el empleo que no llega, y el alquiler que no se paga y la calle y la inseguridad y el perder la vida toda, casi los niños perder, pues la administración no entiende cómo se puede criar a los niños sin dinero.

«Y tiene razón la administración», prosigue la mujer, «pero en lugar de dar dinero a las familias para que cuidemos a los hijos, nos quitan a los hijos y ya ni eso tenemos, ni dinero ni familia, ni nada por lo que luchar. Yo no vengo a darles pena», afirma ante la indiferencia de tres cuartos del vagón y la incomodidad del resto, «yo voy a seguir luchando, pero para luchar necesito ayuda. Cualquier moneda que puedan darme, comida, ropa, trabajo, me va a ayudar». La mujer trata de mirar a los ojos a gente que no la mira. Menos Marina, que está ahí, aterrorizada, y escarba un poco más en un bolso donde ya no queda nada. La otra la mira como si quisiera consolarla por ese gesto de solidaridad fallido. Y luego se va, manos vacías.

Marina enfoca al frente, se ve reflejada en la ventana del vagón: va vestida, sentada, peinada sin mucho esmero pero con solvencia. El abono transporte cargado, una casa esperándola a la vuelta, hijos sanos sobre los que no planean los servicios sociales, olor a crema hidratante en el cuerpo. A la vista, una solución temporal para reencauzar la existencia. Una vida que saldrá pronto del túnel, como está por salir el vagón para alcanzar la luz amarilla del andén.

Miguel y Nuria

Moha no ha querido apuntarse, es mejor así. Los tres amigos caminan entre los patinadores, quienes pasean con sus perros y algunas familias con niños. Es temprano, al menos para ser domingo. Miguel está contento de que le hayan llamado, llevaba sin verles desde nochevieja. Se había empezado a resignar a la distancia, tal vez aquel era el precio a pagar por su autoexilio. Puede ser que sus amigos advirtieran algo, teman perderlo, quizá Guille y Nuria le quieren de verdad y sean, de alguna forma, familia. Y como se siente en familia, se queja.

 —Lo que me habéis hecho madrugar, cabrones.

 —¿Madrugar, dice? —responde Guille—. Tío, ni es tan pronto ni vives tan lejos. 

—Desde que te has mudado, ¿no estás más quejica? —le estudia Nuria con sus ojos grandes.

Callan los tres, avanzan juntos sintiéndose protagonistas de un videoclip, vestidos con sus mejores galas adolescentes, estudiado descuido, andares innecesariamente rotundos, piercings, mochilas y todos los complementos. Ese día les gusta lo que son y se pasean a sí mismos, pavoneándose secretamente entre los aburridos no adolescentes del parque.

Nuria va un poco más adelante, nunca lo dice pero ella tiene siempre muy claro a dónde quiere ir. Y allí mismo suelen acabar sin explicitarlo, sin que parezca que el destino lo ha designado su deseo, sin que ni ella misma se dé cuenta, así de orgánico es su liderazgo. Anda solo unos centímetros por delante, pero ya con esa breve distancia maneja el timón: se sientan en el rincón favorito de la chica, la escalinata frente al lago, mirando los patos y los peces.

—Líate un porro, Miguel —ordena Guille. 

—¿Aquí? Vamos tío —descarta Nuria.

Miguel se encoge de hombros, estudia las ondas que hacen las carpas sobre la superficie del agua cuando abren sus bocotas en busca de cualquier cosa remotamente ingerible.

—Yo no llevo nada.

A Guille eso le decepciona. Está a punto de hacer alguna coña sobre los productos típicos de ciertos barrios, Miguel le ve venir: no sabe si prepararse una réplica ingeniosa o un bufido de tedio. No hace falta. Sea lo que sea que iba a decir su amigo, Nuria le ha censurado con la mirada.

 —No tienes tú, ¿Guille? 

—Qué va, se fumaron todo lo que tenía en la fiesta de nochevieja, los buitres. Casi ni lo caté. —Bueno, ya estabas catando otras cosas —contesta Miguel pasándose la lengua por los labios.

A Nuria tampoco le gusta ese nuevo rumbo de la conversación. Parece que ha venido a desaprobarlo todo. Saca un cigarrillo y se pone toda digna a mirar hacia el lago.

