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En su programa de media tarde, Ana Rosa fruncía el ceño. Tenía delante a una persona que, para aquellos no familiarizados con la obra de Judith Butler, podía ser leído como hombre. Esa persona, además, formaba parte del glorioso y muy hetero ejercito español y estaba diciendo que era mujer, lesbiana y madre no gestante. Pero a AR no le toman el pelo, menuda es ella, y le soltó: “¿no se estará haciendo usted pasar por mujer trans para gozar de los privilegios de tal condición en el ejercito?” (o algo parecido). Mira te tienes que reír: eres mujer trans, capitana generala directamente.
La aparición reiterada en televisión de distintos grados del ejercito en distintos grados de transición forma parte del irrespirable ambiente que vivimos desde hace ya una década y que está plagado de bulos. Mentiras como la de la cajera de supermercado que no había leído “El género en disputa” y que fue despedida por no utilizar los pronombres ante una clienta que (oh, no) era una capitoste de los tinglados LGBTQ+ o el de los miles de pervertidos que pueblan los servicios de señoras, a pesar de que nadie habla de la muerte de Nex Benedict de 16 años, asesinade de una paliza en el wáter de su instituto en Owasso, Oklahoma este febrero. Aunque como experto en comunicación tengo que decir que esa entrevista entraba dentro de la lógica periodística, porque buscaba dar un rostro humano a un tema complejo: el de la transfobia.
Hace muchos años, en una fiesta, una persona se me acercó para luego pararse en seco y decirme: “ay, perdona, te he confundido… pero es que todos los cis tenéis la misma cara”. Yo me reí un montón pero con los años he comprendido a lo que se refería: no es que las personas que estamos de acuerdo con nuestro sexo impuesto compartamos rasgos, es que compartimos la mirada. A las personas cis nos encanta bajar las bragas y calzoncillos, tocar y pesar genitales, meter el dedo para ver si los orificios son practicables; nos encanta certificar, compartimentar, nos flipa parar la fluidez y diversidad para sentirnos seguros. Desde el juez que condenó a la guillotina a Margarita Linck en 1721 por vivir como hombre, pasando por las monstruosas imágenes de Nadar de un hermafrodita en 1860 o la de los asesinos de Brandon Teena en 1993 o los de Brianna Ghey, la tiktoker cuya vida fue brutalmente cortada el año pasado en UK. Todos compartimos la misma mirada escrutante que tenía Ana Rosa, la mirada de sexadora de pollos.
El termino cis siempre me ha parecido demasiado positivo ya que parece que la conformidad con el genero impuesto fuera la de un niño melifluo que no pide cosas fantásticas a los reyes (“no, a mí, lo que me traigan”), cuando es una condición cargada de violencia. Ser cis es ser tránsfobo. Ser cis es negar que existe vida más allá del binomio hombre o mujer, y que el género es la cultura, por lo tanto, la mentira, como el sexo es la verdad, verdadera. Podrían existir otras maneras de habitar el mundo, pero no las vemos ni en los medios ni en las escuelas de verano.
Ese carrusel de televisiones que se esta pegando esa persona y que ha logrado eclipsar al sobrino de María del Monte (un tema mucho más interesante, si me preguntan) tiene tres enseñanzas terribles. La primera, ha sido largamente señalada por el análisis feminista de los medios: la violencia simbólica precede a la violencia real. Esos medios, que como decía la drag valenciana Pam Demia en Twitter, tienen programas de pago para la comunidad LGBTQ, están colaborando activamente en la aniquilación simbólica de las personas trans que, a buen seguro, no solo incumple un buen puñado de leyes, sino que anteceden a la violencia real.
Ya lo decía Carlos Arniches en el sainete La señorita de Trevélez: “España es un país de bromas de casino”
La segunda enseñanza es contradictoria pero lógica: la forma en la que esta persona hablaba en televisión del género demuestra que ciertas ideas de la teoría queer han pasado al sentido común, al imaginario colectivo, pero claro, vaciadas de contenido. Del mismo modo que ciertos discursos de la manosfera replican ideas del feminismo como un eco vacío, ciertas discursos de la cis-fera toman ideas de la diversidad sexual y de género. Eso tiene un claro tono anti-intelectual y radical ya que esos discursos provienen de instituciones: desde universidades o ministerios. Si quieren comparten la retórica de “Muerte a la inteligencia” de Millan de Astray o de las declaraciones de Abascal sobre la universidad como una fábrica de malditos liberales y zurdos.
Los primeros ataques a las personas que, dentro de nuestros sesgos y limitaciones, intentamos educar en valores democráticos vendrán por temas como los del género o la diversidad sexual, tal y como ha pasado en otros países como los anglosajones. Dicho esto, se debe apuntar que la situación de los estudios de género en nuestro país en raquítica y la de los estudios LGBTQ entra ya dentro del campo del voluntariado o la caridad intelectual.
Por último, pero no menos importante, señalar un elemento al que parece que hemos estado ciegos los últimos años debido, entre otras cosas, a un vergonzante, miope y cateto revanchismo con el anterior Ministerio de Igualdad: la imbricada convivencia entre discursos tránsfobos y machistas. ¿Me quiere usted decir que estas personas que, según la prensa, acuden en masa y sometidas a un régimen cuartelario a registrar un cambio de sexo no comparten el espíritu de las denuncias falsas por violencia machista o el síndrome delulu parental? Gente a la que gusta bromear con cosas serias, sobre todo si son de personas subalternas, que sufren y tienen menos poder. Vamos, que ya lo decía Carlos Arniches en el sainete La señorita de Trevélez: “España es un país de bromas de casino” (“¿no hay cojones a cambiarse de genero?” dicho entre risas valleinclanescas). Personas responsables de medios y del ejercito y peña cis en general, en serio, parad, la broma ha ido demasiado lejos y esconde demasiado sufrimiento.
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Muy chocante: un artículo ciscándose en uno de los derechos fundamentales de los ciudadanos: el derecho a hacer todo aquello que no contravenga las leyes. Pero como no gusta el pensamiento interno, la intención profunda de los actores, se dice que agreden. Está El Salto en su derecho de crear su catecismo, y de juzgar el pensamiento; pero menos mal que much@s creemos en la libertad del individuo para hacer todo lo que la ley le permita. (Esto es como una fotocopia inversa de una regañina del párroco del barrio. Siempre nos han tenido comiendo heces, pero ahora quieren que sean otras: las suyas. Por justicia reparadora ¿será?)