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Centros de menores
Vigilar y educar: el día a día de los centros de internamiento de menores infractores
En una de las inmovilizaciones que presencié en un centro de menores dos agentes de seguridad intentaban contener a un menor. Para ello, uno mantenía al joven boca abajo, sujetándole las piernas, mientras que otro le palanqueaba los brazos para que se hiciese daño si seguía moviéndose y obligarle así a cejar en su comportamiento. Durante ese forcejeo, el agente que le sujetaba las piernas, fruto del esfuerzo, se mareó. Esto hizo que, de repente, toda la situación cambiase por completo. El menor se incorporó para interesarse por el agente de seguridad y ver si estaba bien, mientras que le decía al otro agente y al educador que le pusiesen las piernas en alto y que trajesen agua.
Toda la escena se transformó. De reducción —que es como lo llaman allí— e inmovilización del menor que presentaba una “conducta agresiva y retadora”, se pasó a un mareo y una bajada de azúcar en la que todos nos interesamos por el compañero.
Esto me dio mucho que pensar, y me hizo reflexionar sobre la perspectiva sociocultural del internamiento y las convenciones culturales que allí dentro se emplean. Este cambio repentino de escena condensa perfectamente casi todas las teorías con las que he trabajado durante mi análisis de los centros de internamiento y cómo podemos analizar este proceso desde un enfoque cultural basándonos en las teorías de roles impuestos, el papel del buen interno, la violencia estructural y directa, los eufemismos que empleamos, los centros como contenedores sociales o el discurso de las mayorías; enfoques que quedaban todos plasmados en esas llaves de kung fu y esa bajada de azúcar. Me explico.
Los centros de menores como eufemismo
Un centro de internamiento de menores infractores (o centro de ejecución de medidas judiciales) es un espacio acotado en el que los jóvenes cumplen una medida de privación de libertad. Algo así como una cárcel para menores de edad, pero donde esa consideración de menor de edad hace que todo cambie. Que no se le pueda llamar cárcel, sino centro de internamiento, que no sean sentencias lo que se cumplen, sino medidas, que se aleje de la cárcel para parecerse más a un internado, que los internos no parezcan presos, sino internos y que los programas educativos y resocializadores impregnen todo el día a día. Y que, por cierto, no tengan nada que ver con otros menores —los “MENAs”— que no han cometido ningún delito más allá de cruzar una frontera y que no pintan nada aquí.
Los muros siguen estando, los agentes de seguridad siguen atentos y las puertas no tienen pomo por dentro
Todo esto estará sujeto por lo que dice la Ley Orgánica 5/2000, donde se aclara que el carácter educativo primará sobre el punitivo y que siempre se priorizará el superior interés del menor. En definitiva, una consideración de menor de edad que lo catalogará como sujeto que aún no es plenamente responsable de sus actos —un acuerdo social al que todos hemos llegado como prueba de nuestra madurez como sociedad— que deberá marcar la actuación con ellos y ellas, y que convertirá su medida judicial en una “intervención de naturaleza educativa” con la que conseguir su “efectiva reinserción”.
Pero los muros siguen estando, los agentes de seguridad siguen atentos y las puertas no tienen pomo por dentro.
El teatro del internamiento
Retomando lo que decía sobre el desmayo, si lo vemos desde la teoría de roles, vemos cómo a lo largo de su medida el menor tendrá que adquirir y cumplir unas reglas de comportamiento con las que llevar a buen puerto su internamiento, cumplir las expectativas del teatro allí vivido. Así, pedir permiso, participar en las actividades, conocer la normativa o mostrar buena actitud serían algunas de ellas.
Lo que se puede y lo que no se puede hacer estará más o menos previsto y protocolizado
Del mismo modo, también existirán canales mediante los que desafiar ese sistema y se articularán vías por las que manifestar su descontento (se normalizarán desaires, insultos, pequeñas agresiones más o menos controladas, pero se cortarán rápidamente otras actuaciones o incluso se convertirán en tabú por ellos mismos). Lo que se puede y lo que no se puede hacer estará más o menos previsto y protocolizado, es decir, culturalmente regulado.
