Derechos Humanos
Sobre obediencia debida, órdenes aberrantes, impunidades o soberanías

Las películas Diplomacia y Cold Case Hammerksjold tratan y desvelan, mirando al pasado, claves de nuestro siempre espeso presente.

10 sep 2019 06:00

En la madrugada del último fin de semana del pasado agosto, hace 75 años, el general alemán, Dietrich von Choltitz, gobernador nazi de la París ocupada, estuvo a punto de destruir la ciudad del Sena cumpliendo órdenes de Hitler. La voladura del centro de París, en caso de perder su control, debía hacerse, entre otras razones, como venganza por la devastación de las ciudades alemanas, bombardeadas desde el aire por la aviación aliada. Así lo explica en la película Diplomacia (2014), la propia encarnación del personaje del general nazi, responsable de la eliminación de la población judía de Sebastopol: “Lo haré, como ya lo hice con la peor orden de toda mi carrera, cumplí con mi deber hasta las últimas consecuencias”.

La película de Volker Schlondorf, basada en la obra teatral de Cyril Gely, nos recrea aquella noche planteando, a través del diálogo, algunos de los puntos nodales del conflicto sobre las fuentes de poder decimonónico, y a su vez el intento de aniquilación sistemática del propio conflicto como contradicción dentro de los márgenes autoritarios del sistema de poder. Así, la narración afronta una discusión historizada sobre la obediencia debida de la burocracia militar frente a la ejecución de una orden aberrante (de la boca del antagonista del general nazi, el cónsul sueco en París, Raoul Nordling); plantea los conflictos existentes entre política y legalidad vigente —siempre presentes en la emergencia de las violencias subalternas—, con la caracterización de la resistencia francesa a la ocupación nazi como terroristas por parte de la gobernanza alemana; y, finalmente, arroja a la pantalla la lacerante discusión sobre los orígenes de los que emanan las legalidades y los monopolios de las violencias estatales respecto a la comisión de crímenes, en este caso, de guerra, según la propia legislación vigente en 1944 (previa a la Declaración Universal de los Derechos Humanos).

La destrucción de París es, en boca del personaje de Von Choltitz, un acto de guerra y no un crimen. Un acto bélico, y no un crimen bélico. El gobernador nazi lo plantea así tras retorcer la interpretación del derecho de guerra (paradojas macabras, pero muy presentes en el devenir histórico de la humanidad). El general alemán tiñe de borrosidad intencionada la línea de combate, siempre difusa en la práctica, como poder de facto que era. En este caso, el del expansionismo nacionalsocialista, aunque contara para ello con una profunda colaboración francesa.

En Diplomacia el personaje del diplomático sueco pone sobre el tapete, desde un idealismo humanista, el límite de la obediencia a una orden

En respuesta, el diplomático sueco pone sobre el tapete, desde un idealismo humanista, el límite de la obediencia a una orden. Una orden no discutida por parte del ejecutor al estar dentro de los marcos del código de disciplina: la base del poder, pertenencia y supervivencia dentro del colectivo disciplinado, en este caso, el militar.

El personaje civil —también sujeto a obediencia como diplomático, pero salvaguardado, en este caso, por la neutralidad del Estado al que pertenece como parte del funcionariado de política exterior—, hace presente en escena la palabra desobediencia. Enraizada, para remarcar su legitimidad, en la naturaleza de dicha orden: la presencia de lo aberrante. Mientras, insiste en caracterizar el crimen como tal por tratarse de un ataque sobre población civil. Lo nombra, por consiguiente, como un acto contrario a la particular ley de la guerra regular.

La respuesta en el discurso del militar alemán conduce a una equiparación victimista: el señalamiento de los crímenes ya perpetrados por sus enemigos contra población civil. Y además cede el paso, de nuevo, a la centralidad de los objetivos del imaginario regidor militar: la obligación de un superior de llevar a sus hombres a la victoria como parte de su deber, “da igual de qué forma”.