 —A ver, madre superiora, ¿de qué podemos hablar? —le pincha Guille.

Miguel la mira, de su piel blanca se han ido retirando las espinillas, luce brillante y suave, le gustaría hundir un dedo en su mejilla. Así de perfil, Nuria parece, —cara limpia y ojos húmedos, contagiados de lago— el personaje más cool de una serie molona, la talentosa cantante de una banda emergente, la favorita para el premio a la mejor actriz revelación.

—A vosotros os suda lo que está pasando, ¿verdad? —dice, queriendo subir el nivel del guión. Guille se remueve incómodo, le roba un cigarrillo que enciende con indolencia.

—Nuria, sabes que yo paso de política. Eso no es lo que nos toca. Lo que nos toca es aprobar el curso, fumar porros los justos, follar lo que se pueda y decir chorradas. Ya cuando hayamos hecho todo esto, si no se ha ido aún todo al carajo, vemos qué podemos aportar.

Guille mira a Miguel en busca de complicidad, cree haber cumplido con solvencia el papel asignado en su banda, el del listo canalla, flotando sobre las cosas. Encuentra camaradería en la mirada de su amigo, calor ritual de colegas. Pero las palabras de Miguel abren brecha:

—No es que no me importe. Es que no sé qué decir. Todo eso pasa lejos —un par de carpas saltan en la orilla—. Después de todo, a nosotros no nos va a ir mal. Respecto a las mierdas que pasan, en algún momento dejarán de pasar, y luego, pues pasarán otras cosas.

—No entiendo una palabra de lo que dices —le bufa Nuria.

—Digo, Nuria, de qué sirve que te nos amargues con las noticias si no vas a poder cambiarlas. Y de qué sirve toda esta angustia por el destino, si todos sabemos que a ti te va a ir fucking amazing bien. De verdad, ¿de pronto tenemos que estar todos agobiados? Paso, me bajo, no contéis conmigo — declara ante los patos—. Yo estoy aquí, en este puto domingo mágico, con el sol de invierno todo para nosotros, y los patos y los críos y la gente que sonríe a pesar de todo. A mí con eso me va bien, no necesito pensar más allá —se autoengaña.

Sus amigos le miran, sorprendidos. Nuria busca una respuesta a la altura, Guille una chorrada con la que acercarse a él. Ninguno de los dos parece encontrar nada.

 —Yo estoy bien, ¿vosotros estáis bien?

Vuelve a mirar a las carpas que boquean, redondos agujeros en el estanque, un ecosistema doméstico que las preserva de los peligros externos. Es eso lo que necesita, un ecosistema amigo en el que parapetarse de la tempestad que, aunque lo niegue, ya ve llegar a lo lejos.

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Marina y la casa 

—Tenéis dos opciones —explica Marina, sorteando una cordillera de cajas—. Es verdad que esta tercera habitación es pequeña, pero la otra es espaciosa. Podéis dejar esa como el cuarto de los niños, que es lo que hicimos nosotros, y tener esta como un despacho o un estudio. Si no, también cabe una cama pequeña, una mesilla, un armarito. Después de todo, la ropa de los niños no ocupa. Ponéis unas baldas en la pared y apañáis los cuentos.

Se da cuenta de que lleva sin parar de hablar media hora, un torrente incesante de lugares comunes inmobiliarios — suelo cálido, orientación sur—, de anécdotas innecesarias sobre infantes guarreando paredes. De valoraciones no solicitadas sobre burbujas económicas y tipos variables. De toda suerte de información sobre el barrio. Mejor se calla.

Ellos, apabullados, le han seguido sumisos por la casa, acertando apenas a hacer alguna pregunta, sin el ánimo de interrumpir su riada verbal, un tsunami de verborrea que ya ni cabe en la casa. Mira al suelo, avergonzada. Ella suele ser discreta y tímidamente parca.

 —Mirad lo que queráis y no dudéis en preguntarme cualquier duda —les dice antes de retirarse hacia el balcón del salón. Desde ahí mira el cole de Mara, la plaza que renovaron hace solo un par de años. Ve el bar cerca de la guardería donde una podía escabullirse a tomar un café o una caña, entre recados, transporte de niños, peleas con Sergio, días interminables. Unas manzanas más allá, reposa ese agujero negro de ahorros, tiempo y esperanzas en el que se convirtió el Café Abismo.

