Dana
Un grupo de familias migrantes revela los abusos sufridos en el hostal donde residían tras la dana

La pinza entre la irregularidad administrativa y el inaccesible mercado del alquiler tenía a decenas de personas en una situación de vulnerabilidad residencial que ha sido puesta en evidencia por la situación de emergencia.
DANA Jaime Perez Rivero Torrent - 1
Un puente destruido por la riada que generó la dana del 29 e octubre en Torrent. Jaime Pérez Rivero
14 nov 2024 12:40

Aunque la Aemet hubiese alertado de que las inundaciones que vendrían el 29 de octubre iban a ser históricas, aquel martes, las personas migrantes alojadas en el Convento de Santo Domingo de Guzmán, en la localidad de Torrent —como tantas y tantos valencianos— no sospechaban lo que se les venía encima. En el municipio donde viven, el temporal también fue duro. Calles inundadas, coches arrastrados por el agua, un barro que a dos semanas de aquel día, sigue en las calles.

“Nosotras, las familias que vivimos en este lugar, que somos personas migrantes vulnerables y dependíamos de las instituciones o de trabajos precarios, en b,  porque la mayoría estamos en situación irregular, nos quedamos aisladas”, explica una de las mujeres migrantes que viven en el lugar, a la que llamaremos Camila. Con el metro inundado, los medios de supervivencia de personas que en muchos casos viven al día con lo que obtienen de estos trabajos, se redujeron a la nada. Fue en ese contexto, cuando, según afirma Camila y muchas de las familias que allí se hospedaban “la mujer que se ocupa del lugar, que funciona como un hostal, nos quiso tirar a la calle. A todas las familias, con sus niños, e incluso a mujeres embarazadas”.

Dana
Dana en Valencia Cuando nada está en su sitio
En los pueblos afectados por la dana, las vidas de los vecinos están desperdigadas por las calles, como en una habitación desordenada. Así ha quedado la zona que visitamos. Todo está fuera de su lugar.

Camila razona que si sobrevivieron a la dana fue gracias en gran medida a que ninguno contaba con un coche con el que ir a trabajar. Volvían en transporte público desde València, y lo que sufrieron, fue la anegación del metro, el caminar por las calles inundadas y llenarse de lodo. “Estábamos tan asustados como todos los valencianos, como todo el mundo. Fue muy fuerte, y además, tuvimos que sufrir a esta mujer ejerciendo presión y maltrato”.

Con el territorio sufriendo la mayor catástrofe natural que se recuerda en décadas, las urgencias de las personas que habitan el hostal se acumulaban. Un bebé enfermó y a través de las redes sociales, un espacio que ha sido tan fértil en estos momentos de dolor, pidieron ayuda, después de empezar a organizarse.

El maltrato en mitad de la emergencia

Camila cuenta que la primera persona que se le acercó fue Yuliana Diaz, activista especialista en extranjería y protección internacional, y ella contactó con Mar, del Centro Islámico de Orriols. Esta organización, explica, fue “la única que se movió pronto y sin preguntar si era real o no real lo que nos estaba pasando”. Fue en el Centro Islámico donde recabaron las primeras ayudas de emergencia: comida, agua, medicamentos. También un grupo de voluntarios del centro pasaron allí la jornada. Explica agradecida Camila. 

“Nos dijeron: ¿Qué ha pasado? ¿por qué no pueden comprar los medicamentos? Y nosotros fuimos diciéndoles la realidad que estábamos pasando. Entonces cuando ellos entrevistaron a todas las personas y se dieron cuenta lo que estaba pasando allí, fueron ellas las que llamaron a Marcela Bahamon de AIPHyC, y a todas las organizaciones, para que nos acogieran”. 

