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Literatura
Sarah Babiker: “En los barrios están las semillas de cualquier revolución posible”
Vecina de un barrio popular, nacida en Madrid en 1979, Sarah Babiker es una de las periodistas de la redacción de El Salto, el medio en el que trabaja desde hace seis años como redactora de la información sobre migraciones y especialista en renta básica, entre otras muchas tareas. Babiker ha publicado dos libros en cuestión de pocas semanas. Una novela, Café Abismo (La Oveja Roja) y un ensayo, La nada fértil (Continta Me Tienes). Dos libros que se entrelazan con reflexiones acerca de la desigualdad, la falta de perspectivas o la vulnerabilidad de los cuerpos y las almas. Pero sus textos, por momentos duros, por momentos dolorosos, también dejan una huella imborrable de ternura y abren la puerta a esperanzas a priori modestas, finalmente radicales en su fertilidad.
Café Abismo es una novela que explora la posibilidad de una utopía. Al menos, la esboza, deja un bosquejo que invita a quien lo lee a retomar esa idea. En tu caso, ¿lo has hecho? ¿Has pensado más en ese tiempo utópico del que hablas en el libro?
Sí, en efecto lo que aparece en el libro, es una utopía humilde, para mí era imposible pensar en una utopía totalizadora, en algo muy grande, muy global o muy futurista. Recuerdo que hace un par de años, en un grupo de lecturas en La Villana de Vallecas, hicimos un pequeño ejercicio en el que cada cual imaginaba una utopía. Yo ya había escrito Café Abismo, mi modesta utopía ya existía —entre comillas— con sus contradicciones. Y fue muy lindo ver que en las utopías que se sacaron de la manga la decena de personas presentes había cosas muy similares: poder gozar del propio tiempo, compartir la vida con las otras, tener lo suficiente para vivir, estar más cerca de la naturaleza.
¿Cuáles son las líneas básicas de un proyecto de cambio así?
Creo que en la novela están un poco todas ¿no? La agencia sobre la vida de una, el reparto de la riqueza y el poder, el fin del neoliberalismo, la democracia asamblearia, habitar la tierra con gratitud, cuidarla en lugar de extraerle hasta su último aliento. No hay nada que inventar: no solo existen miradas que contienen ya todo esto, desde el buen vivir, el decrecimiento, el ecofeminismo… Hay incluso pequeños espacios donde la vida ya es un poco así. Creo que ya contamos con mucho de lo necesario para vivir otros mundos posibles. Con lo que no contamos es con el poder o con la hegemonía. Pues claro, es la jodida historia de la humanidad: en la disputa por el poder siempre hemos ido de culo, pero que entreguemos la imaginación política, que la rindamos al no hay alternativa neoliberal, o al “lo que pasa es que sobra gente y son estos que yo te digo” fascista, es una derrota que bien podríamos ahorrarnos ¿no?
Es más factible ser un vampiro extractivista de quien tienes lejos. Drenar su fuerza de trabajo, su tiempo o su salario en forma de alquiler, si no te los cruzas nunca
Antes de llegar a ese punto, en el libro aparecen los contornos de un barrio que es parecido a muchos barrios… pero no a los de clase alta.
Yo es que creo que en los barrios están las semillas de cualquier revolución posible, la buena vecindad, las redes cotidianas que se tejen en los mercados, en los parques infantiles, a las puertas de los colegios, son el sustrato que se activa cuando vienen mal dadas, o en estos apocalipsis que últimamente nos sorprenden a cada rato, como la pandemia o las inundaciones en Valencia. Por eso el neoliberalismo persigue desbarriarnos, alejarnos de las calles en las que vivimos, yendo en coche de un lado a otro, eligiendo el “mejor colegio” para nuestros hijos fuera del barrio, llevándonos de un extremo a otro de la ciudad para trabajar o consumir, convirtiendo los comercios locales en pisos turísticos. En ese marco yo defiendo el barrionalismo: porque no es un movimiento identitario que te distinga de otros barrios, al contrario, te facilita entender, solidarizarte, con lo que pasa en los barrios de los demás.
Urbanismo
Urbanismo Aquí antes había un bar: de locales vacíos a viviendas
En tu novela llama la atención la ausencia de personajes de clase alta, la ausencia del centro de la ciudad. Al contrario, a lo largo de la novela parece que hay una especie de otro lado que solo intuimos por personajes que intermedian (en la empresa) o que protegen ese estado de cosas (policía).
