Opinión
¿Marcharse adónde?

El periodismo, como la práctica totalidad de las instancias de intermediación social, ha perdido su sitio en el mundo, esto es, el espacio entre la utilidad del relato y la rentabilidad del negocio que le confería un lugar preeminente en los sistemas democráticos occidentales.
Pirulí RTVE
Edificio de Torrespaña desde el Círculo de Bellas Artes. Álvaro Minguito
Víctor Prieto Rodríguez
15 nov 2024 08:55

Voy a empezar con una provocación que trate de captar la atención, como en Twitter: la huida de la red social que plantean medios de comunicación como The Guardian o La Vanguardia es profundamente reaccionaria. Dilucidar en qué sentido lo es conlleva romper automáticamente el marco interpretativo que se ha impuesto desde el anuncio de la salida de estos dos grandes medios: frente a la manipulación y la intoxicación de las plataformas, dicen, es necesario volver a la Verdad del periodismo.

A los lectores de El Salto no les cabe ni una duda sobre el papel jugado por Elon Musk en la manipulación y la intoxicación informativa. Pero volver, lo que se dice volver, es complicado. En este tiempo de crisis, el periodismo, como la práctica totalidad de las instancias de intermediación social, ha perdido su sitio en el mundo, esto es, el espacio entre la utilidad del relato y la rentabilidad del negocio que le confería un lugar preeminente en los sistemas democráticos occidentales.

Hablo, por supuesto, de los grandes medios de comunicación, los medios nacionales, hacedores de consensos democráticos perdidos, propiedad de oligarquías locales sometidas hoy a la tiranía de los nuevos monarcas globales. Durante décadas, construyeron los marcos de legitimación del orden social (utilidad), mientras nutrían sus arcas con fondos públicos provenientes de la publicidad institucional (rentabilidad). Sus denuncias de la desinformación o la manipulación pueden ser leídas hoy —de hecho, más o menos conscientemente, lo son— como un intento de rearme discursivo de las viejas élites nacionales frente a las tiránicas fuerzas transnacionales. Nos dicen: “Es el reino de la mentira sin límites”, asumiendo tácitamente el campo de la verdad en una lucha existencial entre el bien y el mal.

Lo que se ha quebrado no es la Verdad, sino el monopolio de la mentira, fragmentando hasta el infinito (cada uno de nosotros, una verdad) unas narrativas que solo pueden ser parcialmente unificadas por las plataformas en nichos identitarios, debidamente segmentados

Pero lo que se ha quebrado no es la Verdad, sino el monopolio de la mentira, fragmentando hasta el infinito (cada uno de nosotros, una verdad) unas narrativas que solo pueden ser parcialmente unificadas por las plataformas en nichos identitarios, debidamente segmentados. ¿Podemos achacar la responsabilidad de esta quiebra a los medios de comunicación tradicionales? En parte, sin duda. No hace falta recordar las mentiras y manipulaciones previas a la era de internet. Podemos, simplemente, recordar cómo aquel Twitter originario, relativamente horizontal y democrático, fue poco a poco cooptado por los grandes medios y su star system de periodistas, tertulianos y conformadores de opinión. Que estos hayan acabado denunciando la manipulación y arbitrariedad de los nuevos espacios no deja de tener su dosis de justicia poética.

Lo interesante de la salida de The Guardian y La Vanguardia de X es que constata, pues, las dificultades de las viejas oligarquías nacionales para insertarse en la mucho más exclusiva red oligárquica global. Si no se atiende a este aspecto, definitorio de nuestro tiempo, no puede interpretarse políticamente bien la crisis de legitimidad de nuestro mundo, profundamente vinculada a la quiebra, como decía, de las instancias de intermediación que le dieron forma. Así, el agotamiento de la democracia dentro del Estado (no del Estado, que sigue teniendo un papel trascendental hoy) es un hecho constatable, pero a los perpetradores hay que buscarlos entre aquellos a los que Todorov definió hace ya muchos años como sus “enemigos íntimos”.

La dicotomía no hemos de situarla entre Estado-nación o globalización, medios tradicionales o plataformas, pues este es el terreno de combate propicio para la victoria del populismo etnonacionalista

La dicotomía, en fin, no hemos de situarla entre Estado-nación o globalización, medios tradicionales o plataformas, pues este es el terreno de combate propicio para la victoria del populismo etnonacionalista. Contra esto, es preciso un nuevo internacionalismo que dispute el papel del Estado (y de los medios de comunicación) como instancia privilegiada de intermediación en el mundo de hoy, que desarrolle programáticamente los Derechos Humanos (también el derecho a una información veraz) haciéndolos extensivos a toda la humanidad, que descolonice las instituciones internacionales del yugo occidental, que comprenda los límites ecológicos como frontera única de lo posible.

Si, ante esto, la respuesta de la izquierda se limita al vano intento de rehabilitación de las viejas instituciones de legitimación dentro del Estado (partidos y medios de comunicación incluidos), una ola ultra nos llevará por delante. En un tiempo atravesado por la crisis; en un mundo expuesto a la fuerza deconstituyente de las plataformas globales, la nostalgia es una pulsión recurrente. Pero la pregunta es dónde militar para luchar por ese internacionalismo necesario. Se admiten respuestas.

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