La de Marcela es una de las organizaciones que se están movilizado, acompañando a las personas afectadas en un proceso que el pasado lunes desembocaba en una demanda colectiva. Una recopilación de testimonios que darían cuenta del mal trato recibido por la casera, que dos días después de la dana,  “empezó a hostigar para que pagáramos o saliéramos porque ella quería liberar plazas para acoger a damnificados y recibir más dinero a través de otros programas, quería lucrarse”, explica Camila.

Marcela estaba allí el jueves 7 cuando se confrontó a la casera. Se intentaba de un lado acompañar a las personas afectadas y de otro, buscarles un lugar donde vivir. “A nosotras nos llega una situación de un bebé, una familia que estaba pidiendo dinero para una receta médica”, explica esta activista.  “A través de esa receta encontramos todo lo que había detrás”: un hostal con unas 40 habitaciones donde vivía gente sola y también familias. “Empezamos a rascar y resulta que la persona que regenta el hostal les estaba quitando la luz. Les había quitado dónde lavar la ropa, les había quitado el microondas, lo tiró a la calle”. Cuando la noche del miércoles 6 Yuliana va a llevarles ropa y alimento, la mujer no les deja entrar. Poco después sabrían que regentaba el sitio “de okupa”, “había sido como una subcontrata que habían tenido los dominicos, propietarios del convento”, indica Marcela. 

Así el pasado jueves, cinco familias intentaron salir con la ayuda de esta red de activistas, pero la mujer se opuso. “Y afortunadamente gracias a su reacción, pudimos hacer lo que hicimos. Al no dejarle salir, desde luego les estaba reteniendo en contra de su voluntad. Entonces mi compañera Yohana Ciro, que estaba allí con otras tres compañeras o cuatro que llevaban las furgonetas para recoger a la gente, empezaron a llamar a la policía”. No solo llegó la policía,  Johana, movilizó a sus redes en los pueblos de Torrent y Almedijar y también se personaron dos concejales del ayuntamiento, y un representante de Caritas, “organización que había derivado a gente allí”, explica Marcela.

Estando la mayoría en situación administrativa irregular el precio de “disgustar” a la casera podía ser desde quedarse en la calle a “mandarles de vuelta a su país si denunciábamos estas situaciones”

Johana había encontrado 28 camas para alojar a quien quisiera en Almedijar “pero está a 40 minutos de Torrents. Y estas personas, pues ya de alguna manera han hecho su vida allí, no quieren alejarse tanto”. Camila lo explica desde su perspectiva: “El lugar es un hostal comercial bajo una fachada que es una asociación que supuestamente cuidaba personas mayores”, apunta. Se lo ha dicho ya a mucha gente y parece que desde el jueves empiezan a hacerles más caso: “tocamos muchas puertas y nadie nos quería creer, no nos escuchaban”. Y es que la dana reveló otra forma en la que el sistema se lucra con las personas migrantes, alimentándose de su precariedad. “Hemos estado atravesando violencias que habíamos normalizado, atrapadas por el miedo a las amenazas de esta mujer”. Estando la mayoría en situación administrativa irregular el precio de “disgustar” a la casera podía ser desde quedarse en la calle a “mandarles de vuelta a su país si denunciábamos estas situaciones”.

Marcela explica que hasta el jueves solo querían salir dos familias que fueron las que alojaron en Almedijar. A las personas que se quedaron a dormir les quería hacer firmar una carta, relata la activista: “Tengo entendido que decía que todas esas personas el dinero que le pagaban a ella era de manera voluntaria, era un donativo cuando la realidad era que ella les tocaba la puerta cada vez que les tocaba el cobro, las insultaba cuando no le pagaban, las amenazaba de que las iba a tirar a la calle y de que las iba denunciar a la policía porque ella tenía todos los datos de esas personas, les retenía el documento nada más llegar”, aporta Marcela. Ese relato, asegura la activista, lo sigue manteniendo la casera ante la policía cuando ésta se persona el pasado jueves, cuando además empieza a acusar a los inquilinos de no respetar normas, o no querer trabajar. “Escuchando todo eso, las personas empiezan a reaccionar aunque tengan miedo”. Mientras, el representante de los dominicos, también presente, según Marcela, se desvincula de la mujer: “dice que ellos cubrían todos los servicios, que pagaban el agua y la luz de ese sitio, que esa señora no les representaba”. La relación entre la entidad y la casera data de un convenio firmado dos años atrás. Según la orden religiosa, la situación está en manos de un abogado.

