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Rescate
Adiós a Vicent Aleixandre, que vivió como se lucha y se ama

Vicent Aleixandre no tenía, el día de su muerte, más que unos discos y esa mirada de tener calado a todo el mundo. Vivía ligero de equipaje, sin más patrimonio que la música que amaba y las conversaciones compartidas. Dedicó su vida a crear y cuidar bienes comunes, con una energía inagotable y una entrega que no necesitaba reconocimiento. Cultivó la generosa luz de la inocencia sin permiso y sin perdón, con esa mezcla desarmante de ternura y firmeza que solo tienen quienes viven sin miedo.
Izó la bandera negra en barcos y tabernas, en la playa del Arenal y en la plaza mayor de Burriana
No dio cuartel al autoritarismo ni a la tibieza. Le molestaban la solemnidad impostada y las medias tintas. Izó la bandera negra en barcos y tabernas, en la playa del Arenal y en la plaza mayor de Burriana, con una convicción serena, sin estridencias, pero sin concesiones. Nunca renunció a la idea de que la vida podía ser otra cosa, podía ser justa y mejor, y que no había que esperar a mañana para empezar a vivirla así, entre iguales, sin jerarquías ni miserias.
Invitó a más cervezas de las que se pueden contar. Hizo amistades que le sobreviven y que hoy se sienten un poco más solas, aunque unidas también en su recuerdo. Forjó un estilo propio de militancia, furioso como ya no abundan, alegre, contagioso, fraterno y sensible. Tenía una forma de estar en el mundo que no se parecía a ninguna otra y quizás por eso dejó huella en generaciones distintas, en luchas dispares, en afectos cruzados.
Son muchos los proyectos que llevan su impronta: Akzio, L’Escletxa, Naraniga, Maig di Gras, L’Aurora... escenarios donde la lucha y la alegría no eran opuestas, sino partes de la misma trama. El empeño de su vida fue, en suma, restaurar el encanto de un mundo casi perdido. Un mundo en que esclavos y piratas fundaban espacios para la deserción y la igualdad.
Forjó un estilo propio de militancia, furioso como ya no abundan, alegre, contagioso, fraterno y sensible.
Tenía pocas cosas y todo lo daba. Bailaba como un boxeador en mitad de un tiroteo, con una mezcla de elegancia, desafío y supervivencia. Soñaba con ver Jamaica, Nueva Orleans, Cartagena y un Mediterráneo sin fronteras. Lugares que evocaban para él no solo música o geografías, sino horizontes sin muros, sin aduanas, sin miedo.
Ha pasado a ser ancestro, como pasa con los mejores, demasiado pronto. Pero su rastro no se borra. Sigue ondeando en las banderas negras, en los abrazos entre compañeras, en cada espacio común que se defiende, se cuida o se sueña.
