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La mirada rosa
¿Puede un heterosexual con pluma ser sujeto político del movimiento LGTB?
El problema identitario que encierra el concepto del “sujeto político” supone, sin duda alguna, una cuestión palpitante dentro de los debates cotidianos de algunos movimientos sociales. Más allá de la diatriba en torno a la incorporación de las mujeres trans al movimiento feminista, se ha convertido en un tema recurrente dentro de nuestras habituales discusiones bizantinas poder precisar quién forma parte y quién no de un activismo u otro. Se plantea que tan solo están legitimadas para participar directamente en una reivindicación determinada aquellas personas que cumplan el requisito de reunir una serie de características que parecen imprescindibles para reconocerse como poseedoras de una identidad concreta. Y creo que es el momento de volver a pensar algunas ideas en torno a esta forma de defender nuestras ideas.
Si consideramos una vez más el asesinato del joven Samuel en Coruña hace unas semanas —que ha de servir aún durante mucho tiempo como piedra de toque y ejemplo constante para gran parte de nuestras reflexiones—, encontraremos en los debates que siguieron a su muerte algunos de los problemas que acarrea una reivindicación puramente identitaria. ¿Puede ser homófobo un asesinato cuando se desconoce la sexualidad de la víctima? Ya hemos repetido hasta la saciedad que sí, que la homofobia no consiste tanto en agredir a un varón gay sino en que la violencia haya sido ejercida porque el agresor consideró que su víctima era un varón gay. Pero las redes se han llenado con carteles que defienden que no padecemos ataques violentos como consecuencia de las personas a las que deseamos, sino por ser quiénes somos. En buena medida eso también es un error.
Alguien es víctima de la homofobia cuando se confirma que realmente es homosexual, pero también y sobre todo cuando simplemente lo parece
La clave de la homofobia —y de otras muchas fobias— no reside tanto en quiénes somos, sino en quiénes parece que somos. Antes de que alguien tenga la certeza absoluta de cuál es nuestra identidad ha empleado ya una serie de herramientas para interpretar nuestras características personales y poder adscribirnos a un tipo u otro de persona. De esa manera puede decidir, de acuerdo con el mismo sistema normativo que regula esa tipificación, si merecemos o no derechos tan básicos como caminar por la calle sin ser molestados con insultos, violentados con agresiones o, incluso, asesinados. Que te llamen “maricón” es algo que sucede cuando quien te insulta te ha observado besando a alguien de tu mismo sexo, cierto es, pero en un gran número de ocasiones esa injuria aparece únicamente porque presentas una serie de rasgos que te acercan más al tipo del “maricón” que al tipo del “perfecto heterosexual” o, mejor dicho y de acuerdo a ese sistema de clasificación, al tipo de la “persona normal que tiene garantizados sus derechos más básicos”.
La mirada rosa
¿Maricón de qué?
Así, alguien es víctima de la homofobia cuando se confirma que realmente es homosexual, pero también y sobre todo cuando simplemente lo parece, del mismo modo que una persona puede ser víctima de la misoginia cuando se ha comprobado que su cuerpo se corresponde con el ideal de «mujer», pero también lo será cuando, por una serie de expresiones y conductas que se reconocen en ella, pueda ser identificada como mujer. Como consecuencia, si un movimiento político persigue como principal objetivo eliminar un problema social concreto, sus sujetos han de ser todas aquellas personas directamente afectadas por dicho problema: no solo quienes son, sino también quienes parecen.
Plantear nuestra reivindicación de otro modo, a través de los postulados hiperidentitarios tan empleados hoy, conlleva una serie de dificultades para el avance de nuestros derechos civiles. No solo nos equivocamos si otorgamos a nuestros agresores una inteligencia superior a la que en realidad poseen, presuponiéndoles un mayor interés y conocimiento de nuestras identidades del que en realidad tienen; sino que también erramos al darle una fundamentación identitaria, con una base radicada en el ser, a las violencias que padecemos, porque se convierten entonces en una cuestión minoritaria, que solo afecta a quienes realmente son lesbianas, gais, bisexuales o trans.
