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Japón
‘Tokyo Vice’, la increíble historia de un periodista occidental en el mundo de la ‘yakuza’
HBO Max estrena su nueva serie Tokyo Vice, basada en el libro homónimo (disponible en castellano desde el año pasado en Ediciones Península) escrito por el primer periodista extranjero que trabajó para el periódico más leído de Japón y del mundo, el Yomiuri Shimbun. Jake Adelstein es un estadounidense que se adentró en lo más profundo del mundo de la yakuza, una de las mafias que mueve más dinero a nivel global. Llegó a meterse tanto “donde no debía” que acabó viéndose obligado a vivir bajo protección policial, e incluso hicieron desaparecer a uno de sus seres más queridos. Su historia es tan increíble que parece ficción. Pero no lo es.
En el cine, la ‘yakuza’ ha sido retratada en cierto modo como un elemento representativo de la cultura japonesa, presentada como una exótica y opaca maraña de jerarquías, códigos de honor y valores tradicionalistas
La serie se suma a una lista de producciones estadounidenses en las que un occidental se adentra en el mundo de la mafia japonesa: Robert Mitchum en Yakuza (1974), Michael Douglas en Black Rain (1989), Sean Connery en Sol naciente (1993), Uma Thurman en Kill Bill (2003) o más recientemente Jared Leto en The Outsider (2018), entre otros casos menos dignos de ser recordados como Viggo Mortensen en American Yakuza (1993), Russell Crowe en La fuerza de la sangre (1995) o Steven Seagal en Into the Sun (2005). En todos estos casos, la yakuza ha sido retratada en cierto modo como un elemento representativo de la cultura japonesa, presentada como una exótica y opaca maraña de jerarquías, códigos de honor y valores tradicionalistas. Un retrato atravesado por la enigmática paradoja de una sociedad aparentemente ultracapitalista y al mismo tiempo antimaterialista.
La figura romantizada del yakuza ha cumplido la función del samurái moderno, un ser extemporáneo que genera fascinación porque apela al espíritu contradictorio imperante en las sociedades capitalistas posmodernas: un rechazo intuitivo hacia el statu quo, pero una profunda incapacidad de imaginar alternativas emancipadoras.
Como espectadores, simpatizamos con los anfitriones samurái de Tom Cruise en El último samurái (2003) porque representan de forma trágica la lucha contra el mundo moderno tecnologizado y escaso en valores trascendentes (la espada contra la ametralladora) que es nuestro mundo. Pero no hay que olvidar qué alternativa encarnaban en realidad los samuráis más allá de romanticismos: un sistema feudal basado en la férrea dominación de una minoría sobre una mayoría. Del mismo modo, muchos espectadores tienden a sentir cierta identificación con el yakuza no solo porque este encarna la figura de quien no se adapta al statu quo por el que sienten intuitivamente un rechazo, sino también porque ellos mismos no ven en el horizonte una alternativa ideológica a los valores de dominación capitalista con los que se han criado, basados en el deseo por ascender en la escala social y tener poder sobre los demás.
No solamente ha habido romantización por parte de Occidente en la representación de la mafia nipona, sino también por parte de los propios japoneses
Sin embargo, no solamente ha habido romantización por parte de Occidente en la representación de la mafia nipona, sino también por parte de los propios japoneses. Esto se ha hecho evidente durante las últimas décadas en algunas películas de Takeshi Kitano y Takashi Miike. Pero ya en los años 60 y 70 del siglo pasado incluso los jóvenes de la Nueva Izquierda japonesa eran fieles espectadores de las películas de la yakuza protagonizadas por el legendario actor Ken Takakura, de lo cual hizo mofa el provocador director Shuji Terayama en su Tiremos los libros, salgamos a la calle (1971). En esos tiempos de agitación política, la figura mitificada del yakuza sintonizaba con las ansias de acción directa y el espiritualismo de la juventud revolucionaria, en contraste con el racionalismo y el culto a lo moderno pregonados por la izquierda institucional y los intelectuales progresistas.
Pero no hay que engañarse: la yakuza no encaja mal con el statu quo capitalista, sino que es una de sus peores expresiones. Lo interesante del libro de Adelstein es que deja muy poco espacio para la romantización de la mafia japonesa. Ofrece de ella un retrato crudo, a veces incluso repulsivo, poniendo sobre todo el foco en el gran negocio de los préstamos abusivos que acaban esclavizando a familias enteras, y en el tráfico de mujeres vulnerables para su explotación sexual. El libro cuenta también cómo una de las personalidades públicas que más desafiaron el poder de la yakuza, el genial director de cine Juzo Itami, acabó “cayendo” misteriosamente de una azotea en 1997 tras múltiples amenazas y alguna paliza.