Dentro de la casa, la familia cuchichea. Ella se acaricia un vientre en el que un feto con entidad ya debe estar deleitándola con patadas. El padre se agacha al lado del futuro hermano mayor, se pone a su altura, le mira a los ojos, como indican los mejores manuales de crianza, poniendo en práctica el know how de las nuevas paternidades. «¡No pienso compartir habitación con el nuevo!», dice el niño señalando con saña la panza de su madre.

El salón está lleno de limpia luz invernal, aún lejos del polen de la primavera. Les ve guapos y con futuro, civilizados colonos del país de las cuentas corrientes saneadas. Mira las paredes pintadas y sucias que nadie ha adecentado en años. Mira la cosecha de muebles desparejos, despojos cedidos por los amigos que o fueron expulsados de sus casas o se internaron en la prosperidad y el buen gusto decorativo. E imagina las maravillas que podrán hacer con ese espacio, la elegancia que podrán sembrar bajo esa luz, las progresistas técnicas de crianza que pondrán en práctica bajo un techo que seguramente lucirá mejores lámparas.

Por un momento se alegra por su casa, ese hogar que no ha durado tanto como debía durar, que seguramente no le correspondía y por eso ahora la expulsa. Quizá con el retorno al barrio de su infancia el mundo un poco se reequilibra, piensa mirando de nuevo abajo, sobre la acera, donde unos mozos cierran sonoramente un camión de la mudanza que arranca, llevándose lejos las cosas de otra vecina indigna de esas calles en constante revalorización.

Y fantasea con retornar, resistir hasta reconquistar esa plaza después de cinco años de peregrinaje por curros de mierda. Volver quizá con otro hombre mejor, siendo una mujer mejor, siendo una versión mejorada de familia. Y declarar solemne ante las paredes: no nos vencieron, volvimos. Gritar desde el balcón, respaldada por las voces de sus hijos, aquel lema estúpido que leyó en alguno de los libros de autoayuda de su madre: «¡Tropiezo no es caída!».

Sergio y sus hijos 

La presentadora de las noticias está tensa. Un reportero entrevista a un personaje furioso, una masa iracunda grita al fondo. Por fin se decide a apagar la tele. Ya tiene bastante con lo que tiene y los niños se van a comer un mueble como no prepare los macarrones ya.

—¡Salid de ahí! —grita sin saber dónde están, presintiendo pequeñas catástrofes que no tiene ganas de afrontar. Mara y Diego salen de la habitación de Pierre acelerados.

—¡No estábamos haciendo nada! —grita Mara con sospechosa vehemencia, mientras su hermano asiente contundentemente. Sergio decide ignorar las señales de alarma y se agacha a la altura de los niños, intentando ser modélico al menos en algo: 

—Si vais a empezar a quedaros a dormir aquí tenéis que respetar los espacios —Diego aprovecha que lo tiene a su alcance para regalarle un cabezazo. Mara se parte de risa y él blasfema para adentro. Huye a la cocina con la barbilla dolorida. El agua al cazo, el cazo sobre el fuego, la salsa boloñesa al microondas. Mara lo mira desde la puerta de la cocina. Ya no se ríe: lo evalúa. 

—¿Sabes, papá? A Diego no le hace mucha gracia lo de dormir sin mamá. 

—¿Y dormir sin papá no le importa? —Mara se encoge de hombros y le grita a su hermano, que sigue en el salón haciendo dios sabe qué.

 —¡Diego! ¿Y dormir sin papá no te importa? 

—¡No! —grita Diego brutal.

Sergio hace un puchero cómico frente a su hija, que se siente en la obligación de consolarlo.

—Es que es muy pequeño y aún no sabe mentir cuando toca.

Divertido, Sergio se sienta en el suelo de la cocina y le pregunta a su hija.

—¿Y tú? 

—Yo sí que quiero dormir en tu casa y además ya sé mentir cuando toca.

Sergio suelta una carcajada. Su hija no entiende, pero le gusta verle así. Cercano y risueño. Lejos de las broncas con su madre, solo, sin compañeros de piso ante los que contenerse.