¿Existe la gente de clase alta? Yo creo que sí, porque los veo en la tele, pero jamás me cruzo con ellos. No los veo por los barrios por los que me muevo. Claro, habrá gente de clase media bien, a quienes la precariedad les suene un poco exótica, y a la que igual te cruzas en los bares, en el cine o el teatro. ¿Pero las clases altas? Solo las veo las pocas veces que incursiono en su hábitat con mucho desasosiego, o en los aeropuertos internacionales. Pero para mí resulta casi como el grupo social más invisibilizado. Y es que creo que las clases altas se han emancipado de nosotras, hay una capa de trabajadores (conductores, empleadas del hogar, riders, gestores…) que les hacen como de barrera humana para que no tengan que mezclarse con la plebe. En su segregación pija les resulta más fácil deshumanizarnos. Es más factible ser un vampiro extractivista de quien tienes lejos. Drenar su fuerza de trabajo, su tiempo o su salario en forma de alquiler, si no te los cruzas nunca. Porque claro, igual si te los cruzas quieren partirte la cara, como le pasó el sábado al de Mercadona, ya que razones no faltan.
¿Cómo crees que se establece la relación con ese “otro lado” en la novela? ¿Es a través de la confrontación, de la impotencia, del miedo?
En la novela esa emancipación de, llamémosle, las clases dominantes respecto a las vidas y las necesidades de la gente, se vive en un principio desde la impotencia, de que lo que toca es vivir en esos márgenes achicados de posibilidad. También desde el miedo a perder la escasa tierra firme conquistada, el ‘virgencita que me quede como estoy’ que nos sale ante todos los abismos cuando aún tenemos cosas que perder. Pero en algún momento se pierden tantas cosas que también se pierde el miedo. Es un lugar común, sí, pero por eso me gusta. Por común. Aunque en realidad yo creo que lo que se pierde no es tanto el miedo, sino que en común se le acota, y es así como se abandona la impotencia. Es así donde empieza a asomar la confrontación. Y por aportar un último matiz (desde luego no abogo por el decrecimiento de matices) así como el miedo y la impotencia pueden bloquear la confrontación, también pueden funcionar al revés, hacer que te hierva adentro lo necesario para tener el arrojo de confrontar. Como está pasando en Valencia.
Opinión
Opinión Zánganos de buena familia y un furgón del Mercadona
Hay una cuestión que aparece también en La nada fértil que es una idea de maltrato capitalista distribuido generacionalmente. Una especie de fórmula segregada de reparto de malestares por parte del sistema, que afecta a las criaturas, las personas adolescentes, las adultas, las viejas. ¿Es una idea correcta?
Pues sí, es que para mi situar este maltrato es una forma de complejizar. Y he usado la edad porque me parece más que relevante. Siento que a veces la edad justifica dinámicas de alterización poco visitadas, digamos, cuando pensamos en las dinámicas de deshumanización en las que vivimos. Es como este rollo de: la infancia de ahora es una tirana mal criada, la generación de cristal una panda de flojos, los boomers unos pesados, o los viejos unos conservadores acapara viviendas. ¿Pero qué mierda es esa? ¿cuanta realidad y potencialidad se deja afuera esta especie de edadismo tontorrón? ¿Cuántas cosas renunciamos a aprender de quienes han vivido más o menos que nosotras?
Y luego que la precariedad, el capitalismo racial, el patriarcado se ensaña con unas y otras de maneras bien distintas según la edad que tengamos: los problemas de una mujer migrante, no son los mismos que los de un quinceañero racializado. El patriarcado no le jode la vida igual a una joven de veinte que a una mujer de cincuenta, el precio de la vivienda no afecta igual a una madre soltera que a un padre de clase media divorciado. Pero todo afecta a todos. Y para mí también era importante poner eso sobre la mesa, porque sino caemos en posturas simplistas como pensar que el de la vivienda es un problema de la gente joven, o que la conciliación es una movida de las madres, o que las personas mayores son objeto de cuidado, pero no cuidadoras centrales que igual ya no tienen ninguna gana de cuidar.
