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El Festival Internacional de Cine Independiente de Barcelona L’Alternativa, que este año ha llegado a su trigésima edición, continúa reservando espacios generosos a los cines explícitamente políticos que se alejan de las convenciones de la narrativa comercial. La muerte de una ciudad, de João Rosas, es un ejemplo de ello. Se trata de un documental bastante observacional, sin dispositivos periodísticos, pero muy acompañado por la voz en off en primera persona de su autor.
El proceso de definición del proyecto se explica en el mismo filme. Su autor volvió a Lisboa desde Londres en 2009. La crisis económica mundial que sucedió al crack financiero de 2008 se encabalgó con la ola gentrificadora (con el consiguiente encarecimiento de precio de las viviendas, sustitución o expulsión de vecindarios y otros fenómenos) que tuvo lugar en una ciudad en venta. El realizador quiso hacer un retrato fílmico de su localidad natal antes de que dejase de reconocerla. Es una manera póetica, y algo triste, de expresar lo que supone la gentrificación.
El cineasta João Rosas terminó filmando la reconversión de un edificio, metáfora de la destrucción simbólica de una cierta ciudad, y el retrato se centraría en los ejecutores materiales de una parte de todo ello: los obreros del sector
En 2016, Rosas adquirió una cámara digital que sería el mecanismo de captura de esa realidad. Inicialmente, la idea era filmar un diario urbano de su Lisboa personal, aunque el director no tuviese claro “si tenía sentido tratar un proceso muy impersonal de manera tan personal, tan subjetiva, tan egocéntrica”. Conocer casualmente a un hombre implicado en la especulación inmobiliaria, que le permitió rodar en una obra que impulsaba, le abrió posibilidades nuevas.
El cineasta terminó filmando la reconversión de un edificio, metáfora de la destrucción simbólica de una cierta ciudad, y a la vez recordatorio de la destrucción que antecede la transformación de las urbes. El retrato se centraría en los ejecutores materiales de una parte de todo ello: los obreros del sector de la construcción que destrozan las edificaciones poco rentables y erigen nuevas viviendas que posibilitarán una mayor extracción de dinero.
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En la película, el realizador se detiene a filmar a los operarios dando martillazos, moviendo escombros. Y habla con unos y otros mientras trabajan. Primero, abundan las frases orientadas a neutralizar desconfianzas. Después, empiezan a desplegarse las historias personales. El recorrido está filmado durante un año. Se nos presenta, por ejemplo, a un obrero que creaba música en su país de origen, pero que ha abandonando su vocación. Otro trabajador, Armando, parece sentirse atrapado en una red de vínculos imperfectos (trabaja para un familiar que le explota) y de solidaridades.
La voz en off acompaña los diálogos y ofrece apuntes precisos sobre los caracteres, las experiencias y las expectativas de quienes aparecen delante de la cámara. El realizador rompe con los retratos que convierten a las personas migrantes en un bloque homogéneo. Quería reflejar que “eran personas muy diferentes, aunque tuviesen puntos en común. Porque cada uno tenía su identidad, su lengua, su religión. Además, venían de posiciones muy diferentes en su país de origen”.
Los retratados son ejemplos andantes de hasta dónde puede llegar la consideración capitalista de que los trabajadores son personas prescindibles
Los retratados son ejemplos andantes de hasta dónde puede llegar la consideración capitalista de que los trabajadores son personas prescindibles. Explican que han sido timados o amenazados por otros empleadores. En el caso de la construcción, La muerte de una ciudad dibuja un panorama marcado por las distopías cotidianas de la economía neoliberal. Las marañas de subcontratas convierten los poderes en algo inconcreto: “Había una persona que trabaja en una empresa de trabajo temporal y que controlaba tres, o cuatro, o diez trabajadores, pero había otra persona de otra empresa que manejaba a otro grupo, y otra. Por eso también es muy difícil luchar contra eso, porque no sabes contra quienes están luchando, ni siquiera hay una noción clara de que alguien está al mando. Todo es muy abstracto y anónimo”, declara Rosas.
Los cambios en la organización del trabajo transforman también la manera de relacionarse e incluso de habitar el mundo, de ser. Lo sabemos: las personas vienen y van, con una movilidad geográfica extrema que potencia el desarraigo, y la temporalidad extrema hacía casi imposible construir algún vínculo de lucha sindical, de amistad, de cualquier tipo. Con el tiempo, Rosas detectó algo parecido a un grupo: diversas personas guineanas se conocían de un mismo barrio, algunos coincidían en bares, y podían comunicarse un poco más en el trabajo “porque el proceso de construcción era más silencioso y calmado que la destrucción previa”.