La respuesta ha cogido fuerza cuando se han movilizado en colectivo: “Nadie nos organizó, de manera natural confrontamos a la mujer y empezamos a hacer ruido hacia afuera”

Dos de las familias que estaban pasando por el hostigamiento no pudieron más y fueron a denunciar. Pero cuando la respuesta ha tomado fuerza ha sido cuando se han movilizado en colectivo. “Nadie nos organizó, de manera natural confrontamos a la mujer y empezamos a hacer ruido hacia afuera y a decirle a las personas que nos estaban dando los alimentos y que nos estaban atendiendo, que estábamos confrontando la mujer y fue cuando tomó esto fuerza”.

El lunes 11 de noviembre 40 familias se organizaban para hacer una denuncia colectiva. Casi la totalidad de las personas afectadas. A Camila le apena que haya dos o tres familias que se hayan puesto del lado de la casera y que apoyen su versión de que lo que ella hacía era una labor benéfica a cambio de un donativo. Le apena pero también lo enmarca en un contexto de vulnerabilidad de las familias. “Ella tiene una fachada, les ha hecho un proceso, los ha acompañado y ayudado”. No es una ayuda altruista, considera: a cambio de trabajar en el hostal, de realizar diversas tareas, se trata de gente que ha obtenido el alojamiento de manera gratuita. “Están con ella por eso, por el interés personal, por tener una posibilidad cuando el mundo y la sociedad hacen tan difícil acceder a derechos”. También, piensa, deben de tener miedo a que actúe contra ellos, conociendo cuáles han sido sus prácticas. En todo caso, Camila considera doloroso que se consiga poner a unas personas afectadas contra otras. 

La construcción de la solidaridad

“Muchas de las familias que llegamos a ese sitio lo hacíamos con el propósito de estar un día o dos días como paso mientras conseguíamos un sitio real, una habitación en alquiler en Valencia o en Torrent, un lugar más estable”, pero el mercado inmobiliario valenciano, como el del resto del país, no está hecho para las personas que necesitan buscarse la vida, para las trabajadoras migrantes,”nos pedían cosas imposibles”, explica Camila, crítica: “solo quieren hacer negocio enriqueciéndose con la gente que necesita un sitio”. Extractos bancarios, codeudor, nómina, una cuantiosa fianza. Sin nada de eso las personas se quedaban estancadas en el hostal.

“A largo plazo nos fuimos quedando y nos tuvimos que ir acostumbrando a lo cotidiano, a compartir un sitio común”, y es que aunque el lugar cuente con 40 habitaciones, la cocina, la lavandería, el salón son comunitarios. “Sabíamos cómo se llama el vecino, de qué lugar es”. Además se ayudaban: “al final lo que buscamos todos es una red de apoyo para encontrar trabajo”, gente que se intercambia información sobre curros de lavar coches, de limpiar casas, de pintar, de lo que sea. 

“Se comportan como la mafia, porque si una persona le debía le cortaba la electricidad, le quitaba el paso de agua de su habitación, no le permitía que la que lavaran en la lavandería, y tenía cámaras instaladas en el lugar”

“Entonces sí, empezamos a tejer comunidad, pero no era nada fuerte, era algo puntual”, mientras del otro lado iban notando cómo la casera les hacía sentir su autoridad, cortando los servicios si no pagaban: “Se comportan como la mafia, porque si una persona le debía le cortaba la electricidad, le quitaba el paso de agua de su habitación, no le permitía que la que lavaran en la lavandería, y tenía cámaras instaladas en el lugar y controlaba quién entraba, quién salía, a qué horas”. Camila asegura que vivían para pagarle, “lo más importante era cumplir con el pago del sitio para descansar que la propia comida”. Un círculo en que toda la vida se pone en poder cubrir un alquiler que podía ser de 400 o 650€. 

