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Opinión
La universidad pública como bien común que tenemos que defender en la Comunidad de Madrid
Soy profesor de universidad. A menudo me preguntan por mis estudiantes y muchas veces me veo obligado a decir cosas tales como “este semestre no tengo docencia: tengo mis clases concentradas en el segundo semestre”. Dependiendo del grado de hostilidad o desconocimiento del interlocutor, puede ocurrir que manifieste curiosidad por saber qué es lo que hago durante mi jornada laboral, o que directamente me reproche lo vagos que somos: que si tenemos muchas vacaciones, que si venimos a pasearnos por la facultad, etcétera. La experiencia me dice que la mayoría no sabe bien qué hacemos los profesores, y eso es un caldo de cultivo peligroso, porque abona la idea de que somos unos caraduras y prepara el terreno para una oleada de recortes que llevamos décadas viviendo, pero que se va a intensificar. Y es que, a la vista de los presupuestos presentados por la Comunidad de Madrid, debemos prepararnos para una etapa de movilizaciones en defensa de la universidad pública.
Opinión
Presupuestos insuficientes Guerra a la Universidad Pública en la Comunidad de Madrid
Voy a resumir las cosas que hago en una semana del primer semestre, en la que no tengo estudiantes a mi cargo, para intentar explicar en qué consiste nuestro trabajo y por qué es importante financiarlo bien. El lunes corregí un artículo de investigación que estoy escribiendo con otras dos colegas, asistí a un seminario, comí en mi despacho mientras calificaba exámenes: se ha demorado la incorporación de una nueva profesora, así que algunos colegas nos hemos repartido su docencia como hemos podido. Entre 15.00 y 16.00 respondí correos, recogí a mi hija del colegio y la llevé a una actividad extraescolar. Durante esa hora seguí corrigiendo, pero no terminé hasta las 19.30. Una vez acostada la niña, sobre las 21.00, me puse a leer un texto para el día siguiente y a eso de las 22.30 cerré el portátil. El martes tuve una reunión con dos colegas de un proyecto que dirijo, en el que participan más de 30 personas de cinco facultades. Además, estamos vinculados a ocho universidades de cinco países, lo cual introduce una gran complejidad burocrática. Después tuve otra reunión de departamento. Dediqué las dos horas siguientes a gestionar hojas de liquidación, que debo preparar por cada gasto de mi proyecto. Mientras tanto, comí en mi despacho y redacté un informe sobre mis actividades de investigación, para que una agencia estatal valore si he cumplido con mi trabajo. Esto es clave porque mi contrato depende de una convocatoria que me obliga a pedir proyectos, gestionar equipos, publicar artículos, organizar seminarios, etc. Terminé de redactar el informe hacia las 22.00, ya en casa, y debía acabarlo a toda costa, porque esa misma noche vencía el plazo.
He hecho muchas cosas más durante la semana, pero sintetizo a bulto: una reunión con un estudiante a quien dirijo su trabajo de fin de grado, otra con una doctoranda a quien dirijo la tesis, otra con una compañera con quien escribo un artículo, otra con tres colegas con quienes organizo un seminario, la grabación de un vídeo para un curso online y la redacción de un documento para rendir cuentas a la Unión Europea, que es quien financia mi proyecto. El segundo semestre es peor, porque debo hacer todo ese tipo de cosas y ocuparme de la docencia. Tengo unos 140 estudiantes y nunca les pongo exámenes tipo test, porque creo que deben aprender a escribir. Eso significa que todas las evaluaciones consisten en la entrega de ensayos que debo devolver con observaciones, con lo que me toca corregir cerca de mil quinientas páginas durante el curso. Todos los años, a la altura de junio, me digo a mí mismo que a tomar por saco, que el siguiente año les pongo test. Pero, al final, a la hora de la verdad, vuelvo a liarme la manta a la cabeza y me curro los ensayos y las correcciones.
Veo a colegas que reciben salarios bajos y tardan mucho en estabilizarse, después de atravesar una carrera cuajada de etapas en el paro, falsas medias jornadas, periodos en el extranjero
En definitiva, los profesores universitarios hacemos cientos de cosas. Claro que existen golfos: colegas que no publican, que no se actualizan, que no se involucran en proyectos, que no hacen esfuerzos por verter su conocimiento fuera del aula... Pero son la excepción. Lo que suelo ver es un montón de docentes que escriben artículos de prensa, que imparten conferencias, que organizan eventos académicos, que modifican el temario de sus asignaturas para adaptarlo cada año, que escriben libros, que apañan aquí y allá, que dirigen tesis doctorales, que leen y asisten a seminarios… Y que, sin embargo, reciben salarios bajos y tardan mucho en estabilizarse, después de atravesar una carrera cuajada de etapas en el paro, falsas medias jornadas, periodos en el extranjero, puestos vinculados a proyectos de corta duración, vejaciones por parte de catedráticos que, o bien no quieren entender la precariedad de los más jóvenes, o bien insisten en replicar la miseria que también ellos vivieron. Así que, por supuesto que existen perezosos en la universidad, como en cualquier ocupación, pero son una minoría.
