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Aún están alumbrando las farolas el vidrio alboreado en las aceras y van llegando, uno a uno, casi en fila, en silencio de cortejo funerario, con sus mochilas llenas de esperanzas cortas y fracasos largos. Son el primer suspiro subterráneo que brota en bostezos del asfalto, son el hambre honesta que alimenta la obra, el polígono y los campos. Hay un secreto a voces en todas las ciudades y los pueblos, un enclave donde se congrega, con una puntualidad tácita y diaria, esta masa abnegada y somnolienta.
El único bar abierto da cobijo al lento desperezarse de los cuerpos. Las cabezas se yerguen lentamente, los párpados hinchados se abren, los reflejos y sentidos se despiertan, se despliegan los hombros, encogidos por el sueño reciente, el cansancio constante y el helor de la escarcha amanecida, bajo la impertinente luz del fluorescente y el olor a café que anuncian la llegada inexorable de otro día. Los que se conocen se saludan con la prudencia de quien no sabe si hoy será rival o compañero. Apenas intercambian unas frases sobre la salud y la familia, sobre el partido de ayer, sobre la nada. Decenas de hombres reunidos compartiendo incertidumbres y una angustia rumiante que se encarna en un pensamiento circular y permanente que va desde el qué será mañana al color del futuro de sus hijos, al alquiler implacable y al documento que falta, a la madre enferma, a la esposa entregada al trabajo de interna, a la deuda inclemente, a la juventud que se malgasta cada día habiendo faltado a todas las promesas, a la calle con colmillos que acecha paciente para desmembrar a quien tropiece y caiga. Entre ser pobre y no ser apenas hay un poco de orgullo que apuntala la batalla antiheróica de la vida por mantener las narices sobre el agua, sin dar pie ni llegar nunca a la orilla. Esta pugna inagotable los desgasta, los va consumiendo, algunas veces hasta los rompe, a lascas afiladas y cortantes, volviéndolos arma blanca, piedra arromadiza, escopeta de feria con cartuchos de caza. Se juntan el miedo de perder y el de perderse.
En lo que raya el día se aglomeran, en la puerta del bar, hombres que fuman su ansiedad hambrienta, rezando una plegaria con el humo, mientras cuentan las horas que pasan. Llegará cuando llegue la furgoneta blanca de la dicha. Saldrá un caporal, expondrá sus demandas sin cautela:
—Hoy quiero dos que sepan soldar y echar mortero.
Y empezará la subasta indecente de la carne. Se miran y se miden. Ya conocen el precio de sus años, de su altura, de su nacionalidad, de sus permisos… Si el trabajo es monótono y pesado, cogerán al joven sin papeles; si hay riesgo de accidente en el andamio, al del pasaporte europeo, a quien puedan quitar la ropa delatora, dejándole en las urgencias más cercanas recordándole al odio la consigna: “Diles que te lo has hecho en tu casa”.
Dura poco y es voraz la puja inversa. La miseria se apodera de los cuerpos y por sus propias bocas los oferta:
—Voy por 50 de oficial fierrero.
—Yo soy carpintero soldador. Voy por 40.
—Te lo hago por 30 y la comida.
Y el pistolero apunta con el dedo y dispara la elección mientras los parroquianos del bar apuntan los comentarios del espectáculo anacrónico. Como si fuera una feria de ganado, los clasifican en edades, procedencias. “Cada vez hay más españoles”, dice uno. Otro afirma que prefiere a los más jóvenes “porque tienen más ganas” y un tercero sale a defender la experiencia. Alguien alaba el físico africano y otro la moral de Stajanov de los crecidos en las repúblicas soviéticas.
Los elegidos subirán al furgón blanco que les ofrece la dudosa promesa de una tregua hecha pan para dos días. Saben que han firmado en agua el trabajo a destajo, sin arnés ni contrato que les proteja de la caída o del cambio de parecer en un salario que había nacido ya del todo miserable. Irán a trabajar hoy a la obra, en la cuadrilla de la subcontrata de una subcontrata, para un capataz petimetre y vocinglero que no sabe realmente quién le paga. La miseria siempre enriquece a quien ya tiene. Alguien pudo comprar varios solares, alquilar grúas, martillos percutores, pagar permisos, hacer varios edificios… sin necesidad de pagar IRPF.
Por eso quieren hacer aún más difícil el acceso al permiso de trabajo, alargarán la edad de jubilación y debilitarán los derechos laborales con la excusa de la competición contra el mercado de quien reduce al proletario al servilismo. Convierten el empleo en mercancía, un artículo de lujo inalcanzable, merecedor de todo sacrificio, de toda humillación, de todo ultraje.
A las 9h no vendrán más furgonetas y las decenas de descartes se separan. Los que puedan volverán hasta el SEPE, a renovar el currículum, enseñar los dientes, ir a tres entrevistas por si hay suerte y les sale una baja en un mercado, un trabajo puntual en almacenes de dos semanas una vez cada tres meses. Los que no, se irán a comprar kleenex, mecheros, pilas, para ofrecerlas en los semáforos, en las calles de la urbe, algunos estirarán la manta con las gafas compradas con el dinero de un paisano, con la esperanza de que un día se contenga este feroz oleaje de miseria y este miedo de perder, y de perderse.
Ya se ha despertado el mundo y todo bulle, y un hombre, las manos a la espalda, más años que el resto, se separa con una copla de Aldecoa entre los dientes: