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Coronavirus
Covid-19, cultura del castigo y recorte de derechos
Antes de que se iniciara el confinamiento, conocíamos el mundo en el que vivíamos. Ahora, encerrados entre cuatro paredes, no sabemos a qué nuevo mundo saldremos cuando termine.
Este encierro permite reflexiones diversas. Para quienes militamos en el campo anti-punitivista, es inevitable la comparativa con el encierro en prisión, la solución-tipo que, a lo largo de los siglos, ha sostenido el diseño de la cultura del castigo. Estar privado de libertad, aunque sea de un modo tan mínimo y cómodo como es hacerlo en tu hogar y con tu familia, no deja de ser una experiencia negativa, estresante y angustiosa. Tal vez ahora podamos comprender el dolor que supone la cárcel. No hay más que vernos hoy e imaginarnos cómo estaríamos sin ordenador, mascota, teléfono, familia, televisión. Y sin poder salir a comprar, no durante semanas, sino durante años. Tal vez ahora nos resulte más sencillo contextualizar la pena de prisión como lo que realmente es.
El mundo anterior al confinamiento estaba organizado en torno al castigo. El Estado resolvía cualquier problema social con la respuesta penal. ¿Problemas con los menores? Olvidémoslos en centros de reclusión. ¿Enfermedades mentales o toxicomanías? Metámoslos en prisión. ¿Una sociedad patriarcal y violenta? Creemos nuevas formas penales. ¿Problemas políticos territoriales o identitarios? En nuestras cárceles hay sitio de sobra. El Estado lleva siglos usando el castigo como solución para los problemas sociales. El modelo penal es más sencillo y barato que invertir en políticas educativas, de igualdad, de justicia social o sanitarias. Encerrar en vez de curar o de ayudar.
Pero para conseguir que creamos que la prisión es un sistema que funciona, no podemos usar la ciencia o la estadística. No tendría sentido explicar a la ciudadanía que siglos de medidas punitivas no han solucionado los problemas. Ello supondría admitir que la prisión y el castigo no responden a las necesidades sociales. Entonces, lo que se requiere es generar miedo y deseo de venganza. Desde esos sentimientos sí que podemos vender la cárcel como solución. Y como somos nosotros quienes decidimos en cada momento qué es y qué no es delito, tenemos un instrumento eficaz para controlar a la sociedad, apartar a quien moleste y modelar al ciudadano. Si, de paso, generamos negocio y creamos una industria de la seguridad y del castigo que mejore la cuenta de resultados, mejor que mejor.
Venimos de años con recortes en sanidad y aumentos en seguridad. Ahora comprobamos que esa seguridad era falsa, nos sobran barrotes y porras pero faltan respiradores y mascarillas.
La condición indispensable es que la ciudadanía vea al delincuente como un enemigo. Porque si no lo viéramos como tal, sino solo como nuestro igual, no permitiríamos que el castigo campara a sus anchas. Si habláramos con él, o si tan solo le escucháramos, podríamos llegar a entender cómo piensa, a empatizar o a comprenderle y, desde allí, buscar una solución y no un castigo. Sin enemigo no hay venganza y sin venganza la duda sobre el sentido del código penal y de las cárceles es inevitable. Por otro lado, el ruido de la venganza y el foco permanente sobre el enemigo acallan las necesidades de las víctimas, que acaban desapareciendo del escenario. Porque lo que resuena es el dolor que causa el castigo.
Esa falsa seguridad de la cultura del castigo nos hace creer que nos irá mejor sancionando la ocupación de viviendas con penas cárcel en vez de desarrollar políticas de vivienda justas. Venimos de años con recortes en sanidad y aumentos en seguridad, y ahora comprobamos que esa seguridad era falsa, porque la verdadera seguridad estaba, precisamente, donde se han hecho los recortes. Ahora nos sobran barrotes y porras pero faltan respiradores y mascarillas.
Hasta que llegó el Covid-19, la metáfora perfecta.
Aunque empleen un lenguaje belicista, tan propio del patriarcado y del castigo, ni estamos en guerra ni el enemigo puede ser tratado con la vacuna de la cárcel. Porque el enemigo no tiene miedo al código penal, ni puede sufrir los efectos de la venganza, al enemigo no se le puede matar ni encerrar. Y, a pesar de todo, han intentado construir un enemigo: todo aquel que pudiera contagiar al resto. Sin embargo, han tenido que descartarlo porque todos encajábamos en ese perfil, todos podíamos ser potenciales enemigos de nuestras madres, hijos o amigos.
En un mundo de pandemias, nos proponen recortes de derechos. La excusa será salvaguardar nuestra salud y nuestra economía.
Es difícil que el Estado cambie. El sistema del castigo tiene demasiadas ventajas. Tal vez no pueda meter al virus en prisión, pero el miedo sigue siendo una mercancía valiosa. En un mundo de pandemias, nos proponen recortes de derechos. Un futuro donde la libertad de movimiento, el acceso a la información, el derecho a la intimidad, el control de nuestras comunicaciones, o la libertad de expresión, están en peligro. La excusa será salvaguardar nuestra salud y nuestra economía. El Estado tratará de generar nuevas falsas seguridades y de que la cárcel siga teniendo un papel preponderante. Insistirá en enviar a prisión a todo aquel que no respete ese recorte de derechos. Generará nuevos enemigos que acompañen a los viejos por el precipicio de la sanción penal y del olvido en las celdas.
Pero frente al Estado, está la ciudadanía. Y lo lógico sería aprender de lo que estamos viviendo, que recordáramos los aplausos a los sanitarios cuando fuéramos a votar. Que comprendiéramos que gastar dinero en cárceles, soldados y policías, no sirve ante las crisis reales. Y que, en el futuro, la justicia del castigo fuera sustituida por la justicia del desarrollo social. Que invirtiéramos en lo que nos da seguridad real: sanidad, educación, igualdad, diálogo. Para que lo trascendente prevalezca, para que los problemas verdaderamente se solucionen y para que tengamos una sociedad más cohesionada, justa y preparada para atender a lo verdaderamente importante.
Cárceles
Nueve años de cárcel no son pocos
En esta tesitura de encierro generalizado tan insólita, echo de menos un recuerdo hacia las personas presas de verdad. Una reflexión que recuerde la extrema dureza de la pena privativa de libertad en la que, sin excepciones, se asienta la política criminal de todos los Estados modernos.