Dentro del sistema de pensamiento normativo en torno a la sexualidad cualquiera puede llegar a parecer una persona LGTB y, por lo tanto, enfrentarse a la violencia que no es entonces exclusiva de unas minorías autoidentificadas
Resulta evidente que la realidad es otra: dentro del sistema de pensamiento normativo en torno a la sexualidad cualquiera puede llegar a parecer una persona LGTB y, por lo tanto, enfrentarse a la violencia que no es entonces exclusiva de unas minorías autoidentificadas, sino un problema al que se enfrenta toda la población y que debe ser atajado como una amenaza colectiva a toda la ciudadanía, no exclusiva de un grupo identitario. Además, pretender modificar una realidad que nos resulta difícil habitar mientras damos la espalda a las normas con las que se regula y fundamentamos nuestras propuestas en otros análisis, que solo compartimos un reducidísimo número de personas, si bien puede ser un elevadísimo ejercicio intelectual no solo no supone en la práctica una verdadera agenda de transformación social sino que puede llegar a convertirse en un obstáculo.
La reivindicación hiperidentitaria es susceptible de ser poco efectiva, tanto porque carece tanto de un análisis certero de la realidad a transformar como porque dificulta una comunicación eficiente con la población a la que hemos de convencer de nuestros planteamientos, que a priori no tiene por qué compartirlos y debe ser educada adecuadamente si pretendemos que los comparta.
La identidad es útil, pero enfocar nuestras reivindicaciones solo en una serie de identidades de las que se desprende el resto de nuestros pensamientos puede ser un obstáculo
En resumen, resulta tan paradójico como absurdo que el mismo movimiento social que denuncia la invisibilidad de nuestras identidades pretenda fundamentar las violencias que padecemos en la persecución social que provocan esas identidades invisibles. Y, como consecuencia, si pretendemos erradicar esas conductas que consideramos problemáticas, no podemos plantearlas desde posiciones identitarias, es decir, defender que se ataca a una identidad personalísima y no a una serie de características que coinciden en un mismo cuerpo y que se perciben y comprenden desde fuera de nuestro marco de pensamiento.
Por eso un hombre heterosexual, si tiene pluma, tiene sin duda que ser considerado como parte interesada en cualquier discurso que ponga sobre la mesa el movimiento LGTB, al que, tal vez, deberíamos empezar a llamar “movimiento para la erradicación de la homofobia, lesbofobia, transfobia y bifobia”, si es ese su verdadero objetivo y no solo una serie de políticas de reconocimiento identitario. Porque la identidad es útil: nos ayuda a comprender quiénes somos y nos propone modelos de ser que quizá no conocíamos —si bien en muchas ocasiones elimina o restringe otras posibilidades vitales que pueden resultarnos igualmente interesantes—; pero enfocar nuestras reivindicaciones solo en una serie de identidades de las que se desprende el resto de nuestros pensamientos puede ser un obstáculo difícil de superar, si no lo está siendo ya. No diré que el activismo identitario supone hoy una rémora para nuestros objetivos como movimiento social. No lo diré, pero empiezo a pensarlo.
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Son muchas las formas de insatifacer los imperativos de la masculinidad. Tener pluma es una, ser sensible y compasivo y obrar en consecuencia, otra. Es un sistema de valores que produce una psicología moral de sufrimiento, un orden social de desamparo e impunidad, de soledad también. No es contra la pluma, es la guerra contra la sensibilidad, es la instrumentalización "del mundo de la vida", dicho sin sensiblería, es la lucha contra el amor.
Hoy nada es más difícil que seguir sintiendo al otro, con el desgarro que produce conservar el contacto con la realidad, cada vez más narcisista.
Ayuda mutua.
Interesante reflexión, porque esa realidad existe. Y tener pluma equivale básicamente a no ser un "machote".
Pero son tantas las fobias y las identidades y, en cambio, tan concreta la ideología de los agresores que, ya puestos, igual habría que llamarlo "antifascismo". Que un día cazan maricones, al otro moros, al otro polacos, al otro violan mujeres... Y son los mismos.