Sin embargo, el núcleo del argumento del gobernador nazi de París frente al diplomático, legitimando su voluntad de acatamiento y ejecución de la orden —la destrucción de París—, es la apelación a las víctimas alemanas: los civiles del castigado pueblo alemán. Se refiere a los crímenes bélicos, impunes, que los vencedores de la II Guerra Mundial perpetraron contra las ciudades alemanas arrasadas, tal y como el escenario del neorrealismo italiano de Rossellini nos mostró en Alemania, año cero (1948). “Usted considera que sus civiles valen más que los nuestros (…) así ambos bandos tendrán sus mártires”, exclama Von Choltitz.

Viniendo de un general alemán se hace patente una memoria corta e interesada de su propio pasado, el previo al estallido de la II Guerra Mundial como consecuencia de su expansionismo imperialista. Habría mucha tela que cortar, pero yo me refiero específicamente al olvido de un crimen y un acto de guerra moderno en la retaguardia: la primera ciudad bombardeada masivamente con el progreso de la tecnología aérea de guerra, Madrid. Y, por supuesto, vemos en el diálogo ausente, desaparecida, la responsabilidad del III Reich en la destrucción de la ciudad que fuera inmortalizada por Picasso como símbolo de la barbarie de un desarrollo moderno que ejecutaba, con la revolución técnica de las máquinas aéreas, la ya consolidada vuelta de tuerca de las estrategias militares de guerra (inauguradas en la guerra civil norteamericana y practicadas generalizadamente en las guerras de conquista y la Gran Guerra). Guernica fue bombardeada, como sabemos, por la Legión Cóndor (la aviación nazi en apoyo al bando golpista monárquico del general Franco). Bombardeos masivos, como también sufrieron Málaga o Badajoz, con el fin específico de arrasar con la población civil. 

Me refiero específicamente al olvido de un crimen y un acto de guerra moderno en la retaguardia: la primera ciudad bombardeada masivamente con el progreso de la tecnología aérea de guerra, Madrid

Encontramos pues en esta excepcional obra teatral llevada al cine, un nuevo reflejo del silencio sobre los nombres de los primeros tanques que entraron en París en el día que siguió a aquella madrugada, la Nueve, como parte de las tropas del general Leclerc. Los liberadores de la ocupación nazi y de su propio régimen colaboracionista, el régimen de Vichy —que contaba, claro está, con su propia legalidad— venían encabezados con el recuerdo vivo de Teruel, Ebro, Brunete y un largo etc. las batallas de la guerra de España. Los republicanos españoles que, tras exiliarse del país y zafar de su internamiento en los campos concentracionarios del sur de Francia para refugiados españoles, pasaron al frente magrebí de la guerra mundial y finalmente se alistaron para seguir luchando contra el fascismo en Europa, terminando en las tropas francesas de liberación nacional.

Franco, con su victoria, en el contexto de la puñetera realpolitik post-victoria aliada, no fue nunca juzgado por crímenes de guerra, como exigían los comités internacionalistas de apoyo a los republicanos españoles del momento. Tampoco lo fueron los nazis y el fascio, fundamentales para que se desencadenara la guerra por el parcial fracaso del golpe de estado militar del 17 y 18 de julio de 1936, y para que el bando nacionalista español, fascista y nacionalcatólico, resultara vencedor.

Muriendo en la cama tras 40 años de dictadura, Franco tampoco fue juzgado por crímenes contra la humanidad, ni se persiguió que lo fuera según la legislación universal de los derechos humanos, vigente desde el 48. De hecho, la brigada político-social, los represores de los últimos años de su dictadura cívico-militar siguen impunes de sus crímenes de lesa humanidad por torturas y asesinatos extrajudiciales porque la legislación española transitó, sin rupturas, “de la ley a la ley” en 1977 y hasta la Constitución del 78. Por ello, y por una colaboración activa con esa reforma, las sentencias de los juicios represivos de la legalidad franquista siguen vigentes hoy, sin haber sido anulados.

