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La mirada rosa
¿Maricón de qué?
Tan importante es la revuelta como saber contarla. Tan importante es la acción reivindicativa como pensarla después y convertirla en un suceso transcendente, en un evento memorable que pueda funcionar como punto de partida para un nuevo tiempo de la revolución.
El pasado lunes a las ocho de la tarde miles de personas se lanzaron a las calles por todas las esquinas de nuestro país para pedir justicia para Samuel, el joven asesinado en Coruña al grito de “¡maricón!”. La convocatoria supone y debe ser entendida como un punto de inflexión para nuestro movimiento reivindicativo. Ha quedado claro que lesbianas, gais, bisexuales y personas trans seguimos siendo capaces de movilizarnos para denunciar la violencia de la que seguimos siendo víctimas, pero estas concentraciones tienen un carácter significativamente diferente. No son manifestaciones perfectamente organizadas, convocadas por entidades sociales que ordenan nuestra visibilidad, ordenan nuestro posible enfado e incluso ordenan qué derechos debemos demandar cuando salimos en masa a manifestarnos o celebrar nuestra visibilidad al llegar el 28 de junio.
Hemos salido a la calle sin orden ni concierto, pero con la única motivación de nuestra rabia ante la injusticia de un asesinato homófobo y con un único mensaje común que reivindica un “basta ya” claro y contundente.
No, esta vez hemos salido a la calle sin orden ni concierto, pero con la única motivación de nuestra rabia ante la injusticia de un asesinato homófobo y con un único mensaje común que reivindica un “basta ya” claro y contundente. Ahora es el momento de averiguar cómo canalizar esa rabia, cómo ordenar todo este desorden, para continuar avanzando en nuestras reivindicaciones.
Claro que antes hemos de cuidar lo concreto, debemos satisfacer debidamente esa demanda de justicia para Samuel. Los tribunales se encargarán —esperemos que con más acierto del que habitualmente demuestran— de descubrir y condenar a las personas culpables de este asesinato. Según se nos va informando la culpa, ese concepto penal tan complicado de precisar, recaerá sobre la docena de personas que es directamente responsable de los golpes que acabaron con la vida de nuestro compañero. Pero como sociedad civil no podemos olvidar que, además de aquel grupo asesino, de forma más o menos indirecta —a veces muy poco— son muchas las responsabilidades que hemos de reconocer y que nos permiten entonar un “yo acuso” tan activista como necesario. Un “yo acuso” que siente las bases de la que ha de ser una nueva forma de comprender cuánto dependen nuestros derechos de cómo vigilemos de qué manera se comporta todo nuestro entorno.
Yo acuso a los fascismos que difunden el odio hacia lesbianas, gais, bisexuales y personas trans. Acuso a los partidos que esconden su intolerancia radical bajo fraudulentos mensajes de protección a los menores o que fingen defender nuestros derechos solo cuando con ese discurso pueden atacar los derechos de otras personas. Yo acuso a quien trata de imponer en las escuelas el “pin parental”, porque es una forma de censura que supone una primera parada de un tren que nos dirige a un nuevo Auschwitz. Acuso a quien recurre nuestras leyes, a quien las vende a cambio de cualquier apoyo, a quien se niega a colgar nuestras banderas y a quien una y otra vez quiere convencernos de que defiende nuestros intereses mientras los ignora o los prostituye en favor de las empresas de explotación reproductiva y sigue cobrando, sin parpadear un instante, gracias al sillón que le ofrecen quienes más nos odian. Yo acuso también a quienes siempre han defendido nuestros derechos, pero no dudan un momento en bloquear las leyes que deben protegerlos; a quienes construyen un debate artificial que paraliza todo con la sola intención de restringir el reconocimiento de nuestras libertades y poder comerciar sus apoyos con esas cartas. Acuso a quienes nos acarician el dedo mientras señalamos la luna que nos es necesaria.
Yo acuso a los fascismos que difunden el odio hacia lesbianas, gais, bisexuales y personas trans y a los medios de comunicación que difunden cualquier mensaje con tal de vender anuncios, que equiparan democracia y fascismo
Yo acuso a las iglesias de los tres monoteísmos, que imponen sus creencias irracionales por encima de cualquier pensamiento científico y propiciaron y propician el genocidio del deseo mientras esconden sus perversiones. Y —estamos en España— acuso a los obispos, del primero al último, y a sus cientos de secuaces, porque con sus constantes mensajes de odio también bendicen las hostias que nos dan y que nos matan. Acuso también a los medios de comunicación que difunden cualquier mensaje con tal de vender anuncios, que equiparan democracia y fascismo, activismo y odio, para conseguir audiencia para sus falsos debates; que prestan atención a lo que nos ocurre solo cuando pueden exhibir morbosamente nuestra sangre manchando la acera, nuestros labios partidos, nuestros ojos morados.
