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La vida y ya
Frenar el desierto
La mesa es larga, tanto como para que a su alrededor quepan más de quince personas. En el centro vino, cerveza y chocolate. La palabra colapso como telón de fondo.
Hace unas semanas, un grupo de personas que vivimos en la ciudad, decidimos aceptar la invitación de venir al campo a que nos enseñasen a utilizar las manos para algo diferente a escribir en ordenador y cocinar. Arar, sembrar, plantar, recolectar, construir un lugar para almacenar agua. Sentarse a descansar del sol bajo un olivo que alguien plantó hace 300 años.
Trabajar en el campo también requiere pensar mucho, aprender e investigar. “Las plantas se ayudan unas a otras, cooperan, en la naturaleza todo está plagado de sentido, de un sentido en el que la reciprocidad está en el centro”, nos cuentan.
Plantamos árboles de pocos centímetros de altura cuya sombra la disfrutarán otras personas. Quizás ese mismo pensamiento lo tuvo quien plantó el olivo que nos ha cobijado del sol estos días. Sembramos semillas que darán plantas que traerán los nutrientes a la superficie, que mantendrán la humedad y disminuirán la temperatura, que crearán suelo sobre el que crezca vida. “Aquí estamos tratando de contribuir a frenar el desierto, a reparar parte del daño que estamos causando con el cambio climático”.
Tenemos claros los datos, pero el campo de las emociones que genera ver las predicciones de la comunidad científica es mucho más pedregoso. Nos tropezamos todo el rato al tratar de expresarlas.
Cuando nos comenzamos a juntar, hace poco más de un año, hablábamos sobre qué hacer ante el colapso ecológico y social. Ahora hablamos sobre cómo construir un futuro al que nos ilusione llegar
Alguien cuenta que estuvo en un encuentro en el que se hablaba sobre ecotopías. Una chica, de unos trece años, pidió el turno de palabra y dijo: yo he venido para que me ayudéis a tener esperanza en el futuro. Las series, los libros, las películas. Todo habla del fin del mundo y a mí me bloquea pensar desde ahí.
Nos quedamos en silencio. La palabra “esperanza” se queda suspendida por un instante en el centro de la mesa. Responder a esta adolescente es lo mismo que respondernos a nosotras mismas.
Hablamos de que solo es posible generar proyectos transformadores encontrándoles un sentido que no se acabe en quienes estamos sentadas alrededor de la mesa. Hablamos de hacer cosas que sirvan para las que vengan después. Hablamos de las iniciativas en la ciudad, de la importancia de hacerlas aunque no sean tan duraderas como los alcornoques de estos campos. Hablamos de que la resiliencia no se construye a corto plazo. Hablamos de autosuficiencia en colectivo. De disfrutar el proceso. De mirar hacia el futuro no para mantener lo que tenemos ahora sino para crear otra cosa. Hablamos del principio de reciprocidad con la naturaleza, “cojo frutos y devuelvo semillas”.
Hablamos de que en los lugares donde se puede tocar la tierra con las manos es donde se puede generar algo que dure. Hablamos de aprender a tener un vínculo emocional con la naturaleza.
Hay muchas cosas que no sabemos hacer, pero coincidimos en que esto se ve diferente si juntamos todas nuestras capacidades para ponerlas al servicio de lo común. En comunidad, compartiendo conocimientos, siempre se encuentran las formas para subsistir con alegría.
Cuando nos comenzamos a juntar, hace poco más de un año, hablábamos sobre qué hacer ante el colapso ecológico y social. Ahora hablamos sobre cómo construir un futuro al que nos ilusione llegar. Preferimos pensarlo así. La manera en la que se gestionen situaciones complicadas dependerá de los relatos que se cuenten. Y el nuestro tiene que ver con todas las emociones y conocimientos compartidos estos días. Con las ganas de seguir construyendo maneras de caminar pisando suave la tierra.
Todavía queda algo de vino. La conversación va derivando hacia otros temas que nos hacen colocar unas carcajadas sobre otras mientras la noche sigue avanzando.
Las risas parecen sellar un pacto: estemos donde estemos vamos a tratar de frenar el desierto.