Muriendo en la cama tras 40 años de dictadura, Franco tampoco fue juzgado por crímenes contra la humanidad, ni se persiguió que lo fuera según la legislación universal de los derechos humanos, vigente desde el 48

Pues bien, por esas mismas lógicas de la victoria bélica, los Aliados nunca fueron juzgados por los bombardeos de las ciudades alemanas. Es más, a 74 años (el 6 y 9 de agosto) de los únicos ataques nucleares de la historia contra las ciudades niponas de Hiroshima y Nagasaki, la potencia unilateralmente responsable que controló neocolonialmente el Japón vencido, los Estados Unidos de América, nunca han sido juzgados por sus crímenes de guerra. Sí se constituyeron el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente y, por supuesto, los relevantes y famosos Juicios de Nurémberg.

Por su parte, en España, el franquismo puso en marcha la Causa General tras la victoria bélica, mientras tras cuarenta años de ejercicio del poder, durante la reforma transicional, sus sectores reformistas apelaron a la reconciliación nacional (con impunidad siempre), igualando las responsabilidades bélicas entre bandos —como hace el personaje de Choltitz—, y olvidando con ello su sistematicidad en la aplicación crímenes ilegales y legales desde 1936 en las zonas progresivamente conquistadas, y hasta 1977 en todo el país.

Entablando un diálogo internacionalista, podemos decir que por fin este año —a 83 años, otro domingo de este pasado agosto, del fusilamiento de Federico García Lorca, cuyo cuerpo sigue hoy desaparecido, “por rojo y por maricón” durante la limpia franquista de Andalucía; en el año del 50 aniversario de Stonewall, con toda la represión legal y policial de la segregación estadounidense y las luchas por los derechos civiles y políticos colectivos—, podemos ver revelada en la pantalla, en esta ocasión dentro del caso sudafricano, la criminalidad supremacista de la ejecución de lo aberrante—como diría Nordling— por parte de los poderes fácticos, con ley y sin ella. Un nuevo ejemplo de la teoría benjaminiana de que “el presente puede ser iluminado en un instante a través de la fuerza fugaz de un pasado olvidado” (u ocultado).

Me refiero al resultado del documental sobre la sospechosa muerte del secretario general de la ONU, Hammarskjold, al caer su avión en Zaire, el también 18 de septiembre de 1961. Porque a través del fundamental documental danés Cold Case Hammarskjold (2019), el axioma que también conceptualizó Walter Benjamin de que todo “documento de cultura es a su vez un documento de barbarie” —y que yo aplico a la reconciliación nacional—, se corrobora como una estrategia de ocultación e impunidad una vez más, tratándose en este caso de la sospechosamente ensalzada transición sudafricana que acababa con el legal y criminal régimen de Apartheid.

En el recorrido del documental se termina desembocando en una verdad aberrante que sale a la luz, y que une a las víctimas que, por diferentes subalternidades, murieron por el virus del sida en el planeta, con todos aquellos millones de gentes del continente africano negro que sufrieron a lo largo de los siglos de conquista, expolio y explotación de sus tierras y sus cuerpos. Y a su vez las pone en relación con todas aquellas que fueron ejecutadas y exterminadas por los diferentes planes genocidas de eliminación sistemática diseñados durante el siglo pasado, a lo largo y ancho del mundo en diferentes temporalidades.