De este modo se comienza a desarrollar el rol del buen interno, aquel que, siguiendo las teorías de Bourdieu y Foucault, aceptará su papel como dominado, legitimando incluso la actuación contra él y reproduciendo los papeles que le serán asignados. Convirtiéndose en cómplice de esa violencia simbólica que recaerá sobre él y que, en determinados momentos, se podrá convertir en simple violencia directa. Desde esta perspectiva, se observa de manera meridiana cómo todos deben conocer y cumplir su papel para que todo funcione según lo previsto: el menor debe comportarse como menor, el vigilante de seguridad como vigilante de seguridad y los educadores como educadores.
El control y la regulación de la violencia son la clave de estos espacios
Todo esto provoca que los centros estén recubiertos de un halo educativo que, si bien será el objetivo del internamiento, no oculta esa violencia ejercida contra el menor y que, en caso necesario, se volverá palpable y directa. No debemos ser tan ingenuos de no verla o desentendernos de esa premisa porque caracterizará todo el día a día. La escuela tendrá un vigilante en la puerta, los desayunos, las cenas o los patios serán controlados y evaluados por los educadores y las correcciones serán permanentes. Por lo que el control y la regulación de la violencia (y su coordinación con otras actuaciones, como la voluntariedad, la sugestión o la motivación) serán la clave de estos espacios.
Por otro lado, esta violencia simbólica y la teoría de roles engarzan directamente con el análisis de las instituciones socioculturales, aquellas estructuras que dan forma al comportamiento socialmente aceptado, que deberían haber sustentado al menor y que, de algún u otro modo —y siempre desde la perspectiva de la mayoría—, han fracasado.
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No cumplir la normativa vigente y la inacción de la Fiscalía de Menores hace que los trabajadores se sientan indefensos ante cualquier conflicto que pueda surgir dentro de los centros. Piden cumplir la normativa vigente y no crear macrocentros, además de reforzar la seguridad en los mismos.
Así, la familia, los grupos de iguales o el sistema educativo, sumadas a los ritos de paso que deberían haber pautado también su progresiva introducción en la sociedad como adultos (los cambios de etapa educativa, las prácticas laborales, los primeros trabajos remunerados) no habrán sido eficaces, por lo que se replantean ahora de nuevo bajo otros ropajes. Una repetición de esas instituciones y de esas fases rituales revestidas de otro significado que intentarán repetir esa incorporación a la sociedad a través de nuevas oportunidades de resocialización, sea lo que sea lo que signifique eso.
El internamiento se convierte en un re-rito de paso con el que facilitar y pautar el paso a la vida adulta
Y desde esa perspectiva se entiende que el centro de menores se convierta para muchos en algo así a lo más parecido a su familia, su instituto, su lugar donde hacer amigos o la institución a la que recurrir cuando, tiempo después, tengan que resolver algún problema burocrático o personal. Es así como se entiende que el internamiento se convierta en un re-rito de paso con el que facilitar y pautar ese paso a la vida adulta. Y también que algunos abracen ese estado liminal (de menor infractor) como situación permanente ante la vida anterior y la previsión de la siguiente. Una prueba más de que el fracaso no estaba en su comportamiento ni en el internamiento.
Los centros como sistemas expertos
Esta amalgama de significados hace también que los centros de internamiento se estén convirtiendo en sistemas expertos (y cada vez más de gestión privada), es decir, en entes que aglutinan una gran cantidad de saberes específicos (pensemos en los aviones o los quirófanos) y que se ponen a disposición de la sociedad con un grado de apertura mínimo y exigiéndole una alta asunción de riesgo y confianza.