Quiero puntualizar algo: me encanta este trabajo y me considero un privilegiado. Para empezar, porque he nacido en una familia con un capital económico y cultural que me ha dado la oportunidad de estudiar y dedicarme a la investigación. No todo el mundo tiene esa suerte. Además, porque hay trabajos mucho más sacrificados que éste. Por último, porque soy hombre, y los hombres sobrellevamos menos cargas que las mujeres: ellas sufren mucha más agresividad en los eventos académicos, se ven obligadas a demostrar constantemente su valía, soportan una violencia laboral y sexual que nosotros desconocemos, y un largo etcétera de penurias por las que no he tenido que pasar. En resumen: es verdad que sufro de ansiedad, que trabajo los fines de semana y en vacaciones, pero tengo una flexibilidad que me permite conciliar con la vida familiar y me dedico a algo que me apasiona. Así que no me quejo.
Si me he detenido en todo lo anterior es para reivindicar nuestro trabajo, en un contexto en el que la Comunidad de Madrid amenaza con desmantelar la universidad pública. Digo bien: desmantelar. Tenemos, por un lado, unos presupuestos que condenan a las universidades públicas a una situación insostenible. Y tenemos, por otro lado, un proyecto de ley autonómica que está tramitándose con enorme opacidad, pero cuya música suena pavorosa: se quiere instaurar un modelo de financiación sujeto al cumplimiento de “objetivos estratégicos” y enfocado a la “competitividad”. O sea, una uberización de la universidad. Además, Isabel Díaz Ayuso ha anunciado que la ley establecerá sanciones contra aquellos estudiantes que realicen “escraches o acampadas” como fórmula de protesta. O sea, recorte de libertades y aumento del autoritarismo.
Esto no ha sucedido de la noche a la mañana. Hace décadas que la Comunidad de Madrid ha venido asestando machetazos a los servicios públicos. El sector de la enseñanza primaria y secundaria lleva tiempo demandando bajadas en la ratio de estudiantes por aula, aumento del profesorado, estabilización de la bolsa de personal interino, entre otras medidas necesarias para ofrecer una enseñanza de calidad. En la universidad, sin embargo, hemos tendido a permanecer agazapados, urgidos por las mil y una tareas que tenemos, atenazados por una atmósfera jerárquica en la que abunda el miedo a “sacar los pies del tiesto” y casi siempre desfallecidos por las incontables trabas de una carrera muy precaria. En una palabra: desmovilizados.
Eso ha hecho que, año tras año, hayamos aguantado las embestidas de unas políticas fanáticas contra lo público, que nos han estrangulado a base de reducir cada vez más la financiación. Es una situación que las universidades han capeado a costa del sacrificio de muchos jóvenes investigadores que han tenido que abandonar la academia, después de haberse formado hasta altísimos niveles, o que han atravesado un desierto de inestabilidad y miseria salarial durante diez, quince o veinte años, a menudo al precio de dilapidar sus vidas familiares o su salud mental. Y todo ello dando gracias por dedicarnos a un trabajo “vocacional”, siempre embarcados en proyectos de investigación nacionales o europeos que, por cierto, han ayudado a parchear la infrafinanciación de las políticas autonómicas.
Entre 2012 y 2024, la financiación de las universidades públicas madrileñas subió un 6,7%, mientras que el IPC aumentó un 26,4%
Pero este último machetazo no hay quien lo resista. Pongamos algo de perspectiva: entre 2012 y 2024, la financiación de las universidades públicas madrileñas subió un 6,7%, mientras que el IPC aumentó un 26,4%. Mientras tanto, los presupuestos de la Comunidad de Madrid se incrementaron hasta un 62%. Es decir, no es un problema de carencia de fondos, sino una política dirigida a asfixiar a la universidad pública. Pongamos otro dato: en el año 2022, Madrid fue la comunidad autónoma que destinó menor cantidad de euros por alumno de toda España: 6005. La media nacional se situaba en 7.378 euros y las cuatro comunidades que mejor financiaban a sus universidades superaban los 9000 euros por estudiante. Para más inri, resulta que las universidades públicas madrileñas tienen las matrículas más caras de todo el país. Por cierto, no son datos extraídos de ninguna organización de izquierda radical, sino de una fundación cuya presidenta es Ana Botín y entre cuyos patrocinadores figuran universidades privadas como el CEU, la Camilo José Cela, la Antonio de Nebrija o la Alfonso X el Sabio.