Es fuera del algoritmo, cuando todo se interrumpe y el sistema no tiene nada que ofrecernos, como hemos visto este fin de semana, cuando la respuesta colectiva a su violencia se organiza de las maneras más hermosas
Café Abismo se trata de un libro duro, en el que aparece, soterrada, la violencia del sistema, y cómo esta se filtra hacia los cuerpos y también hacia las aulas. ¿Crees que estamos fallando en dar una respuesta colectiva a esa violencia sistémica?
Yo creo que me falta base teórica para darte una respuesta muy potente a esta pregunta. Pero te puedo contestar desde lo que observo. Todos los días se me llenan los ojos de violencia. La violencia de ver a gente buscándose la vida como puede, vendiendo caramelos en el metro, en las colas de los comedores sociales, llevando cosas de un lado al otro de la ciudad bajo la lluvia. La violencia de ver a ancianas expulsadas de sus casas, de madres solas a las que la administración maltrata inmisericorde para darles una ayuda de mierda. La violencia de someter a generaciones de adolescentes a mil horas lectivas sobre temas que no les dicen nada, mientras que escuchan en todas partes que, de todas formas, lo más probable es que no haya sitio para ellos. La violencia en las redes, las cosas que nos llegamos a decir, las feministas o las izquierdas, como si del otro lado no hubiera un jodido ser humano. Es una violencia insoportable. Con esto pienso que a veces, no solo no estamos dando una respuesta colectiva a esta violencia sistémica sino que al final estamos participando de ella, esa violencia sistémica nos está haciendo cómplices.
¿En qué sentido?
No es porque seamos gilipollas, o mala gente, es que estamos perdiendo los espacios para dar esas respuestas colectivas. Aunque los hay, y negar que estos existan o invisibilizarlos desde una postura fatalista me parece otra forma de complicidad. Pero lo que nos permite el sistema, lo que alienta, es que nos parapetemos en nuestras posiciones y armadas de razón y clarividencia condenar mucho y muy fuerte lo que toque condenar esta semana. Y eso al algoritmo le encanta. Pero el algoritmo no es una cosa etérea, sino una herramienta de acumulación de poder y capital para las estructuras que sustentan esta violencia sistémica. Es fuera del algoritmo, cuando todo se interrumpe y el sistema no tiene nada que ofrecernos, como hemos visto este fin de semana, cuando la respuesta colectiva a su violencia se organiza de las maneras más hermosas. En Café Abismo un personaje lo dice más o menos así: “Nos dijeron nosotros o el caos, y nosotros respondimos caos, porque su orden solo había traído el caos a nuestras vidas”.
No hay nada que refuerce más la dependencia y por tanto la falta de autonomía, que el hecho de que pagar el alquiler o llegar a fin de mes esté en las manos de otro
A lo largo del libro se complejiza sobremanera la cuestión de la maternidad. Los vínculos familiares son importantes pero también el escenario de algunas escenas de incomprensión radical. ¿Has llegado a alguna conclusión sobre el papel de las familias en épocas de crisis como la que arranca con el libro?
Es que la maternidad es una movida súper importante. Que luego oyes a gente quejarse porque se escriben muchos libros sobre maternidad, que ahora es la moda o yo qué se, y dices, joder, seguro que hay más novelas sobre asesinatos, y en el mundo más madres que asesinos hay, ¿no? E hijas e hijos, ni te cuento. Hecho el chiste, yo creo que hablar de maternidad es hablar de casi todo. Es decir, no como un fenómeno que acotar y estudiar, sino como una relación humana que se da en un marco histórico, social, económico, cultural… que es muy intensa y que está atravesada por lo que nos interpela como humanas: la ternura, el cuidado de otros, el descentramiento del yo, el aprendizaje conjunto, la interdependencia, la alegría. Pero también de tanta otra mierda: la culpa, el chantaje emocional, la ingratitud, el abuso. Y hablar de la maternidad pero también de la paternidad me permite hablar de eso, de las cosas maravillosas que suceden en los espacios íntimos: pero también de los dolores, sofocamientos y mierdas varias. Porque la maternidad es un espacio de poder, donde coño, igual de pronto eres tú quien está abusando de su posición, o quien está ejerciendo violencia de algún tipo. Y ay, amiga, eso complejiza bastante ciertas miradas simplistas sobre el maltrato.