Rosas pudo conseguir una mayor cercanía con estos operarios. También jugaba un papel el azar y, quizá, la sorpresa: “Ellos no estaban habituados a que gente como el encargado Carlos o como yo, blancos ambos, él con una jerarquía dentro de la obra y yo con una cámara, les prestásemos atención y les hablásemos normalmente, sin darles órdenes o hablarles mal”. El autor defiende el gesto político, o meramente humano, de cultivar relaciones horizontales, de mirar a las personas individualmente. Hacía su trabajo, pero también le gustaba pasar tiempo con las personas que filmaba, comer juntos y hablar de los hijos respectivos, “siempre siendo consciente de que se establece una relación de poder, porque yo tengo una cámara, porque yo soy blanco, porque no trabajo en esas condiciones…”, matiza. Seis años después de la filmación, continúa viendo a algunos de los participantes en su documental.
Procesos capitalistas de muerte y transfiguración
El título del filme acaba teniendo un significado que quizá no es el previsto. La muerte de una ciudad no es un filme melancólico sobre la pérdida de espacios conocidos que son devorados por el capitalismo de la turistificación y de la mercantilización de todas las cosas. Ese podía haber sido el punto de partida, pero Rosas escenifica que también suceden cosas entre tanta despersonalización. “Al conocer a las personas que aparecen en el documental, comprobé que la ciudad seguía viviendo en las historias de esta gente”, afirma.
Rosas no quiere quitar hierro a las violencias y dolores de la gentrificación, pero sí añadir capas de complejidad. La explotación capitalista de la ciudad comportaba trabajos en tiempos de crisis económica a personas extremadamente necesitadas, dice. A la vez, explica que la gentrificación le entristeced profundamente y que considera que se ha agravado el problema de la gente que se queda sin casa. Y esto le genera dudas sobre “la utilidad de hacer películas en un mundo que está como está. Ya me lo planteaba con respecto a mi mirada a la ciudad, pero es algo que tengo más presente a raíz de lo que sucede en Gaza”. El autor explica que encontró una cierta respuesta personal en este acercamiento a Aliou, Banjai, Jorge... Sí, se pude conocer a las personas que comparten la ciudad con uno, aunque no sean amigos tuyos, y se pueden cultivar relaciones de proximidad con esas personas, aunque vengan de muy lejos.
Rosas plantea otro elemento: esa Lisboa ‘auténtica’ que ahora se quiere explotar de cara al turismo no es un paraíso perdido al que regresar, y los turistas y nómadas digitales también pueden aportar cosas positivas
En los minutos finales de su filme, Rosas plantea otro elemento a tener en cuenta. Esa Lisboa ‘auténtica’ que ahora se quiere explotar de cara al turismo, aunque sea a través de imitaciones y simulacros, tenía componentes mezquinos, homófobos y racistas. No es un paraíso perdido al que regresar. Y los turistas y nómadas digitales, cuyo poder adquisitivo contribuye a encarecer la ciudad y a expulsar al vecindario, también pueden aportar cosas positivas: “Me gusta ver la diversidad que han traído, han abierto en algunos aspectos una ciudad muy cerrada”. A la vez, Rosas añade que la mezcla de diversidades, costumbres y lenguas también es una mercancía que tiene que ver con el consumo, que no ha entrado en la ciudad real y que se considera de manera desigual “aunque el Café Obama que vemos en la película tenga la misma importancia que una fiesta gay de los norteamericanos”.
El autor de La muerte de una ciudad mantiene una visión crítica de los años de gobierno socialista, aunque recuerda que se tomaron una serie de medidas iniciales que mejoraron la vida de la gente. Rosas considera que “las cosas cambiaron para mejor después de unos años de gran violencia económica, pero todo se basó mucho en el turismo y los servicios. No se atendió al problema de la vivienda hasta que fue demasiado tarde, y los intentos fueron demasiado tímidos”. “No tengo una formación en urbanismo, pero creo que debería construirse vivienda pública de calidad, en lugar de dar incentivos fiscales a los propietarios para que alquilen un poco más barato”, opina.
Rosas presenta su película sobre la gentrificación de Lisboa por el mundo. En la mayoría de las ciudades europeas, dice, encuentra la misma metrópolis global con los mismos comercios de grandes corporaciones. “Quizá con el apocalipsis climático llega el fin del capitalismo, pero ahora es un proceso que veo imparable”, declara. Mientras tanto, la receta, o el consuelo, es aplicar la sensibilidad que aplicó en el rodaje de su filme: “Cultivar las relaciones personales que creas en tu microciudad, donde te mueves tú y con quien hablas. Y crear relaciones de confianza y de solidaridad más allá de tus amistades”.
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No se puede dejar pasar la ocasión de mencionar la película-documental de 2001, "En construcción, de José Luis Guerín, retrato de la reforma-derribo de un céntrico barrio popular de Barcelona, presagiando el futuro:
https://www.youtube.com/watch?v=qS0PGJ98IwA