Yo acuso a las empresas que fingen compromiso, que se vuelven arcoíris como plan de negocio, que tasan nuestra sexualidad para aumentar sus ventas. Y acuso a cientos de personas particulares: a quien no nos contrata por el qué dirán, porque no tenemos un aspecto respetable, porque tenemos demasiada pluma. Acuso a quien nos insulta en la calle por ir de la mano con alguien de nuestro mismo sexo, a quien nos insulta en el colegio por mirar a un compañero más de dos segundos, a quien nos insulta en el metro porque viajamos con nuestros amigos, a quien nos insulta en el restaurante por cenar con nuestras parejas. Acuso a quien dice que no se nos nota nada y acuso a quien dice que se nos nota mucho. Acuso al policía que elige contra quién carga, acuso a quien le ordena que debe cargar contra él. Acuso a los profesores que dicen a sus alumnos que deben quejarse menos, que no sean “tan maricones”. Acuso a tantos jueces con miopía probatoria, a tantos médicos que ignoran cómo existimos. Acuso a los padres que prefieren que sus hijos maten maricones en lugar de enseñarles a respetar a la gente y a los padres que dicen preferir hijos muertos a verlos felices del brazo de otro hombre. A todos ellos acuso, y creo que aún me quedo corto haciendo acusaciones, porque si no tienen culpa tienen responsabilidad sobre esto que nos sucede.
Pero también nos acuso, nos acuso a nosotras mismas. Nos acuso a las personas que de un modo u otro hacemos eso que llamamos activismo. Acuso a quienes han dicho durante años que los hombres gais realmente son privilegiados, a quienes han olvidado el problema de la violencia, a quienes prefieren el activismo teórico a la marcha, a quienes van a la marcha sin haber abierto un libro. A quienes piden solidaridad inquebrantable con sus demandas sin que recordemos apenas la última vez que la ofrecieron, a quienes reescriben nuestra historia para favorecer sus intereses, a quienes no mueven un dedo si no hay subvención por medio, a quienes se fotografían con quien haga falta para mantener la subvención, a quienes incluso aplauden a la extrema derecha en cualquiera de sus trampas. También nuestro movimiento, empobrecido de ideas, de organización y liderazgos tiene una responsabilidad en el estado de las cosas.
No podemos seguir revindicando como siempre, pero no encontraremos una nueva forma de reivindicar si no afrontamos nuestras flaquezas y aprendemos de nuevo a observar más allá de los Observatorios
¿Por qué no gritamos mejor y más fuerte para tratar de erradicar todo este odio? ¿Por qué nos entretuvimos en el regodeo de lo conseguido o en el debate más peregrino en lugar de demandar con claridad y desde el primer día tantas cosas por hacer, en lugar de denunciar con la voz bien alta y de forma efectiva todos esos discursos que nos agreden? Es evidente que no podemos seguir revindicando como siempre, pero no encontraremos una nueva forma de reivindicar si no afrontamos nuestras flaquezas, si no aprendemos de nuevo a observar más allá de los Observatorios, a ejercer la crítica activista de nuestro contexto. Si no denunciamos con determinación todas y cada una de las afrentas, si no organizamos todas y cada una de las protestas.
Por eso de los sucesos del pasado lunes, de este Stonewall a la española, debemos extraer algunas enseñanzas. Podemos reconstruir todo nuestro movimiento, toda nuestra reivindicación, a partir de la conciencia de que la movilización aún es posible, de que podemos salir a las calles a gritar por nuestros derechos si la indignación nos vence. El movimiento LGTB ha de reaprender a gestionar la indignación de todas esas personas que el pasado lunes ocuparon las calles de tantas y tantas ciudades españolas para volver a llenar de militancia nuestras asociaciones. Las entidades sociales que dicen representarnos han de comprender que es esa su función y utilidad fundamental: que si aseguran tener el respaldo de la sociedad civil, de cientos de miles de personas lesbianas, gais, bisexuales y trans, deben ejercer como portavoces colectivos de todas esas inquietudes que nos hacen salir en masa a tomar las calles.
Porque de no hacerlo toda nuestra indignación podrá perderse sin ser debidamente canalizada hacia los espacios donde puede servir para mejorar las cosas. Si la población LGTB ha decidido pronunciar el “basta ya”, no puede ser otro el mensaje del activismo organizado. Se acabaron los pactos, no puede haber más cabildeos. Se acabó callarse alguna cosa para poder alcanzar algún mínimo. Todas, asociaciones y personas a pie de calle, debemos aprender algo importante precisamente de las últimas palabras de Samuel: ni la más mínima agresión puede quedar sin su correspondiente respuesta tajante e inequívoca. Ante una ofensa solo es posible contestar de una manera: “¿Maricón de qué?”.