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Soberanía alimentaria
La olla podrida
La llaman olla podrida, recordando el tradicional guiso que tiene por nombre un recipiente al que van a parar alimentos reservados a los poderosos, derivando podrida de “poderida”.
Si en la olla de antaño gobernaban las carnes y para la chusma eran los rastrojos del campo, Carmela y Coro cocinan con poderío platos sin carne alguna. Para estas amigas, la olla podrida no es un plato medieval, sino la rutinaria práctica de cocinar y luego intercambiar entre ellas porciones de comida. No parece gran cosa, pero ha revolucionado sus vidas.
Supuso un antes y un después. Les gusta cocinar, pero son mujeres trabajadoras y con tanto que llevar por delante que el simple hecho de pensar, día tras día, qué hacer de comer, las remataba. Ahora le dedican un tiempo a pensar, buscando o imaginando recetas, experimentando y descubriendo, disfrutando. Van barruntando el viernes qué hacer, el sábado la compra y el domingo a cocinar para el lunes entregar las raciones, dejando asentadas las principales comidas de la semana.
Es un modo de organizarse eficazmente. Cocinar para una misma o la propia unidad doméstica, comparativamente, resulta un gasto de tiempo, energía y productos. Así no se compra de más, malgasta o tira tanta comida, ajustando las raciones. Siendo un poco cocinillas, pronto aparece el reto personal por hacer cosas nuevas, variando. Ellas han interpretado cocina mexicana, china, japonesa, india, tailandesa... En un año van 120 platos. Y sus vástagos, aún a esa edad tan difícil para el comer, reciben la oportunidad de un paladar educado con otras comidas que las propias, construyendo su gusto mediante lo cocinado por otras familias, con sus propias referencias.
Tampoco es tan estratosférica, pues recoge los valores de siempre: ayudarse, quererse. Como el tupper con croquetas de una abuela que tan buen avío hace o cuando en el vecindario hay alguien enfermo. Hacer algo pensando en tus congéneres y que te repercute positivamente. La aritmética cruje, pues al dar recibes y a un esfuerzo extraordinario por otras personas sigue un alivio notable de tu propia condición. Cambiamos de fase, desbordando la lógica impuesta. Cuando lo comentan aquí y allá, predican en el desierto. Quienes escuchan se interesan, nadie termina por animarse. Ellas están encantadas de cocinar la una por la otra.
La idea es tan sencilla como profunda. Si no se practica puede ser difícil de apreciar en su potencial transformador. Poca gente de nuestro entorno lo hace, descubriendo una forma de resistencia que corta finas ataduras y dota de una fuerza inaudita. Ellas son dos amigas, las combinaciones múltiples. Las buenas prácticas tienen posibilidades devastadoras si se extienden y además son articuladas unas en otras. ¿Cuáles? Todas aquellas que apuntan en el acto a una transición hacia un modelo económico, social y medioambiental más equilibrado, justo. La mayoría son de cajón: por qué comprar pan rallado si hay pan duro en casa; tira a la huerta o a la tienda de la esquina antes que a un superhipermegamercado, etcétera. Cualquiera sabe de lo que hablamos, aunque hacerlo política propia es más complicado. Solo he dado con dos ollas y no es de extrañar que este otro agrupamiento provenga de una matriz colectiva resilente. La llaman olla común, alimentada durante más de tres años por un puñado largo de gente. Lo mismo: te organizas, cocinas para ti y algo de más, luego quedas e intercambias. Si con olla podrida evocamos la olla poderida, subrayando el empoderamiento que el proceso comporta, esta vez se apela directamente a la fuerza constituyente, el común, tomando préstamo de una práctica hermanada con la nuestra, si bien los contextos difieren.
Olla común es un término bien conocido en Latinoamérica para enfrentarse a la necesidad extrema. Nuevamente remite a un universal —la olla— donde depositar la individualidad o aquellos productos que cada cual porte para ser cocinados, distribuidos y consumidos colectivamente. Durante los períodos oscuros, como la dictadura chilena, agruparse en torno a ollas comunes no solo permitió sustentarse: este quehacer por la supervivencia fue germen de resistencia. Recientemente, tras el paso de un huracán que devastó Puerto Rico y ante el descarnado abandono al que se veían abocadas las gentes, borbotearon ollas como refugio de comunidades enteras. Una de ellas, tras sobreponerse a la tragedia, comprendió cómo había salido adelante y siguió trabajando colectivamente por reconstruir y mejorar su existencia, tomando como nombre La olla común.
Comprobamos el valor de la olla en tan abruptas circunstancias, al igual que lo hacemos en la simple unión molecular de dos amigas y sus respectivas familias, cocinando la una con la otra. Sea un recurso para la supervivencia o bien humana aspiración a vivir mejor, es un mismo fuego: somos apoyándonos. Sin el apremio de la necesidad, bendita sea la olla podrida o común. Solo necesitas dónde depositar confianza, cariño y buenos alimentos.
Hay pequeñas prácticas que parecen poco sustanciosas tomadas aisladas, pero nos dan consistencia, dotándonos de estructuras paralelas, asentando el día a día. De esto se trata, al fin y al cabo, de tomar caminos hacia una vida más fácil, provechosa y libre. Soy afortunado al ir de la mano de compañeras tan generosas como transformadoras. Comparto mi experiencia y afirmo gustoso: mejor no se puede comer.