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La semana política
Lo real
La Fiscalía del Supremo depende de la Hacienda Suiza para imputar a Juan Carlos I por presuntos delitos de blanqueo de capitales. El actual monarca ha sido incapaz de sortear la crisis política abierta en España desde 2011.
¿Qué pasó por la cabeza de aquel hombre de 74 años mientras yacía tendido en el suelo de un bungalow, incapaz de levantarse? ¿Se acordó de los acontecimientos más lejanos en el tiempo o llevó su mente a lo más reciente? ¿Pensó que quizá era el final o solo creyó que su cadera, nada más que su cadera, había terminado momentáneamente con su alegre excursión de caza (y solo con eso)? ¿Pensó en su hijo? La literatura tiende a buscar en esos momentos de soledad y enfermedad el arranque de un relato retrospectivo. En su libro Final de Partida, la periodista Ana Romero ha puesto las bases para que ese posible relato sea rico en detalles, datos y fechas. La muerte de Juan Carlos I en aquella cabaña de lujo para cazadores habría sido el corolario de un relato de éxito. Pero no, aquel 13 de abril de 2012 comenzó a escribirse el epílogo de una historia que hasta entonces estaba demasiado bien armada para ser verdadera.
Muchos años atrás, en una encrucijada histórica, “El Rey” supo colocarse como una solución en lugar de como un problema. Sus contactos internacionales, su entendimiento con quienes manejaban la política exterior de Estados Unidos, con las dinastías de Oriente Medio y Marruecos y el feeling instantáneo que desarrolló hacia toda clase de aventureros de la política y los negocios fueron extremadamente útiles para un sistema con necesidad de entrar en los circuitos internacionales de acumulación de capital. En el interior, aumentó su prestigio entre las fuerzas armadas a medida que el Gobierno del PSOE enchufaba liquidez a la primera línea del escalafón militar. Políticamente era una combinación de ambas virtudes: el que controlaba a los generales y el embajador de los intereses de las empresas españolas.
El Supremo se encuentra ante el aprieto (porque para ese Tribunal lo es) de investigar si aquello que todo el mundo sabía no puede ser orillado esta vez en pro del consenso, la concordia y el espíritu de la Transición
Culturalmente, fue el rey de los cotos de caza, de la hispanidad sin complejos. Con cierto toque de hampón, como probarían las amenazas denunciadas por Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Era el perfecto playboy internacional, como lo definió el periodista Tom Catan en 2007. En las bambalinas, a Juan Carlos lo definieron esas groserías que se le han permitido y aplaudido durante tantos años a los varones en su posición: “Estos tíos serán todos maricones”, dijo en un off the record poco antes de la cacería de Botsuana.
Jugar tantos papeles al mismo tiempo tenía un precio. En los albores de su mandato, Felipe González —otro macho alfa de esa vieja escuela— ya advirtió a Manuel Prado, socio del rey, de que el Gobierno necesitaba una rebaja en las comisiones por la posición privilegiada que jugaba Juan Carlos en el mercado de la importación y exportación de petróleo. Pasados muchos años de esas prácticas, la Hacienda suiza ha sido mucho más explícita que González: en 2008, el rey recibió una donación de cien millones de dólares por parte del Ministerio de Finanzas de Arabia Saudí. En la decimotercera semana del estado de alarma y, por primera vez desde la restauración borbónica de 1975, el Supremo se encuentra ante el aprieto —porque para ese Tribunal lo es— de investigar si aquello que todo el mundo sabía no puede ser orillado esta vez en pro del consenso, la concordia y el espíritu de la Transición.
Régimen del 78
El retrato de Juan Carlos Rey
Al verdadero rey lo empezamos a ver en abril de 2012. El azar del calendario nos regaló una pequeña justicia poética: 14 de abril. Ese día nos despertamos con la noticia de la operación de cadera del rey.
