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Opinión
La rabia y la mirada larga
Psicólogo analista de la conducta con perspectiva queer e interseccional
Andamos revueltes estos días semana, tal vez un poco más que todas las demás semanas. Resumiendo, y por si alguien no ha estado al día, se celebra en estos días el juicio contra los acusados del asesinato a patadas de Samuel Luiz, hace ya tres años largos, al grito de “maricón”. Me obligo a no usar demasiados adjetivos, en primer lugar, porque todos se me quedan cortos, y, en segundo lugar, porque no es (solo) esta última cuenta del rosario de violencias a las que nos someten la que me hace reflexionar hoy.
El debate estos últimos días se ha centrado en algo que tal vez pueda parecer, a un observador distante, totalmente irrelevante: ¿Es legítimo, lícito, útil, éticamente correcto, adecuado o, en resumidas cuentas, bueno, el que se estén compartiendo las fotos de los acusados en redes sociales con ánimo expreso de señalarles y marcarles? ¿Qué se pretende con ello? ¿Qué se consigue? Hay, por supuesto, un abanico de respuestas a estas preguntas tan amplio como se pueda imaginar, desde la defensa furibunda de que “deberían colgarlos” hasta un cuasi beatífico “demostremos que somos mejores”. Hay, por encima de todo, ruido.
Inicialmente, me subí al carro del señalamiento con cierto entusiasmo; mentiría si dijera que no deseaba, en ese momento, que estas personas vieran sus vidas arruinadas. Pero di un paso atrás
Confieso que, inicialmente, me subí al carro del señalamiento con cierto entusiasmo. Mentiría si dijera que no deseaba, en ese momento, que estas personas sufrieran intensísimamente y que vieran sus vidas arruinadas. No estoy seguro de no desearlo incluso ahora. También confieso cierto fastidio al ver a la primera persona que criticó el señalamiento, cierta sensación de frustración, de “por favor, es que no podemos ni gritar a gusto, tenemos que ser siempre quienes ponen la otra mejilla”.
También, debo admitirlo, me cansa que se nos hurte o nos hurtemos algo que, en el caso Pélicot o el de los empresarios pederastas de Murcia, parecíamos estar todes de acuerdo en que era no solo útil, sino necesario. Parece que, de pronto, cuando la víctima es uno de los nuestros, nos salen los escrúpulos y pedir no ya sangre, sino el mismo trato que cualquier otra víctima, es una ordinariez o el fin de nuestra utopía soñada. ¿No es legítima esa rabia? ¿No la reivindicamos en tantas otras ocasiones?
Igualmente, borré todo lo que había publicado hasta ese momento y, como mucha de la gente que conozco, me enfrasqué en conversaciones más o menos encendidas al respecto con parejas, amigues y conocides.
Cuando no tengo muy claro qué pensar, me repliego a lo que sé. Por suerte o por desgracia, soy psicólogo. Analista de conducta, para más señas. Así que, después de hablar y leer a tanta gente a la que respeto y admiro, di un paso atrás y me obligué a ver esto no como una emergencia social o como un caso de una violencia horrenda que me interpela como maricón, sino como un problema de conducta a analizar.
Más que preguntarnos por qué hicieron algo así, la pregunta debería ser más bien qué clase de contexto y de historia personal llevan a que un comportamiento como matar a alguien a patadas esté en el repertorio de estas (y tantas otras) personas
Desde mi punto de vista como analista de conducta, y espero que se me entienda bien, no interesan las personas concretas, sino los comportamientos de los que son vehículo. Estas personas —cinco en total son las que responden en el juicio en estos días—, a falta de que el juicio los condene por ello, ejercieron una violencia absolutamente repulsiva contra otra persona, posiblemente al asociarla, a través de un conjunto de claves estimulares (su ropa, su gestualidad, su aspecto), a una categoría concreta: “maricón”. Sería sencillo explicarlo diciendo “son gentuza”, pero nuestra conducta no puede explicarse de una manera tan circular como “han hecho cosas malas porque son mala gente”.
Sabemos fehacientemente que nuestro comportamiento —englobo ahí también nuestras emociones y pensamientos— es fruto de nuestra historia de aprendizaje en diálogo con nuestro contexto actual. No hay una esencia interna de la que broten nuestras acciones, ni nuestras emociones son producto de un alma que nos habita y nos guía: sencillamente establecemos asociaciones entre elementos del contexto, y entre estos y las consecuencias inmediatas y a menudo casi imperceptibles de nuestros actos. Por lo tanto, más que preguntarnos por qué hicieron algo así, la pregunta debería ser más bien qué clase de contexto y de historia personal llevan a que un comportamiento tan absoluta y completamente fuera de toda medida como matar a alguien a patadas esté en el repertorio de estas (y tantas otras) personas.
Movimientos sociales
LGTBIQ Respuesta masiva en las calles al asesinato de Samuel
Es ese contexto, esa historia, lo que es verdaderamente responsable en último término de que esto haya ocurrido. Mientras el esfuerzo se limite a castigar a personas concretas, y no se traduzca en modificar los contextos cotidianos para que sus comportamientos sean menos probables, estaremos siempre barriendo hojas, en lugar de talar el árbol. Por supuesto, este tipo de cambio social requeriría de unos medios y un esfuerzo coordinado que rara vez se llevan a cabo, y, sobre todo, de una mirada larga, estratégica, que no se permita a sí misma vacilar en su empeño de disponer las condiciones de tal manera que lo que nos duele hoy deje de ocurrir en el futuro.
Hasta aquí, por lo tanto, de acuerdo con que convertir las caras de estas personas en algo reconocible es miope y poco útil.
Y, sin embargo, ¿no hay nada bueno que decir del señalamiento de los perpetradores cuando todo un sistema les asiste? Porque de lo que decía antes se sigue que el contexto social permite, fomenta y hasta premia (en el peor de los casos) o, al menos, tolera (en el mejor) la agresión contra personas disidentes. Ya tienen todo un sistema de su parte, un sistema que les ha creado, que ha permitido y fomentado que hayan sido vehículos de estos comportamientos. ¿Acaso no es una buena estrategia el señalamiento, el “que el miedo cambie de bando”?
Que el “que el miedo cambie de bando” es una buenas estrategia, pero cuando hemos compartido sus caras, muy pocos de nosotros estábamos pensando en el precedente que se sienta para otras víctimas, para otros perpetradores
Rotundamente sí. También es una buena estrategia, si lo que queremos es que, ante la posibilidad de perpetrar un acto como este, el sujeto en cuestión anticipe que le puede seguir un escarnio público, que no es algo que se queda aquí y ahora, que puede tener consecuencias sociales (más allá de las legales) en su vida. Y, aún más importante, puede hacer que alguien que haya sufrido una agresión se anime a denunciarlo, a compartirlo, a contarlo, porque anticipe que, a esa costosísima conducta, le va a seguir un apoyo social importante.
Pero vamos a ser honestos: cuando hemos compartido sus caras, muy pocos de nosotros estábamos pensando en el precedente que se sienta para otras víctimas, para otros perpetradores. No estábamos pensando demasiado en el futuro. Estábamos reaccionando como lo hacemos cuando vemos a una araña que nos sobresalta: con la víscera. Nuestra respuesta de repugnancia, de enfado, de deseo de dañar, es puramente pavloviana, automática y rápida, y dispara respuestas encaminadas a calmar esas emociones.
No me creo que quienes dieron (o dimos) al botoncito de compartir una story de Instagram, un comportamiento que no llega a durar casi ni un segundo, lo hiciéramos tras deliberar y concluir que era un curso de acción recomendable contra la violencia homófoba. No es una mirada larga o estratégica, sino un manotazo dado por reflejo. Esto no significa que ese manotazo no sea legítimo y hasta necesario; al fin y al cabo, existe para protegernos. Lo que sí significa es que no es una estrategia muy adecuada para el medio o largo plazo. El manotazo es cortoplacista, busca la resolución y el alivio instantáneos.
