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Laboral
Columna con economía sumergida
Si soy mujer, y si desde hace décadas ocupo esta parcela de la vida o zona oculta del capitalismo que no se rige por la productividad, ¿qué hago aquí, qué podría aportar?
Estar aquí por primera vez, encontrándose quien lee con lo que antes alguien escribió, genera numerosas preguntas. ¿Qué es un espacio público? ¿Debería mostrar un principio de responsabilidad? Saltan cuestiones al papel, la pantalla, esta palabra pública que si lograra mantenerse y no doblegarse, tampoco trabajaría la exclusión a no ser que su núcleo evidenciara injusticias, oprobios. Bienvenida aparentemente impersonal, pues, a esta columna breve compuesta de voces tomadas del lado menos capitalizado de la vida, a su vez reflexivo y con puntuales alegrías. Una de las principales tareas, nos proponemos, que sea cuidar la comunicación escrita en su acepción más general y más abierta, cultural y de fuera de esa burbuja, la calle.
¿Cuáles son las motivaciones del presente texto? Todas las palabras anteriores más algunas lecturas recientes. La novela protagonizada por una madre en proceso de llegar o no a serlo que va adquiriendo conciencia, ciencia y ardides sociales sobre el funcionamiento del mundo resultante de la Cultura de la Transición (Quién quiere ser madre, de Silvia Nanclares, Alfaguara), y un estudio que enfoca a las madres en el título mismo (Maternidad, Igualdad y Fraternidad, de Patricia Merino, Clave Intelectual) para apelar con argumentos y datos de prestaciones sociales a la necesidad de ir empujando el sistema, estas ciudades teóricamente neoliberadas, aunque más atrapadas que nunca en sus propias redes y leyes de compra-venta al borde de la inutilidad, hacia el lado más sostenible de la vida. Como desde hace un tiempo oímos cantar, hay grietas crecientes hacia las que todo se dirige. Algunas se llaman desempleo, sanidad, educación, inmigración; son morales además de económicas.
Las sociedades “poslaborales” padecen las secuelas del individualismo exacerbado de cuando se trabajaba y se ganaba tanto que era increíble y hasta sobraba. Ambas publicaciones, desde la ficción y desde el “ensayo-osadía”, tratan cuestiones concretas y vigentes como los cuidados, refractan el deseo de construir un mundo mejor donde los afectos no sean contratos entre los poderes y las opresiones y, yendo más lejos, servirían de palanca para derribar el muro ya agrietado. Son lecturas complementarias que, en contra de lo que se esperaría, no acotan qué es y qué no es ser madre porque su misión es más ambiciosa, abarca a todas las mujeres en representación de su género y de aquellos que tampoco han ocupado el poder, para concienciarlas desde las palabras, material base de los argumentos que inclinarían, derivarían todo, de nuevo, hacia ese punto. Entonces daríamos con el resultado de esa gran grieta, un amplio y fructífero intercambio o redistribución más justa de lo necesario para la vida digna, que ya nunca más se trate de un burdo toma y daca.
Si soy mujer, y si desde hace décadas ocupo esta parcela de la vida o zona oculta del capitalismo que no se rige por la productividad, ¿qué hago aquí, qué podría aportar? Viví unos años con la sensación de que desde mi zona del trajín agotador y la economía invisible apenas era, carecía de identidad porque no recibía un sueldo a final de mes. Cuando me resistí a aceptar que mis movimientos destinados a cuidar casa y bebés no merecieran la categoría de trabajo y comencé a expresarlo, se sumaron complicidades, llegaron los plurales, el “hagamos algo”. Esa economía sumergida, esas reflexiones y palabras surgidas en la privacidad de los pisos hipotecados que hundieron nuestras identidades hasta casi ahogarlas e idiotizarlas hoy siguen al acecho, en la lectura y otros espacios públicos, de esas fuerzas en potencia como la autoconciencia, la igualdad, la fraternidad y, para qué negarlo, también el rencor; deseable cuando se trata, siguiendo el poema de Elizabeth Bishop, de dominar el arte de perder.