En este marco de agonía económica es donde se insertan los presupuestos de la Comunidad de Madrid, que prevén dar 40 millones de euros a las universidades públicas, frente a los 200 que éstas demandaban, si al menos se aspira a salvar los muebles: ni siquiera las nóminas del personal están aseguradas. Todo esto dibuja un cuadro bien reconocible: se abandona a las universidades públicas, que suben las matrículas para sobrevivir, a la vez que no renuevan el personal o precarizan a sus trabajadores, obligados a satisfacer un servicio para el que harían falta más recursos y fuerza de trabajo; las facultades se ven obligadas a recurrir a vías de financiación externas –empresas privadas–que a menudo comprometen la independencia ideológica de sus integrantes y que someten a los profesores a una presión insoportable; ante el alto coste de las matrículas, el alumnado con bajos recursos no accede a la universidad, con lo que se profundiza en una brecha socioeconómica que la Comunidad de Madrid ya viene propiciando por múltiples vías.
Todo ello prepara el terreno para una estrategia de derribo que ya conocemos: se infra financia a las universidades públicas, se resiente su apariencia, se degrada el servicio y ya está montada la coartada para justificar la necesidad de las privadas, que los gobiernos de la Comunidad de Madrid han fomentado sin sonrojo. El balance es bochornoso: frente a las seis universidades públicas de la región, tenemos 13 privadas, cinco de ellas fundadas entre 2019 y 2022. Y, pese a todo, la universidad pública es incomparablemente superior. Es en la pública donde tenemos buenas bibliotecas, donde surgen grupos de investigación, donde se ganan proyectos, donde se publican revistas científicas, donde se forma a doctores, donde los profesores gozan de independencia y donde, por tanto, la docencia se actualiza en función de los avances científicos. No hay buena docencia sin buena investigación, y no hay buena investigación sin un ecosistema que nos permita estudiar, escribir, organizar jornadas y toda esa ristra de actividades que hacemos día a día. Estas proclamas no son cosa mía. Basta con echar un vistazo a esos ránkings que tanto gustan a la cultura neoliberal. Si nos fijamos en el de Shangai, de las 36 universidades españolas que figuran en su lista, sólo una es privada; si nos vamos al QS, solo cuatro privadas se encuentran entre las 30 primeras.
Queremos tener sueldos dignos y llegar a fin de mes, pero no trabajamos en la universidad para enriquecernos, sino porque nos motiva estudiar, investigar y transmitir lo que hemos aprendido
Y todo esto es así por una característica del servicio público que ninguna empresa privada está en condiciones de igualar: que no lo hacemos por dinero. Queremos tener sueldos dignos y llegar a fin de mes, pero no trabajamos en la universidad para enriquecernos, sino porque nos motiva estudiar, investigar y transmitir lo que hemos aprendido. En cambio, la razón de ser de las universidades privadas es el lucro. Lamentablemente, cuando las cosas se hacen por lucro, todo funciona peor: para no pagar personal, los profesores deben asumir más horas de docencia, así que no tienen tiempo para investigar; como no hay tiempo ni gente para investigar, no se forma a nuevos doctores y no se genera cantera; como los profesores suelen tener materiales, se les pide que los distribuyan entre los alumnos y se ahorra en la compra de libros, con lo que nunca se crean bibliotecas solventes; como no hay bibliotecas solventes, tampoco hay un espacio adecuado para investigar. Y vuelta a empezar.
La pregunta entonces es: ¿cómo demonios se mantienen esas universidades? La respuesta es fácil: rapiñando de lo público. Por un lado, cuentan con subvenciones generosas de la Comunidad de Madrid. Por otro lado, se benefician del reguero de profesores formados en el sistema público que, ante la ausencia de espacios para colocarse en unas universidades asfixiadas, se ven abocados a vender sus servicios al sector privado, engrosando así una legión de personal cualificado que sufre una precariedad aún mayor que en la pública. En otras palabras: un negocio redondo en el que salen ganando los poderes privados de siempre, que no triunfan gracias a su afán de “emprendimiento”, ni a sus “inversiones”, ni a una presunta “excelencia” de la que carecen, sino porque usurpan bienes comunes con el respaldo de unas autoridades compinchadas con un proyecto de lucro a costa de lo público. Debemos plantarnos y organizarnos contra este entramado de piratería institucionalizada. Es el momento de defender a una universidad pública que, con todos sus defectos, sigue siendo un espacio de libertad por el que vale la pena luchar.