Entonces, ¿qué hacemos? Yo personalmente creo que, si reaccionar con la víscera es legítimo e incluso necesario, si compartir sus caras puede tener un efecto a medio o largo plazo positivo, y si centrarse en las contingencias estructurales que han moldeado su comportamiento es lo que impedirá que ocurra de nuevo, la cosa está clara. Cada una de esas estrategias tiene su momento y su lugar: la expresión de la ira y el dolor son necesarias y podemos y debemos permitírnoslas como colectivo, porque el manotazo nos salva hoy.
Pero es la mirada larga la que nos salva el resto de los días y, si entran en conflicto, debe primar siempre la estrategia por encima del desahogo. Lo relevante para que casos como el de Samuel no vuelvan a ocurrir no es tanto lo que les pase a estas personas como lo que nos pase al resto: lo que le pase a un niño que llama “maricón” a otro en el patio, lo que le pase a una jefa que tiene como muletilla un “maricón el último” o lo que le pase a un político que se refiere a las drag queens que hacen cuentacuentos infantiles como un peligro o potenciales pedófilas. Es ahí donde se tiene que centrar el esfuerzo y a donde deben ir dirigidas las políticas institucionales que realmente quieran acabar con esta violencia: consecuencias inmediatas en todos los contextos, no únicamente administradas por las personas LGBTIAQ+ violentadas (que en muchas ocasiones estarán en una situación de precariedad o indefensión que lo impediría), sino por el contexto y sus controles. Las consecuencias demoradas no tienen tanto peso en la conducta, por muy espectaculares que puedan resultar.
No puedo tampoco pedir a nadie que no comparta las caras de esta gente, pero sí me permitiré recordar que estaremos desperdiciando ese gran parte de su potencial si de ese motor sacamos únicamente un señalamiento
Quiero que quede claro que ninguna de estas reflexiones sale de la empatía; no siento ninguna empatía hacia estas personas. No me preocupa ni lo más mínimo lo que puedan estar pensando, sintiendo o sufriendo. No me importa que sus vidas queden indeleblemente marcadas por esto. No hablo desde la consideración de su situación ni el deseo de poner la otra mejilla ni la voluntad de ser “buena persona”, sea lo que sea eso: hablo desde la mirada larga que me fuerzo a adoptar. Desde la estrategia. Desde lo que sabemos que funciona. Ellos son irrelevantes.
Una última cosa respecto a la rabia, y espero que se me perdone la ordinariez de hablar como terapeuta aquí: bienvenida sea. La rabia no hay que apagarla, no hay que afear a la gente que la exprese ni considerarla algo inferior o indigno. Aparte de que eso sería tremendamente injusto con personas a las que quizás lo ocurrido interpela más directamente que a quien lo censura, la rabia nos salva en muchas ocasiones, y hay que permitirse sentirla e incluso dejar que, a veces, dirija lo que hacemos.
Por eso no puedo tampoco, con total honestidad, pedir a nadie que no comparta las caras de esta gente, o que no les deseen el mal públicamente. Pero sí me permitiré recordar que, si de ese motor que es la rabia sacamos únicamente un señalamiento (merecido) de los perpetradores y no también un impulso para presionar para que se modifiquen las condiciones contextuales que moldearon su forma de actuar, estaremos desperdiciando ese gran parte de su potencial. No creo que la rabia y la mirada larga sean estrategias incompatibles, ni que todo el mundo tenga que aplicar la misma. Sí creo que, si nos quedamos en la efervescencia de este momento, estaremos haciendo más pirotecnia que fuego verdadero.
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Es muy buen artículo, que invita a la reflexión elaborada y tiene en cuenta diferentes puntos de vista. Gracias al autor y a El Salto.