—¿Cuándo vuelven Pierre y Claudio? —pregunta Mara. 

—La semana que viene. 

—¿Y seguro que no les importa que empecemos a dormir aquí? 

—Traen a amigos, familia, a sus ligues. Si ellos pueden traer gente, yo puedo traer a mis hijos.

 —¿Diego y yo no somos gente? 

—¡Mara! 

—¿Ellos también tienen hijos? —No, ellos son hijos, quienes vienen son sus padres. 

 —Así que vas a vivir en una casa llena de gente e hijos.

A Sergio ya le va doliendo menos asumir ese arreglo que la vida le tenía preparado. Él, que en sus tiempos se había jactado de su temprana independencia, de su estudio barato lleno de libertad, ahora convivía con dos Erasmus que le miraban con más pena que deferencia, exhibiéndole cada mañana su pose rebosante de futuro, mientras él vive atrapado en un presente continuo. No es culpa de Marina, tampoco es culpa suya. La vida ha adquirido ese diseño irónico al que él intenta extraer sus enseñanzas. Mucha gente lo llamaría fracaso, pero no es más que una desincronización, piensa mientras escurre los macarrones sobre el fregadero.

—¡Diego tiene hambre! —grita tajante su hijo pequeño desde el salón.

Literatura
Sarah Babiker “En los barrios están las semillas de cualquier revolución posible”
‘Café Abismo’ y ‘La nada fértil’ son dos libros recientemente publicados por Sarah Babiker. Novela y ensayo que caminan por los problemas de la época contemporánea y lanzan salvavidas en forma de ideas.

Marina y María

Tropiezo no es caída, pero eso no quita el hecho de que no tiene dinero para ir al dentista, y que los pequeños problemas en ese pequeño territorio, se convierten en grandes y costosas tragedias bucodentales si no se atienden a tiempo. Eso es lo primero que piensa Marina cuando el dolor le atraviesa la mandíbula. No piensa que es idiota, que en qué coño estaba, que mierda cómo duele. Malestares psicológicos, físicos, existenciales se aquietan para dejar espacio a una sola realidad. No tiene dinero para el dentista.

—Déjame ver —le dice María en un tono que le recuerda demasiado a sí misma ante los accidentes dolorosos de sus hijos—. No es nada, tranquila. Mastica con cuidado, hija.

Comer el roscón de reyes de manera temeraria, un mes después. Ya le inspiraba desconfianza eso de congelar dulces propios de otro momento, tenía que haber seguido sus instintos. Mientras, Diego conduce kamikaze el coche teledirigido que su tío Manuel le trajo de Italia. Ha tenido semanas para perfeccionar la técnica de estrellarlo contra paredes y 020 88 puertas. El día de Reyes parece lejano. Y raro: evoca a Mara y su afán indagatorio respecto a la deslocalización de los regalos entre su casa, la de su padre y la de la abuela. La imagen de unos reyes que van dispersando ofrendas por la ciudad como riders en camello, le generó cierto desasosiego, pero eso ya pasó y ahora su primogénita lee en calma un libro de hechiceros o de hadas: cultiva su fe en las cosas que le gustaría que existieran, desde los reyes magos a la seguridad de que no cambiará nada. El coche teledirigido de Diego está por agotar su tercer pack de pilas, en simbiosis, el crío parece haber rebajado su propia excitación. Solo Marina parece agitada en el salón.

—Mamá, he visto que me has hecho una transferencia, gracias. Pero, ¿preguntaste a tus hermanas? 

—He pensado que quizá te puedo ayudar con la hipoteca y así no tenéis que iros.

Hay algo que a Marina le molesta más que pedir ayuda a su madre: que a María le dé por pensar.

 —Ayer le enseñé el piso a otra familia, esta es la definitiva: lo tengo casi alquilado. 

—¿No te estás precipitando?

Marina traga saliva. No es bueno ni justo chocar con su madre. Aun así, no puede evitar que se le hostilice el tono.

—Si hay algo que he hecho estos meses ha sido pensar, mamá. Es algo que una puede permitirse cuando se pasa el día en un local prácticamente vacío, pensar, pensar y pensar. Hacer sumas y restas y más restas. Me he ganado no pensar en un año.