Un safari en Botsuana, una noche con el primero de los españoles gimiendo y desamparado sobre el suelo de un bungalow, un reinado moría para que otro relato pudiera nacer: el relato del preparado, de la digitalización de la monarquía, el de los ases de la comunicación. La baza no iba a ser la espontaneidad, el salero o la gracia, sino la seriedad. No el aventurerismo, sino la domesticidad.
Ese rey previsible salió, previsiblemente, conservador. El acontecimiento clave de la historia de Felipe VI lo iba a amarrar al poste de la extrema derecha después del discurso del 3 de octubre de 2017. El poco velado instinto de supervivencia que el actual rey enarboló en aquel discurso —si se plantea la autodeterminación en España, la monarquía se parte la cadera— fue un signo de debilidad inesperado. Al querer hacer una demostración de fuerza, estaba mostrando las frágiles costuras de una monarquía que ya no funciona por consenso —si alguna vez eso existió— sino por un complejo arreglo entre poderes económicos, políticos y militares. Un complejo que había entrado en crisis al mismo tiempo que se sucedían los escándalos de corrupción de la casa Borbón.
La literatura encontraría en otro momento de ese año 2017 el momento clave para entender cómo todo se estaba yendo a la mierda en el régimen del 78. El 19 de julio, el guardés de una finca de Villanueva del Rey (Córdoba) halló el cuerpo sin vida de Miguel Blesa. El banquero de Cajamadrid, una figura de consenso para la izquierda y derecha del bipartidismo, que había sido condenado a seis años de prisión por apropiación indebida, se pegó un tiro con un rifle de caza.
En otro momento, el discurso hubiera sido tapado convenientemente por la fuerza centrípeta y centralizadora del bipartidismo. En el ciclo abierto desde 2011, el centrifugado de los distintos sectores que conforman el Estado no iba a hacer excepciones con el rey. El PSOE puede mantenerse en un discreto silencio pero, sin Alfredo Pérez Rubalcaba y con un Felipe González que ya no es referencia para ningún socialista nacido después del año 82, la ayuda que puede prestar el socialismo a Felipe VI para que no sea simplemente el “rey de los fachas” es escasa.
La III República
Por suerte para él, Felipe VI no combate otro relato. El sentimiento republicano en España sigue siendo extremadamente débil. La izquierda heredera de la República mantiene, con otra nomenclatura, la misma disputa en torno a la cuestión nacional. Apenas se ha avanzado —en lo teórico, incluso se ha retrocedido— en la disputa eterna entre jacobinismo/centralismo, el federalismo y la experiencia anarquista. La explosión del independentismo en Catalunya, y el lógico desinterés de la izquierda abertzale ante cualquier paisaje de proyecto de vida en común de los pueblos de España, hace inviable retomar la experiencia republicana anterior. Explorar una posible fraternidad de los pueblos europeos es un punto de partida bello a la espera de un hipotético —y a día de hoy, improbable— momento fundacional de otra Europa posible. Demasiado lejos para creer que pueda pasar.
La III República española no parece una opción y, sin embargo, el reinado de Felipe VI es frágil. La tensión del Estado profundo con Pedro Sánchez y su Gobierno de coalición, apoyada en titulares y globos-sonda que indican que el rey está molesto, indignado o distanciado, sitúan al rey en un ambiente que favorece la desestabilización del Ejecutivo pero, a la larga, también de su reinado.
El núcleo central del reinado de Juan Carlos fue el tiempo de la alta velocidad y el turbocapitalismo de amiguetes. Los primeros años de Felipe VI son los de la alerta climática, la crisis de soberanía y la profunda decepción de las generaciones “mejor preparadas” de la historia. No faltarán candidatos a hacer todo lo posible para que el relato de la época de Felipe VI se pinte con los más vivos colores, pero de momento, la posible presencia de su padre en el banquillo de los acusados de un Tribunal terrenal, amenaza con llevarse por delante todo el empeño de hacer de su reinado algo monótono, que llame la atención lo justo.