El libro tiene como punto temporal más importante la crisis económica. ¿Por qué decidiste que fuera así?
La crisis, ¿se ha acabado? ¿Hemos dejado alguna vez de estar en crisis o es solo que de vez en cuando nos despistamos y se nos olvida un rato? La crisis es nuestra normalidad. Y en esta normalidad en la que no se sostiene que tú puedas ser un individuo aparentemente funcional y autosuficiente si no es por el apoyo económico de la familia: porque tu salario solo no da para lo básico, vaya, pues las dependencias económicas cuando ya no tocaría contaminan las relaciones en las familias de muchos modos. Yo creo que se produce un poco esa idea de que al final la familia es la única que te va a ayudar, que te va a dar apoyo incondicional en estos tiempos de lazos comunitarios endebles. Pero claro, en las familias hay relaciones de poder a la que esta idea de incondicionalidad les da un poco de risa. Y no hay nada que refuerce más la dependencia y por tanto la falta de autonomía, que el hecho de que pagar el alquiler o llegar a fin de mes esté en las manos de otro.
Conviven, a mi entender, el exceso de posibilidades con la ausencia absoluta de poder: puedes viajar a un montón de sitios, pero no puedes asegurarte de que tendrás un techo sobre tu cabeza
¿Qué es la nada fértil?
Tengo la sensación de que nuestra precariedad no está habitada de escasez sino de un demasiado que nos paraliza. Un demasiado que todo junto no cubre nuestras necesidades sino que nos despista de poder pensar cuáles son éstas realmente. Un demasiado que empacha antes de saciar el hambre. Conviven, a mi entender, el exceso de posibilidades con la ausencia absoluta de poder: puedes viajar a un montón de sitios, pero no puedes asegurarte de que tendrás un techo sobre tu cabeza, puedes acceder a 10 millones de series donde pasan las cosas más locas, pero no puedes decidir qué haces con tu tiempo la mayor parte del día. Puedes comprar todo tipo de chorradas para tu bebé, pero no sabes si tendrás plaza en la escuela infantil. Puedes cenar en tu casa comida de cualquier sitio a un módico precio, pero cuando tus padres estén tan viejos que necesiten ayuda hasta para comer, no sabes cómo vas a poder afrontarlo. Puedes decir todo lo que quieras en las redes sociales, pero no puedes evitar que tus impuestos contribuyan a un genocidio.
¿Necesitamos un borrón y cuenta nueva para alcanzar nuevos futuros?
Yo creo que cualquier cambio es imposible sin tiempo, sin interrupción, sin que las cosas se detengan un rato. Que es en esos intervalos en los que no estamos reaccionando a lo que hay, sino pensando en qué queremos hacer nosotras, en los que puede generarse una fertilidad de la que broten nuevas ideas. El régimen de velocidad en el que vivimos es antidemocrático, el ruido continuo nos aturulla, los mandatos de autorealización, de búsqueda de validación externa, nos vuelven egocentrados y cortoplacistas. Ahora mismo no se me ocurre mejor revolución que plantarse en un parque un miércoles por la mañana, un día de sol amable, y ponerse a conversar niñas, adolescentes y abuelos, chavales, señoras. No moverse de ahí, hasta que salgamos con algo que no sea reactivo, que sea bueno para todas. Y así en todas partes.
Y en fin, una interrupción también puede venir en forma de pandemia o desastre natural. Momentos en los que se para la inercia, y ya todas podemos ver al rey desnudo. Y concluir, en lo que nos recuperamos del trauma, que lo que necesitamos es otra cosa. Y que ya no podemos esperar.
Me gustaría que quien lee dialogara de alguna forma con mis reflexiones, que se sienta libre para discrepar, pero también para dejar que broten otras preguntas
La nada fértil es un libro que encierra historias entrelazadas por el precariado que atravesamos las personas de diferentes edades en la ciudad. Abordas temas duros que van desde el poco espacio que tenemos para la crianza, las autolesiones en la adolescencia, el racismo al que se enfrentan las nuevas generaciones de hijos de migrantes, los alquileres que te exprimen, la soledad de la vejez, la mercantilización de los cuidados. Y, pese a todo, acabas de leerlo con una sonrisa. ¿Qué quieres conseguir en la lectora?
Yo quería pararme a mirar las cosas de cerca. Ponerme en el lugar de gente que no soy yo y armarme de imaginación y empatía para pensar cómo se podría ver esta ciudad que compartimos desde los lugares por donde transitan. Y claro que hay temas duros, porque convendremos en que la vida no está muy fácil en este fin de fiesta neoliberal, donde los derechos sociales —en este caso, el derecho a la ciudad— parecen romanticismo de izquierdas. Pero también hay ternura y alegría, y espacios de cabezota agencia en este escenario. Hay relaciones humanas que te hacen florecer cualquier páramo, vocación de hogar en pisos de mierda, formas juguetonas de asumir lo que hay e intentar inventar desde ahí algo distinto, gente que se cuestiona y abre otras posibilidades, viejitas que insurgen ante la nostalgia y se atreven a soñarse otro futuro. ¿Cómo no va a hacernos todo eso sonreír? Me gustaría que quien lee dialogara de alguna forma con mis reflexiones, que se sienta libre para discrepar, pero también para dejar que broten otras preguntas. Me gustaría que tomara lo que se cuenta sin fatalismos. Como algo en lo que hemos acabado, pero en lo que no tenemos que acabar. Como un largo prólogo para imaginar principios nuevos para otras historias.
Dices que es un ensayo. Parecen también una serie de historias enlazadas por la precariedad con una potente voz en off que contextualiza y que es tu voz. ¿Qué hay de narración en La nada fértil?
Bueno, ensayo es porque un nombre había que ponerle, y ficción no es. Y es un ensayo, en plan intento de entender cosas, ¿no? Aunque no sé si eso lo califica como ensayo. Y en realidad tampoco me importa. También lo podemos llamar compendio de escenas y reflexiones, columna periodística muy larga, trabajo de campo imaginario. Yo las categorías nunca las he llevado bien porque siempre se me queda algo fuera, una intención, una línea genealógica, un matiz, una pierna. Yo qué sé. Meter narración en La nada Fértil (aunque yo la siento más como descripción) era una forma de introducir miradas situadas. Y pensar en lo situado no como algo que depende de mi identidad, que solo vale en cuanto que lo que cuento me pasa o ha pasado, si no como algo que alcanzo a imaginar, a ficcionalizar porque lo veo, porque no somos subjetividades vagando por el espacio-tiempo sin saber nada las unas de las otras, si no seres humanos a los que nos atraviesan dolores y alegrías parecidas. Quería partir de los lugares donde suceden nuestras vidas, que no son las redes ni Netflix ni Master Chef, sino las casas, las casas de las nuestras, los lugares de trabajo, las aulas, las terrazas, las residencias, y pensar desde ahí, ir de lo micro a lo macro como una reflexión antropológica con licencias literarias.
¿Qué hay de ensayo en Café Abismo?
Café Abismo es una novela donde los personajes reflexionan mucho. Por volver al rollo antropológico, es peña que practica la reflexividad. La peña de los barrios no es gente sobre la que yo leo y saco mis conclusiones, la peña de los barrios eres tú y soy yo, es gente que tiene una idea sobre el momento histórico que le ha tocado vivir, sobre cómo responder a situaciones que no se habían vivido antes. Gente que puede abordar cuestiones como la memoria histórica en un intercambio de cartas, o que puede hablar de la redistribución de la riqueza con su hija de seis años. En fin, es una novela donde la gente hace, pero también piensa. Piensa sobre lo que hace. Y piensa en qué otras cosas podría haber hecho, en qué hay otras cosas hay que hacer, y ya.
Escribes en El Salto desde hace años, ¿cómo ha influido tu labor periodística en la creación de un mundo de la nada como el que levantas en Café Abismo?
Diría que estos años en El Salto han nutrido de realidad mi imaginación. Porque aquí he tenido la oportunidad de hablar con cientos de personas sobre lo que les oprime, sobre lo que les pasa, pero también sobre cómo se resisten a ello y qué proponen. Y también de entrevistar a gente que ha dado vueltas a todo esto desde múltiples ángulos. El Salto, pero también toda mi vida previa —que yo ya entré mayorcita a este medio— me han permitido escuchar, ver y leer infinitas cosas. Y ahora, pues soy yo quien cuenta cosas con estos dos libritos. Cosas que hasta me invento para poder contarlas mejor.