Su madre, siempre prudente, se levanta de la mesa. «¿Más café?», le dice. Y ella asiente, aunque sumar cafeína a su agitación comporte también sus riesgos para esa conversación que ha de ser la definitiva, la que resuelva el expediente casa de la abuela después de tantas semanas de silencio administrativo materno. Toma fuerzas mientras María hace sonar la vajilla en la cocina, no quiere estallar y soltarle que no, que no piense, que hay una inflación de pensamiento dentro de ella, en torno a ella. Un stock de alternativas no pedidas, sugerencias no bienvenidas, pajas mentales no requeridas y ella no quiere nada de eso, pues nada de eso sirvió para pagar hipotecas, ni atraer clientes, ni devolver préstamos. Que necesita Diegos que le salten encima interrumpiendo a golpes y besos sus derivas, o Fernandos que rompan con ella los escaparates del mal, o abuelas que evacuan sus pisos en el momento justo, o incluso Manueles que ofrezcan asistencia económica cada tanto sin hacer más preguntas, pero no madres que creen que todo se resuelve con esfuerzo, trabajo y raciocinio, ni ex ciclotímicos que salten de la despreocupación al fatalismo, tan lejos de lo necesario. Antes de que su madre vuelva de la cocina, ya ha decidido zanjar el asunto, jugando unas cartas que no tiene. Exhibiendo una dignidad que sabe que no se puede permitir.

—Mira, mamá, si es un problema prestarme la casa de la abuela, lo entiendo. Con lo que consiga del piso y algún trabajo que me salga puedo pagar un alquiler, aunque sea modesto. Hablo yo con las tías.

María ha aparecido en el salón con una actitud distinta. Ya llamará a sus hermanas. Ya les dirá que a quién se le ocurre, que ya lo veía ella venir, que pobre Marina, ella que era de una sensatez rozando la cobardía, quién le mandaba dar semejante salto mortal en el peor momento. Le afectó lo de su padre, dirá su hermana menor, una no está preparada para algo así. La apoyaremos mientras haga falta, le dirá la hermana mayor, siempre tan diplomática. Luego se darán la razón entre ellas y se ofrecerán apoyo para acompañar a esta generación problemática, con esa descompensación fatal entre mucha ambición y poco esfuerzo, demasiado hedonismo y escaso largoplacismo, pobres hijos eternos. Y pensará en Manuel, tan eficientemente emancipado que le ve solo un par de veces al año.

—No te preocupes —le dice mientras le sirve el café—. Hablo con ellas.

 —Me urge, mamá, tengo la casa llena de cajas, necesitamos irnos de ahí. 

—Hubiese estado bien que me avisaras con un poco más de margen de que os iba mal económicamente, algo se nos hubiera ocurrido —se permite protestar la madre.

Marina calla. Se enfada con esa primera persona del plural que sospecha siempre cuestionándola, negándole autonomía. Intenta enfocar su frustración contra el objetivo apropiado. Sabe que culpar a quien no debe le genera demasiada culpa. También le genera culpa culparse por no estar preparada ante la eventualidad de una separación. Se sonríe, en medio de tanta incertidumbre hay algo que nunca falla, la culpa como un agua pestilente que le llega a los tobillos.

María y la clase 

Ellos no tienen ganas y ella tampoco. Repasa sus rostros mientras leen los textos, se detienen en un párrafo, resoplan, se distraen, subrayan. Se esfuerza por no catalogarlos, pero no puede evitarlo. Son demasiados años, demasiadas chavalas y chavales, que a veces se le confunden en un mismo nombre, una misma forma de participar o callar en clase, un mismo desasosiego ante el mundo, una misma fragilidad, un mismo desparpajo.

Están los que entran cada mañana a clase de la mano de la inercia, saltileando las baldosas de colores que sus padres y los padres de sus padres les pusieron ahí. Están los que nadan con la lengua fuera, depositarios de excepcionalidad. Pioneros de lo que no es normal hacer entre los suyos, vigilados de cerca por familiares, vecinos y telediarios, señales de que todo está bien, de que hay lugar para todos en esta sociedad con un poco de esfuerzo. Están los que han entendido el juego y miran las notas de los demás antes de mirar las propias, necesitan siempre sobresalir, hablar un poco más alto, parecer un poco más lista, tener los cuerpos más cuidados, las expectativas más prometedoras. Y por último están los que buscan el sentido en cada cosa, bebedores de mapas, lectores de otros tiempos, para quienes los libros de texto no son más que fotos en baja resolución de un mundo que asaltarán en cuanto puedan a base de lecturas y de links. De discusiones apasionadas en el recreo donde defenderán alguna ideología antigua, o se abrazarán a una identidad al alza.