Y de pronto, como les pasó a las personas alojadas en el hostal, todo parece caerse: narra Macela que tras la jornada del jueves, la casera empezó a sacar neveras, lavadoras o cocinas del lugar. La policía y concejales presentes aquel día, fueron instadas a hacerse cargo aquella jornada. “Se les hizo responsables de que esa señora seguía ahí y que si algo les pasaba a las personas alojadas, pues era responsabilidad de ellos ya que no la habían sacado de allí”, al contrario de lo que las activistas deseaban. “Nosotros esperábamos que la policía le sacara y le dijera que no volviera más, Pero bueno, nosotras también entendemos que cada fuerza de policía y cada entidad pues obra hasta donde la burocracia le permite. Y también entendemos que por esta situación de emergencia no hayan podido ser más eficaces. Pero lo que no entiendo es que esta señora llevara dos años haciendo esto y que nadie lo hubiese denunciado”.

Para Marcela, lo primero era dar la opción a las personas para que salieran de donde estaban siendo violentadas, para después, el pasado lunes, poder articular una denuncia colectiva ante un juzgado, quienes quieran voluntariamente, pues entienden que puedan tener resistencias y miedo. Y aprovecha para recordar una limitación con la que se encuentran las personas migrantes para denunciar los delitos que sufren en la policía. “Existe la premisa dada desde el ministerio respectivo de que cuando una persona no tenga documentación en regla en la comisaría, por el motivo que sea, se tiene que informar a la Oficina de Extranjería para que hagan el procedimiento que ellos crean conveniente: abrirle un expediente, denunciarla… algo que nos parece súper cruel e injusto pero lo permite la Ley de Extranjería y el gobierno actual”.

Camila quiere que salga clara una idea de estos días históricos en los que se están visibilizando vulnerabilidades y experiencias como las de estas cuarenta familias. “Queremos generar una conciencia social”, afirma. “La gente migrante no estamos acá invadiendo a los españoles por nada del mundo, sino buscando oportunidades”. En el tiempo que lleva en España ha observado —y muchos discursos en las últimas dos semanas no han hecho más que afianzar esta narrativa— xenofobia y una especie del discurso del cansancio frente a la presencia de personas migrantes, personas como las del hostal, que enseguida, como tantas otras, se organizaron para salir a ayudar. Frente a eso, Camila recuerda que las familias migrantes, que llevan en muchos casos décadas en Valencia “han luchado también por los derechos de todas, han creado empresas, han pagado impuestos, han puesto en pie escuelas o asociaciones”, y ahora, como tantas y tantos valencianos, se esfuerzan por recuperar todo por lo que lucharon.

Y es que, como apunta Marcela, hay personas que han perdido familiares o sus viviendas en esta catástrofe, una situación tremendamente trágica. Pero también hay quienes han perdido sus trabajos, personas que estaban en una situación de vulnerabilidad previamente y al no tener un ingreso diario, no podrán pagar el alquiler. “Ya estaba muy difícil encontrar un piso o una habitación en Valencia, ahora mismo estas personas están siendo totalmente invisibilizadas”.

Ante la invisibilidad y el abandono institucional, explica, al menos cuentan con unas redes muy potentes que se han fortalecido desde la pandemia. “Esta red ha crecido muchísimo, hay además muchas personas de nuestro lado. Y digo del lado de la justicia, de la humanidad, pues a mí no me gusta diferenciar entre personas migrantes y autóctonas: aunque ahora estamos viendo esta situación de maltrato, yo tengo claro que las personas buenas, somos muchísimas más”.

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