We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Cine
Ven conmigo a un lugar: 20 años de ‘Mulholland Drive’
El festival de Cannes de 2001 fue un momento de triunfo para el ‘neo-noir’ más artístico. David Lynch y Joel Coen compartieron el premio a la mejor dirección por sus trabajo en Mulholland Drive y El hombre que nunca estuvo allí, respectivamente. Ese género, ahora algo desplazado de la centralidad del mainstream, entonces generaba un flujo constante de películas, estuviesen estas orientadas a la exhibición cinematográfica, a la televisión por cable o al mercado videográfico. El triunfo compartido de Lynch y los Coen en Cannes tuvo algo de fin de fiesta de una década en la que se estrenaron Fargo, Memento, Red Rock West o Un plan sencillo.
Una de las mayores gestas de Lynch fue convertir ‘Mulholland Drive’, un episodio piloto de serie rechazada, en un filme recurrentemente situado entre los mejores del siglo XXI en las votaciones de la crítica
David Lynch, por su parte, iba a lo suyo, como casi siempre. Había firmado obras de cine negro contemporáneo inclasificables y desbordantes de su imaginería personal como Corazón salvaje o Carretera perdida. Tendía a usar arquetipos de personajes pero eso no importaba demasiado, porque los situaba en aventuras ornamentadas con juegos de manos de ilusionista y salpicadas por extraños momentos de cotidianidad enrarecida (realzados, claro, con música de Angelo Badalamenti). Una de las mayores gestas de Lynch, “nacido en Missoula, Montana. Eagle Scout”, cineasta, pintor y meteorólogo casual en su canal de YouTube, fue convertir Mulholland Drive, un episodio piloto de serie rechazada, en un filme recurrentemente situado entre los mejores del siglo XXI en las votaciones de la crítica.
Disfruta el viaje
Veinte años después, Mulholland Drive sigue conservando su aura de truco de magia. De película-experiencia y rompecabezas fílmico sobre pesadillas, dobles y, quizá, fantasmas. Han convivido desde las explicaciones relativamente obvias a interpretaciones mucho más rebuscadas. Incluso Lynch, siempre renuente a concretar los significados de sus creaciones, se apuntó al juego y dio diez pistas con las que aspirar a resolver el misterio. Aun así, quizá lo mejor es dejarse llevar por ese viaje narrativo repleto de humo ilusionista y de chispazos de electricidad.
Sea como sea, una premisa ‘noir’ nos proporciona un asidero narrativo más o menos claro: una mujer en posesión de una fortuna en billetes va a ser ejecutada, pero un extraño accidente le salva la vida aunque le cuesta la memoria. Amnésica, la mujer encuentra refugio en un apartamento ocupado por una ingenuísima actriz recién llegada a Hollywood: Betty.
Lynch y compañía consiguen conjurar un miedo casi indecible: el pánico (¿irracional?) de que el mundo onírico y el mundo real converjan
Por el camino, el filme está saturado de imágenes relativas al mundo de los sueños. Abundan las imágenes de personas durmiendo que realzan el carácter onírico de la aventura. Entre las escenas claramente vinculadas con el supuesto relato principal, en el que Betty asume un rol de entusiasta y temeraria detective amateur (paralelo, en parte, al que asume cada espectador), aparecen escenas lateralmente conectadas con esa trama. Como la odisea de humillaciones y desposesiones de un cineasta amenazado por la mafia, que es la aparente financiadora en la sombra de su película y quiere imponer una actriz desconocida para el rol principal.
Otras secuencias parecen completamente desconectadas de estas columnas vertebrales narrativas, quizá a la espera de la conexión que hubiese llegado en el proyecto de serie que nunca tuvo lugar. Aun así, alguno de esos sketches resulta memorable: un hombre que va a la cafetería que soñó para encontrarse efectivamente con la imagen de fatalidad que tanto había temido en su pesadilla. Lynch y compañía consiguen conjurar un miedo casi indecible: el pánico (¿irracional?) de que el mundo onírico y el mundo real converjan.
La escena de la pesadilla en la cafetería no era el único momento donde se representa un pavor que prácticamente deja sin palabras. La mafia litúrgica de El padrino se convirtió en Mulholland Drive en una especie de mafia mística. Sus rituales pasaban a ser incomprensibles para los no iniciados, e incluían la escatología y la repetición de mantras (aunque sean tan mundanos como “esta es la chica”). Comparecía una figura de autoridad silenciosa, que respondía a las preguntas con preguntas y silencios que generaban pánico en sus mismos iniciados. Mister Roque es una especie de dios lacónico con quien hablar a través de un interfono tras una mampara de cristal. Detrás de la mampara hay una estancia que puede recordar, por supuesto, a la célebre habitación roja de Twin Peaks.
Series
En el cielo todo va bien, pero no estamos en el cielo
Más convencional es la visión de ese Hollywood como maquinaria de ilusiones y fuente potencial de perdiciones y perversiones. De alguna manera, esa feria de las vanidades (y los capitalistas mafiosos) sirve de punta del iceberg de la cosmovisión lynchiana. Como sucedía en Twin Peaks o Corazón salvaje, se escenifica un relato de inocencias amenazadas por un mundo peligroso que pervierte. Aun con el carrusel final de identidades desdobladas y enigmas que se encabalgan, el desenlace de la obra continúa conjurando esa especie de visión flandersiana donde la ‘pureza’ y la bondad son bienes escasos casi condenados al embrutecimiento.
Un final de(l) cine
Los misterios de la narración pueden hacernos olvidar que Mulholland Drive está repleta de imágenes de extraordinaria belleza. Y no solo de esa mezcolanza de lo bello y lo siniestro tan característica del audiovisual lynchiano, que hace abundante acto de presencia. La escena que tiene lugar en el perturbador Club Silencio ha devenido inolvidable para tantos espectadores. Incluso la desaparición de las formas y figuras tras una cortina de humo después de un accidente de coche puede devenir estéticamente hipnótica.
Además de eso, los responsables también nos regalan preciosos primeros planos de los rostros de simpatía, deseo e inquietud de las actrices Laura Harring y Naomi Watts. El autor parte de personajes arquetípicos y nos muestra una historia de amor (esquemática, casi irracional) que bebe de las convenciones del cine negro y su mirada fundamentalmente masculina, pero el resultado tiene algo genuinamente conmovedor, quizá porque conecta con esa idealizada idea de bondad propia del director estadounidense. Aunque ese romance repleto de ternura y cuidados sea solo una fantasía ajena al mundo real, o pertenezca al pasado o, sencillamente, esté condenado a fracasar.
Lynch y su equipo, incluida la montadora Mary Sweeney, hicieron un uso maravilloso de la fotografía fotoquímica. Supondría un cierto canto del cisne. El mismo director se despediría del celuloide y abrazaría la imagen digital en una desatadísima Inland empire que ya tenía poco de sueño y mucho, casi todo, de pesadilla. La manejabilidad de las cámaras digitales facilitaría que el autor potenciase las tomas cámara en mano, ya muy presentes en Mullholland Drive, y se incrustase más cómodamente dentro de la escena como un testigo de su propia alucinación turbia y perturbadora.
Pero previamente, como dice el personaje interpretado por Harring antes de visitar el Club Silencio, Lynch nos invitó a ir con él a un lugar. Un lugar subyugante, aunque no sepamos exactamente dónde está localizado. Los sueños-pesadillas suelen ser así.