We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Arte
Ana Mendieta: el cuerpo como campo de batalla
A través de breves películas rodadas en súper 8, performances y fotografías, la artista cubana Ana Mendieta cuestionó los los roles de género, la relación con el territorio, con la religión y con el propio cuerpo. Su nombre sigue siendo un desconocido para la mayoría del público, pero afortunadamente cada vez son más los museos que le dedican espacio: el último ha sido el berlinés Martin Gropius Bau, que expone Covered in time and history: the films of Ana Mendieta.
La invisibilización de las mujeres en el mundo del arte no es nada nuevo: las Guerrilla Girls llevan años denunciando que, para muchas, es más rápido formar parte del catálogo de un museo como objeto representado que como artistas, y basta una simple búsqueda en Google para encontrar datos reveladores. Si alguien busca Ana Mendieta, encontrará poco más de 500.000 resultados en 0,40 segundos: una cifra anecdótica si se compara con los más de 83 millones de su marido Carl André. Su contemporánea, la archiconocida Marina Abramovic apenas arroja 450.000 páginas, mientras que su ex, Ulay, copa más de un millón de resultados.
Las tornas, sin embargo, empiezan a cambiar, y ya no hace falta conformarse con esa historia oficial escrita por los ganadores. Ana Mendieta es un buen ejemplo de artista rescatada desde los márgenes del olvido y la injusticia: en 2016, un grupo de mujeres enlutadas y con el cuerpo pintado de rojo irrumpían en la Tate Modern cubriendo la obra de Carl André y preguntándose por la presencia de la que fuera su mujer —André fue a juicio por la muerte de Mendieta, pero resultó absuelto pese a que nadie se cae por la ventana en plena pelea con su pareja dejándole cubierto de arañazos—. “Where is Ana Mendieta?”, preguntaban.
Dos años más tarde, el retrato de la artista con bigote postizo se ha convertido ya en una imagen icónica, y en la inauguración en Berlín de la exposición Covered in time and history: the films of Ana Mendieta, había tanta cola esperando a entrar que a más de uno le habría parecido encontrarse a las puertas de alguno de los célebres clubs de la ciudad. La ocasión lo merecía: tras años de semiostracismo, Mendieta empieza a asomarse a los museos con una obra que, aunque se interrumpió bruscamente hace décadas, sigue más vigente que nunca.
Mujer, latina, emigrante y, al final, víctima de la violencia de género que tanto criticó, las circunstancias personales de Mendieta, la sociedad que le tocó vivir y las noticias que leía son la materia prima de la que se nutría la artista para una obra que trataba esos temas sin ambages.
Pensemos en su performance “Untitled (rape scene)” de 1973: cuando los invitados entraron al piso para ver su última obra se encontraron a la artista semidesnuda, cubierta de sangre, doblada y atada sobre la mesa, recreando la brutal violación de una estudiante de enfermería. Mendieta permaneció así durante una hora ante los asistentes.
Pensemos también en “Moffit Building Piece” (1973), en la que graba las reacciones de los viandantes a una mancha de sangre en la calle.
Con estas obras Mendieta confronta al espectador con la violencia de género de forma brutal y de paso lo convierte en protagonista (¿qué haces cuando vas caminando y encuentras una mancha de sangre?, ¿miras la sangre, la ignoras?, ¿te preguntas de dónde viene?, ¿piensas en la víctima?).
Son obras muy anteriores al #MeToo o a las presiones para que los medios traten la violencia machista sin rodeos, y que no buscan la complicidad o empatía del espectador, sino incomodarle. Más “ligeras”, por supuesto, son las obras en las que explora los cánones de belleza fotografiándose con el cuerpo deformado por un cristal al que se pega como si quisiera hacer una fotocopia de sí misma o los “Facial Hair Transplants” en los que posa con barba y bigote. Eran imágenes transgresoras en los años 70, y aún lo son en la era del selfie y el filtro rejuvenecedor con orejas de animalito.