En el fondo, concluye, pasándoles por última vez revista antes de anunciarles que se acabó el tiempo de leer el texto, cada uno es todo eso y mucho más. Se promete no olvidarlo nunca, no dejar de respetarles ni siquiera cuando parecen solemnes gilipollas, convencidos de tener el monopolio de la razón antes de ni siquiera alcanzar el uso de la razón completamente.

—¿Qué os ha parecido? 

Se organizan para balbucear indistinguibles vaguedades. Intenta no juzgarles. Llevan toda la semana ahí sentados. Ellos no tienen ganas ni ella tampoco. 

—Es un texto muy de actualidad —afirma Aisha, generando un murmullo jocoso.

 —Gracias, Aisha, bien señalado, como en los últimos catorce ejemplos —la risa ya es abierta y María se siente algo culpable por haber contribuido—. A ver, mastuerzos, os dará mucha risa, pero es verdad y si ninguno lo decís pues tendrá Aisha que hacerlo.

Aisha se vuelve hacia los compañeros, burlona. 

—Esa es mi misión en el mundo. 

—Profe, por qué nos pones siempre textos sobre conquistadores machacando indios, colonialistas franceses diciendo mierdas de los africanos, grandes pensadores despreciando a las mujeres, reyes maltratando a las masas... —le dice Moha, muy serio. —¿En serio no lo has captado? —a su lado, Miguel le vacila. 

—No, si entiendo, que la historia se repite, que todo mal, que el ser humano está condenado.

 —Joer, Moha, ¡eres la alegría de la huerta! —resopla otro compañero. 

—No entiendo, ¿quieres que la profe haga para ti una selección de los cuarenta momentos más buenrollistas del pasado? —dice Sandra, subiendo la apuesta. 

—Parad, ¡parad! —frena la escalada María—. Lo siento, Sandra, no creo que lleguen a cuarenta.

 —Profeeeee —protesta un coro disconforme de voces adolescentes. 

—A ver, Moha, explícate, ¿tú quieres eso?, ¿felicidad y cariño en esta asignatura? «Convivencia entre pueblos, revoluciones pacíficas y otros episodios amorosos de la historia» — cuando escucha las risas irónicas que la respaldan se da cuenta de que se está pasando, que no debería entrar tan de cabeza en el juego, que 63 años son muchos para sumarse al bucle pavo, ese festival de ingenio e incontinencia en el que uno compite por decir la chorrada más grande—. Perdóname, dejadlo ya, chicos. Moha, de verdad quiero saber qué querías decir.

Moha comenta con la voz firme, inalterado:

 —Me gustaría que hablásemos más de cómo los indios, o las mujeres, o las masas mismas, se defendieron ante tanto mamonazo.

A Miguel se le escapa una exclamación de admiración. Rompe el silencio con su tributo unipersonal y los demás se parten. Se pregunta cuánto tiempo va a aguantar en ese campo resbaladizo que supone la adolescencia donde de un momento a otro uno se encuentra haciendo el ridículo. Se pregunta también qué pensarán sus amigos del otro barrio cuando les cuente los debates de altura, o las llamadas a la liberación de los oprimidos que tiene el privilegio de escuchar cada día en el suyo. Seguro que a Nuria le impresiona, fantasea.

La sirena suena desatando una estampida. María se queda recogiendo cuando ve una hoja en el suelo. Alguien ha dibujado la silueta de un chico: podría ser Moha o Miguel o cualquiera, el autor no se ha parado a detallar sus rasgos, ha puesto toda la fuerza en tacharle con una cruz pintada sobre el cuerpo. Al lado ha escrito, «basta de quejicas», y un círculo como de alambre espino rodeando una flor. María se mete la hoja en el bolsillo y cierra, alerta, la puerta del aula.

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