Pero más allá de aportar una perspectiva general del mundo de la yakuza, el eje de la historia que cuenta Adelstein es su enfrentamiento personal con Tadamasa Goto, el temido jefe del mayor clan mafioso de Japón, el Yamaguchi-gumi. Adelstein descubrió en una de sus investigaciones periodísticas que Goto había recibido un trasplante de hígado en el hospital de la Universidad de California, Los Ángeles, a cambio de una cuantiosa donación al centro y un trato con el FBI como informante. Al parecer, muchos yakuza tienen hepatitis C debido a la falta de higiene de las agujas utilizadas para hacerse sus tatuajes, lo cual, combinado con las grandes cantidades de alcohol que suelen consumir, les acaba provocando cáncer de hígado. Obviamente, Goto no era un candidato prioritario para recibir un trasplante. Cuando Adelstein empezó a remover el escándalo, Goto movió cielo y tierra para cerrarle la boca.
Si el relato de Adelstein es como una novela trepidante contada en primera persona, probablemente lo mejor que se haya escrito desde una perspectiva más histórica y política sobre la yakuza sea Tokyo Underworld, de Robert Whiting. El propio Adelstein lo cita como inspiración en su libro, e incluso Mario Puzo, el autor de El padrino, lo alaba como “una mirada fascinante a cómo la democracia avanza de la mano del crimen en Japón”. El libro de Whiting cuenta cómo la yakuza se convirtió en uno de los pilares del régimen japonés de posguerra gracias al mercado negro surgido de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial y con el impulso del anticomunismo desatado por la Guerra Fría, dedicándose no solo al fomento del juego, la especulación inmobiliaria, los préstamos ilegales y su cobro, o el tráfico de personas, sino también al ataque de sindicalistas y activistas de izquierdas o la financiación ilegal de los políticos de derechas en colaboración con la CIA.
Ya en 1947, con el inicio de la Guerra Fría y los retrocesos en el proceso de democratización impulsados por el llamado “Japan Lobby” (los Rockefeller, los J.P. Morgan y otras multinacionales norteamericanas), el coronel Charles Kades, un “new dealer” que hasta entonces había sido una de las figuras centrales en la construcción del nuevo Japón, declaró impotente: “Los verdaderos gobernantes de Japón no son los representantes del pueblo debidamente escogidos, sino los capos, los matones y los estafadores en alianza con los amañadores políticos, los exmilitaristas y los industrialistas, así como con las autoridades legales desde los jueces hasta los jefes de policía”.
Quizá la figura que mejor representa la intersección entre la yakuza y la política reaccionaria es Yoshio Kodama, de quien Whiting hace un retrato brillante. Durante la década de 1930 y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, fue miembro de la Sociedad del Dragón Negro, una sociedad secreta ultranacionalista, y se convirtió en agente del gobierno en China, donde se dedicó a saquear poblados al mando de un regimiento de soldados que incluía a jefes de la yakuza por él reclutados. Según su propio testimonio, estas actividades las llevaba a cabo movido por sentimientos patrióticos. Su modus operandi cuando entraba en un pueblo era hacer disparar al alcalde para asegurarse de primeras la colaboración de los aldeanos. Su éxito en el abastecimiento de todo tipo de materiales para el gobierno japonés le granjeó un puesto en el gabinete de Hideki Tojo. También se dedicó profusamente al tráfico de opio. Para 1945, se había convertido en uno de los hombres más ricos de Asia.
Una vez acabada la guerra, las fuerzas de ocupación estadounidenses dijeron no encontrar indicios para juzgar a Kodama. Se cree que compró su libertad con una porción de su tesoro secreto y a cambio de información sobre otros capitostes del régimen fascista, convenciendo a los norteamericanos de que podía serles útil en el futuro. Pronto se puso al servicio del G-2 (la inteligencia militar estadounidense), poniendo a trabajar a su antigua red de agentes, militares y mafiosos para contrarrestar el creciente movimiento izquierdista en Japón, así como para nutrir con fondos ilegales a la principal fuerza política de la derecha, el Partido Liberal Democrático (PLD). En 1958 empezó a trabajar para la CIA, expandiendo sus actividades a otros lugares de Asia como Indonesia. En 1960, durante la masiva movilización de las izquierdas contra el tratado de seguridad entre Estados Unidos y Japón (conocido popularmente como Anpo), Kodama organizó para el PLD unas fuerzas de seguridad formadas por unos 30.000 gánsteres y ultraderechistas armados con postes de madera, asistidos por seis helicópteros y ocho avionetas privadas.
Por último, Kodama fue una pieza clave en uno de los escándalos de corrupción más grandes de la historia de Japón, el caso Lockheed, alrededor de la compra de aviones de guerra estadounidenses para la Agencia de Defensa japonesa, cosa que pudo estar conectada con la caída de Richard Nixon. Pero esto ya daría para todo un artículo aparte.