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Hemeroteca Diagonal
Hablemos de quemar billetes
La inconoclastia de quemarlo ha servido para plantear preguntas acerca del dinero.
“No se trata del dinero, se trata de enviar un mensaje”. El Joker despacha, gasolina mediante, una montaña de millones de dólares delante de un mafioso en El caballero oscuro, la segunda parte del Batman de Christopher Nolan. ¿Cuál es el mensaje? En este caso sólo el Joker lo sabe, pero el medio –esa hoguera de papel moneda–, es lo suficientemente rotundo como para adivinar que se trata de algo que no solemos escuchar. La profanación del dios dinero, un incendio de la dinámica de producción y acumulación de riqueza.
La idea de Nolan estaba tomada de alguien, claro está. En 1967, Abbie Hoffman escribió en su manifiesto Yippie, una pasada de Revolución (Acuarela) sobre su célebre actuación en la Bolsa de Nueva York. Varios yippies que habían intentado entrar a la Bolsa, tiraron algunos billetes a la prensa, se besaron, mordieron los billetes. En un momento dado, Hoffman quemó un billete de cinco dólares. La acción, una más dentro de la revolución porque sí de los yippies, fue un preámbulo del hito de aquel grupo: el masivo escrache a la convención del partido demócrata en Chicago del año 68.
Llevar a cabo la fantasía iconoclasta de quemar billetes forma parte de una larga tradición estética que hay que ceñir en cualquier caso al creciente peso del papel moneda como principal valor de cambio, especialmente con la ruptura del patrón oro en 1971 y el papel preponderante de la industria financiera en las últimas décadas. La quema de un galpón con la cosecha de una colectividad –caso de Un Lugar en el Mundo– o la destrucción física de un documento de propiedad de una vivienda, un crédito o un coche, tiene efectos parecidos, acaso más traumáticos, que los de la quema de billetes, sin embargo, el papel moneda tiene otras connotaciones que supo ver Fiodor Dostoyevski en su novela El Idiota. Una especie de fe en la humanidad, pasada por el filtro de la divinidad en el caso de El Idiota, emparenta el acto de quema de herencia por parte del príncipe Mishkin con el gesto burlón de Abbey Hoffman. En última instancia, se trata también de un ataque a la autoridad, si se tiene en cuenta la ligazón entre las principales divisas y el poder militar, algo de lo que habla David Graeber en su En deuda.
La acción de los yippies, repetida con moderación en algunas ocasiones –aquí se recuerda la convocatoria por un grupo de intelectuales de Madrid en el año 2011– añadía una crítica al consumismo, en plena expansión histórica en Estados Unidos y otros países occidentales.
La sociedad de consumo y la globalización generada en torno a ella era un enemigo mucho más poderoso que el candidato demócrata defenestrado en la convención de Chicago tras el acto de los yippies. En 1994, en plena expansión del modelo liberal financiero de la City, que ese año se anexionó zonas de distintos distritos de Londres, el grupo de electrónica KLF incendió en un acto público un millón de libras. Repitieron su mensaje hasta que las discográficas retiraron las referencias de KLF del catálogo de ventas. En el otro extremo, el de empatía con el 1%, está el artista francés Serge Gainsbourg, para quien incendiar un billete de 500 francos suponía una reivindicación de su derecho a no pagar impuestos.
Quemar dinero para protestar por las diferencias salariales entre hombres y mujeres sólo puede llevarse a cabo en un país del norte. Durante la precampaña electoral en julio de 2010, cientos de feministas suecas tardaron 25 minutos en quemar cien mil coronas (13.000 euros), una cantidad que es la que, calculan, pierden las suecas cada minuto en relación a lo que cobran los varones. Más barata y reciente fue la acción de Occupy Los Angeles de quemar billetes de un dólar frente a un edificio de la reserva federal para protestar contra el sistema fiscal. Acciones criticadas, apenas entendidas por la propia composición de las protestas, eternamente agobiadas, sin un chavo para organizar nada ni para garantizarse la propia vida.
En muchos casos añadida como broma bufa a despedidas de soltero, presentaciones en público y obras de teatro, la quema de pasta es un acto de difícil justificación porque para una mayoría, ideologías aparte, muestra desprecio por el trabajo que ha habido detrás de la reproducción de ese billete. Un trabajo que aún percibimos como colectivo. Aunque no debilita la fachada financiera del sistema, en el mejor de los casos el queme de billetaje atenta contra su legitimación social pese a que, salvo esfuerzos ímprobos, se trata de un acto que, en definitiva, sólo puede permitirse quien puede acumular billetes hasta devolverlos a su esencia fungible.
En el año cinco de la crisis, los billetes son un bien escaso. Difícil sacarlos para la compra, como para crear la parafernalia de quemar estampitas en una plaza comercial. Sigue viva, aun así, la sugerencia de los yippies, que, con su punto bufonesco, retomaron una idea universal. La de que todo es free (libre y gratis) porque lo hemos hecho entre todas; que el dinero no funciona sino como convención de aquello que producimos y reproducimos en las comunidades. El mensaje de que, si somos capaces hasta de quemarlos, es porque no es imposible liberarnos de quienes controlan los billetes.
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