Otro de los temas recurrentes en la obra de Mendieta es la religión, ya sea la católica o la santería (que llegó a estudiar pero no a practicar). En “Blood Sign” (1974), con las manos manchadas de sangre, pinta el contorno de su cuerpo en una forma que recuerda a una lápida y en su interior escribe “there is a devil inside of me” (hay un diablo dentro de mí): la culpa, la demonización de la mujer y su condena están muy vinculadas al cristianismo que rodeó a la artista, pero la obra también tiende puentes con las mismas feministas que solo dos años antes, y bajo el acrónimo W.I.T.C.H. (Women's International Terrorist Conspiracy from Hell) se manifestaban vestidas como brujas ante instituciones tan masculinas como Wall Street: se trata de dar la vuelta a esa imagen de la mujer como bruja y demonio al que temer para convertirlo en instrumento y símbolo contra el mismo sistema que la quiere sumisa y callada. Y Mendieta, ademas, opta por la sangre —símbolo eminentemente femenino— en vez de la pintura.
De nuevo la sangre y la santería se dan la mano en una serie de obras en las que no se sabe muy bien quién es víctima y quién verdugo. Una de las cintas más conocidas de la artista es el vídeo “Chicken movie, chicken piece” (1972), en que recibe un pollo descabezado y deja que se desangre entre sus piernas. En 2018 sería inconcebible matar un animal para una obra conceptual —posiblemente sea esta una de las razones por las que esta película se omite en la última muestra de la artista—, pero entonces le servía a la artista para comparar al animal con la mujer como víctima.
Mucho más sutiles son “Blood inside outside” (1975) o “Blood and feathers” (1974) en la que es ella quien aparece cubierta de sangre y plumas: Mendieta se identifica con el animal —víctima— y de paso constata una vez más su empeño: crear imágenes “con poder y magia”, algo que no podía lograr con la pintura.
Otro de los grandes pilares de la obra de Mendieta está en la misma naturaleza. Aunque algunos la quieren adscribir al land art, las performances de la artista no se pueden comparar al trabajo de Dennis Oppenheim, Christo o Robert Morris, por poner solo unos ejemplos. Mientras que ellos se dedican a intervenir el paisaje a gran escala, a Mendieta le interesa la relación emocional con la tierra, y es una relación que tiene mucho que ver con haber dejado su país y con su propia femineidad.
La artista hablaba en las entrevistas de cómo de niña pasaba el día entero al aire libre, semidesnuda, jugando en su Cuba natal, cerca del mar y con esa naturaleza indómita y exhuberante tan propia del Caribe. Con 12 años, Mendieta tiene que despedirse de la libertad y los juegos y someterse a la disciplina de un orfanato en Iowa, donde no le quedó más remedio que adaptarse a una vida mucho más estricta y reglada. Basta con ver vídeos como “Mirage” (1974) o “Burial pyramid” (1974) para darse cuenta de que la artista no aspira a intervenir el paisaje, sino a fundirse en él.
Incluso en sus célebres series de siluetas, Mendieta busca camuflarse en los ríos, en los árboles, incluso en la orilla, donde a veces no duda en colocar una piedra teñida de rojo allí donde debiera estar su corazón. Es una relación que no nace de la necesidad de transformar la naturaleza, sino de reclamar esa infancia libre y esa tierra de la que se tuvo que alejar: Cuba era “su cuerpo”, Estados Unidos era su prisión, como escribía en su diario en 1980: “But here, covered by the earth whose prisoner I am, I feel death palpitating underneath the earth” (pero aquí, cubierta por la tierra de la que soy prisionera, siento la muerta palpitando bajo la tierra”). Para ella la tierra no es un lienzo ni una superficie para crear, sino el territorio emocional por el que discurre la vida de cualquier emigrado.
Es difícil saber qué estaría haciendo la artista en 2018, aunque no es difícil conjeturar un trabajo más politizado y radical. Nos tendremos que conformar con rescatar su obra y que nadie más tenga que preguntarse nunca dónde está Ana Mendieta.