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La vida cotidiana de un centro
Es con toda esta amalgama de enfoques con la que escribí mi último libro, Chabolo, patio y escuela. Etnografía del internamiento en un centro de menores infractores, donde traté de escudriñar cómo era un proceso de privación de libertad para un menor, cómo lo entiende él y qué actuaciones conlleva; presentando una etnografía sobre su día a día y un cóctel de teorías y de autores que me llevaban siempre a las mismas conclusiones: los centros de internamiento como contenedores sociales, el internamiento como periodo de hibernación y el revestimiento educativo de una situación tremendamente violenta, como es la privación de libertad. Y en medio de todo aquello, el joven infractor.
Así, entendía que los centros servían como un contenedor social porque cuando te ha tocado nacer en la cara mala del mundo, cuando ni el barrio, ni la familia ni la escuela, ni nada de lo que ves por televisión es como lo que ves por televisión, las grietas empiezan a hacerse más grandes. De ahí que en muchos casos el internamiento sea un internado para pobres y sirva tan sólo como periodo de hibernación para algunos, en el mejor de los casos —en esa época de tempestad que es la adolescencia— o como prueba irrefutable del fracaso estructural de la sociedad, un fracaso que se concreta en ciertos menores, que tendrán aquí su lugar donde expiar “esas culpas” y también una vía para canalizar la ira de sentir dicho fracaso sobre sus cabezas.
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Es así como se entiende que el joven, convertido en menor infractor, se vea en mitad de una lucha de tensiones sociales entre la justicia ordinaria, el sistema educativo, su entorno social y familiar, su grupo de iguales, las decisiones políticas, las teorías sociales e incluso algún que otro investigador social. Ahí, en medio de todo eso, debemos situarlo.
Un joven que es menor y que debe tener trato de menor, de sujeto que queremos incorporar a la sociedad como sujeto funcional (signifique eso lo que cada cual entienda), y que es desarraigado de su grupo. Ahí, su cuerpo se convertirá en campo de batalla sobre el que la resocialización, el desarrollo integral de su persona y la responsabilización por los hechos cometidos (tal como reza la ley orgánica del menor) actuarán despiadadamente. Un cuerpo sobre el que maestros, psicólogos, educadores sociales, psiquiatras, jueces, abogados, familia e instituciones públicas actuarán conjuntamente.
Los tatuajes transgresores adquieren un significado de desprecio hacia el grupo mayoritario y de iniciación (rito de paso) en el minoritario
Será en esa situación en la que el menor tendrá el dilema de abrazar esas nuevas propuestas de resocialización o de afirmarse como desviado a través de manifestaciones que se encarnarán en su propio cuerpo y que mostrarán el desprecio hacia esas formas mayoritarias. Así se entienden los tatuajes transgresores o el rechazo a cualquier indicio de autoridad formal. El estigma y la confrontación como método de autoexclusión y al mismo tiempo de identificación con los excluidos. De ahí que rajarse el nombre del chico o chica que le gusta, tatuarse la manzana de Apple o el símbolo de Nike hechos por ellos mismos, pintarse los dedos de la mano con lo primero que se les ocurra o tatuarse en la cara una bailarina “porque por 20 euros era lo único que me hacía el tatuador”, adquieran ese significado de desprecio hacia el grupo mayoritario y de iniciación (rito de paso) en el minoritario.
Desde esa perspectiva, el internamiento se convierte en un teatro vivido en el que la violencia y la cultura propia de estos espacios dotarán de sentido al vigilante de seguridad contra el que desfogar, al muro de cinco metros o a la puerta sin pomo por dentro. Unos espacios en los que si te mareas en mitad de la función, el escenario se desmonta y aparecerán otros significados; el de communitas o de compañeros de la misma tragedia, en la que cada uno cumplen su función. Aunque ese es otro cantar.
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Hola! Os pediría, que si podéis, cambiéis la foto de entrada del artículo. Habéis puesto la foto de un centro de protección de primera acogida de Granada que no tiene nada que ver con un centro de internamiento de menores infractores. Un centro que además sufre bastante criminalización por la confusión popular entre los distintos tipos de centros de menores y por la campaña existente hacia los menores que migran solos. Creo que hacer un artículo sobre centro de menores infractores poniendo una foto de un centro de protección contribuye precisamente a esa confusión. Gracias!