Pero volvamos a las discusiones explicitadas al comienzo del artículo y aterrizando en la temporalidad presente. Hoy, desde la hegemonía neoliberal, la legislación internacional del ejercicio del poder de facto se constituye en organismos como el FMI y el Banco Mundial, en los acuerdos de libre comercio y en tribunales internacionales que podrían juzgar a los Estados por incumplir esa ley hecha al servicio del poder de las corporaciones. Y, así, puede aparecer como contrapunto, teórico y real, a esa legalidad, el poder de la soberanía estatal (no lo hace tanto el de la soberanía popular). No obstante, esos mismos poderes políticos estatales (la seleccionada clase política), que representarían dicha soberanía nacional, la están proclamando, en la vieja Europa, contra la antiquísima ley del mar y la vigencia de los derechos humanos universales.

Desde la hegemonía neoliberal, la legislación internacional del ejercicio del poder de facto se constituye en organismos como el FMI y el Banco Mundial, en los acuerdos de libre comercio y en tribunales internacionales que podrían juzgar a los Estados

Unas violaciones de derechos humanos sufridas por los damnificados continentales de, una vez más, el expolio de las materias primas, el imperialismo de las potencias modernas europeas y el centro-periferia más descarnado de la globalización del sistema-mundo capitalista. Es decir, de nuevo, los africanos migrantes que ahora mueren en el Mediterráneo.

En eso estaba Salvini, como ministro del Interior que usaba citas de Mussolini, para prohibir, ejerciendo su soberanía estatal, el desembarco de las personas rescatadas por el Open Arms, durante 19 días del pasado agosto, hasta que intervino la justicia italiana. Y lo practicaron también el ministro de Fomento español y la Vicepresidenta en funciones, cuando tras ofrecer puerto con más de 15 días de retraso, apelaron a la institucionalidad con la amenaza de una multa al barco de rescate civil español, Open Arms, por incumplir una supuesta nueva legislación de la Marina española. Así lo articulan los “soberanos”, olvidando y despreciando el derecho marítimo internacional y la tradicional ley del mar. Esto es, la obligación de socorro a toda persona a la deriva en las aguas del planeta.

Reunidas con tensiones en la Francia de Macron, a finales del mismo pasado agosto, en el G7 (aún sin el G8 reconfigurado), y con Pedro Sánchez invitado de la mano del francés —como pasó con el avance en la firma del criminal y legal tratado de libre comercio Mercosur-UE a finales del mes pasado—, las clases dirigentes ejecutivas que firman los acuerdos trasnacionales a favor de las clases empresarias y los capitales trasnacionales de sus respectivas clases propietarias de dicho capital, siguen aplicando tanto la soberanía como esas leyes trasnacionales en el mercado global, en función de la misma dinámica de intereses contra el planeta y sus mayorías.

Con este presente continuum podemos cerrar el sinuoso recorrido que hemos abierto concluyendo que sin saber sobre el poder de las dinámicas de las contradicciones que nos plantea Diplomacia y de las luces que nos arroja Cold Case Hammarskjold, nos encontramos ante un sentido común dominante perverso. Según el cual, los progresistas son los neoliberales de las tasas de beneficio globales, que parecieran oponerse a los soberanistas, los cuales terminarían siendo los racistas neofascistas. Y esta lectura se generaliza con y pese al ejemplo paradigmático del cinismo de poder propagandísticamente biempensante, hasta que con los intereses hemos topado, del gobierno de Pedro Sánchez. Casi nada.

Porque en los retales de los imaginarios de aculturación del “mundo blanco”, como cantara el argentino Indio Solari en el rock de los 90: mientras “se amasan las fortunas y se cargan los bolsillos” —de la mano de la acumulación por desposesión y la hegemonía de la razón neoliberal—, “me cavan el cerebro a mordiscos, bebiendo el jugo de mi corazón y me cuentan cuentos al ir a dormir”. Lo hacen, los unos y los otros, dependiendo del mensaje que interpele más al yo egoico de cada fragmento del público consumidor, en función de la relación existente entre su identidad y sus condiciones materiales presentes, proyectadas al futuro. En un espejo seguimos cantándonos ‘Yo caníbal’: “mirá qué tipo espeso, sumiso como un guiso más”.

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