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El reciente manifiesto de profesores y profesoras sobre la situación en Cataluña no nos puede dejar indiferentes. Ni como ciudadanos ni como historiadores. Menos aún cuando, entre quienes firman, encontramos a colegas, maestros y maestras y algunos amigos con los que hemos compartido muchos espacios y encuentros académicos, y de cuyas investigaciones esperamos seguir aprendiendo. En este caso, sin embargo, su escrito nos ha provocado inquietud y también desacuerdo con las dos ideas básicas que lo justifican. En su estilo lapidario sobresale la contundencia y se echa en falta algún matiz ineludible, matices que podrían ser los puentes del diálogo ahora roto.
En primer lugar, la idea de que “los nacionalismos del siglo XX llevaron al mundo a dos guerras apocalípticas y hundieron a Europa en la barbarie” pasa por alto que la propia formulación de la democracia europea contemporánea, desarrollada con las revoluciones liberales, está estrechamente unida al nacionalismo. La idea de “soberanía nacional”, en la que se basan las nuevas constituciones que nacen desde la revolución francesa, se opone a la “soberanía divina” y se enfrenta al reto inmediato de definir la nación. Además de la exclusión en ciertos momentos de varios colectivos de la propia noción de ciudadanía (mujeres, clases populares, esclavos y esclavas, población colonial, migrantes…), el otro reto permanente, y no resuelto todavía, es la propia definición de la nación.
Décadas de investigación, también protagonizada por una parte de los que firman ese manifiesto, nos ha dejado claro que la definición de las naciones es un proceso histórico que no responde a características objetivas de esos grupos (factores lingüísticos, geográficos... que pueden tener su peso, pero nunca de manera determinante), sino a procesos complejos en los que se han ido construyendo identidades, a veces impulsadas o impuestas desde el Estado, a veces formuladas por colectividades que no se veían identificadas con los discursos estatales dominantes. Esa definición de la nación es lo que ha sido, y sigue siendo, el principal problema del nacionalismo. Sin embargo, la deriva de ese problema y de los conflictos que genera en espirales de violencia ha tenido que ver con las estrategias políticas utilizadas en ellos. Y esas estrategias políticas, de las que podemos entresacar un amplio repertorio, han estado a su vez atravesadas por otro tipo de intereses e identidades, como las de clase social o las de género.
La desobediencia civil ha sido una de las claves que explican los procesos históricos que han posibilitado un desarrollo más participativo e integrador del concepto de democracia
La clave, por lo tanto, es el proceso de construcción y reconstrucción de las naciones y la manera de afrontar los problemas que se crean en torno a ella. Simplificando mucho se podría decir que los conflictos se han dirimido a veces desde la imposición y en ocasiones abriendo paso a la voluntad de la población, muchas veces desde el diálogo y la negociación. De la elección de unas u otras estrategias se han derivado múltiples consecuencias, algunas catastróficas y otras que han servido para profundizar en las prácticas democráticas. Y sobre eso, la investigación histórica (siempre plural y en construcción) nos dice que las estrategias y las soluciones que han primado el uso de la fuerza sobre la voluntad popular no solamente han ahogado los derechos de muchas personas y colectividades, sino que han terminado degenerando en una espiral autoritaria e incluso en prácticas militaristas que ahogan la democracia y generan culturas de odio y exclusión.
Así pues, lo que se dirime en el conflicto actual no es si Cataluña debe o no ser independiente, sino la definición de las bases sobre las que se construyen y evolucionan las naciones, ya sea la catalana o la española. Por eso, defender el principio de la unidad de España por encima de la voluntad de una colectividad que quiere poder decidir sobre su pertenencia a ella es claramente apostar por un nacionalismo basado en la imposición, una idea estática de nación como sujeto único e indivisible de soberanía. Supone también, claro está, dejar de lado otras formas de resolver estas cuestiones (como la recientemente planteada, sin demasiados problemas, en Escocia), renunciar, en una situación de clara aceleración del tiempo histórico, a pensar más allá de una idea hobbesiana de la democracia y asumir cual religión civil una idea dogmática de la legitimidad de la violencia del Estado, sin reparar en los múltiples ejemplos históricos de las barbaridades cometidas en su nombre (no sólo hemos leído a Weber, también hemos leído a Tilly y recordamos los postulados perniciosos que heredamos del siglo XIX, la violencia del Estado no merece la fe de un historiador).
Por otro lado, el segundo supuesto en el que se basa el manifiesto es que “no hay democracia sin sujeción a la ley”, ignorando que precisamente la desobediencia civil ha sido una de las claves que explican los procesos históricos que han posibilitado un desarrollo más participativo e integrador del concepto de democracia. La estrategia del movimiento sufragista, las campañas por los derechos civiles o el recurso a la huelga no son más que algunos de los ejemplos más significativos de las virtudes democratizadoras de la desobediencia y de su utilidad para conquistar nuevos derechos. Algunos de los firmantes, no está de más recordarlo, nos mostraron su apoyo y solidaridad cuando fuimos encarcelados por tomar parte en una campaña de desobediencia civil noviolenta, la insumisión.
También ahora, responder a la desobediencia con una apelación al uso de la fuerza no sólo supone minar las bases de la democracia, sino que tiene el peligro de abrir las puertas a una deriva de enfrentamiento y vulneración masiva de derechos humanos. Supone también despreciar la posibilidad de explorar vías de diálogo y resolución noviolenta de conflictos. Es esa apuesta por la fuerza la que puede conducir a la barbarie, y no la desobediencia civil pacífica.
Por todo esto, nos duele que algunos de los investigadores e investigadoras que han estudiado esos procesos estén ahora precisamente apostando por la vía más peligrosa. Nos parece, sinceramente, un ejercicio de irresponsabilidad histórica, sabiendo que sus consecuencias son claramente impredecibles. Podemos saber cómo empieza una respuesta represiva, pero es imposible saber cómo puede terminar.
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¡¡ Conducir siendo mujer en Arabia Saudi ES ILEGAL TAMBIEN !! Estas en contra o a favor de saltarte las leyes cuando son injustas ?
El hecho de ser profesor universitario no exime que pueda ser un auténtico imbecil de academia.
La represión de los "indepes" catalans puede terminar en heridos y muertos a la mayor gloria de la sagrada unidad de "españa", unidad de destino en lo universal. Pero entonces la democracia a la española se acercaría mucho al modelo turco
Pues eso es lo que buscan los separatistas más extremos, para abundar en su sistemático victivismo histórico, retroalimentado continuamente, si es necesario con manipulaciones históricas o directamente mentiras.