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El 29 de octubre de 1922 Benito Mussolini fue aupado al poder por la Marcha sobre Roma, que inauguró l'era fascista. La fecha fue declarada posteriormente como el primer día del Año Uno del calendario fascista. Como todo acontecimiento fundacional, la Marcha sobre Roma fue también la puesta en escena de un espectáculo y la forja de un mito. Lector precoz y oportunista de las Reflexiones sobre la violencia (1908) de Georges Sorel, Mussolini estaba convencido de que la política era inseparable de la creación de mitos, de que esta era una especie de mitopoiesis. En su discurso de Nápoles, pronunciado unos días antes de la Marcha sobre Roma, Mussolini anunció lo siguiente:
Hemos creado nuestro mito. El mito es una fe, una pasión. No es necesario que sea una realidad o, mejor, es una realidad en la medida en que constituye un acicate, una esperanza, una fe, un coraje. Nuestro mito es la Nación, nuestro mito es la grandeza de la Nación. Y a este mito, a esta grandeza, que queremos traducir en una realidad materializada en su plenitud, subordinamos todo lo demás. Porque la Nación es, sobre todo, Espíritu y no sólo territorio.
El mito de la nación, de su grandeza perdida y de su grandeza futura, sigue animando a la extrema derecha resurgente en todo el mundo. Como atestigua el discurso pronunciado hace unos días por la nueva primera ministra italiana, Giorgia Meloni, este mito va ahora a menudo acompañado de alabanzas a la «libertad», que pretenden servir de antídotos contra las persistentes sospechas de autoritarismo. No se trata de la libertad como emancipación o liberación, sino de la libertad de mercado, unida a lo que Meloni, citando al Papa Juan Pablo II, describió como «el derecho a hacer lo que se debe». Sin apresurarnos a establecer analogías históricas poco sólidas, puede ser útil revisar los orígenes del fascismo, cien años después de su surgimiento, para intentar comprender su particular relación con el mercado y de este modo dotar de complejidad a la percepción generalizada de que constituye la antítesis del liberalismo.
La Marcha de Roma, comprendida como mito, como la audaz y viril demostración de fuerza que dio origen al Estado fascista, no fue solo objeto de una intensa construcción en el seno de la hagiografía fascista italiana o de la puesta en escena retrospectiva presentada en la Exposición de la Revolución Fascista, celebrada por primera vez en 1932, sino que también sirvió de modelo, a modo de mito cargado de consecuencias, para los aliados de Mussolini, sobre todo para los nazis. En la transcripción de las «conversaciones en torno a la mesa» de Hitler mantenidas en 1941 se recoge la siguiente afirmación sobre la «epopeya heroica» de la «revolución hermana» del nacionalsocialismo:
La camisa marrón probablemente no habría existido sin la camisa negra. La Marcha sobre Roma de 1922 fue uno de los puntos de inflexión de la historia. El mero hecho de que pudiera intentarse algo así y de que pudiera tener éxito, nos dio un impulso […]. Si Mussolini hubiera sido superado por el marxismo, no sé si habríamos logrado resistir. En aquella época el nacionalsocialismo era un producto muy frágil.
Tan frágil, de hecho, que cuando Hitler intentó su propio golpe de Estado en 1923, pudo ser desdeñado en la prensa italiana como una «caricatura ridícula» de su paradigma fascista.
A diferencia de esta mitología, los análisis históricos de la Marcha sobre Roma tienden a minimizar su trascendencia. Robert Paxton, en su lúcido y sintético libro The Anatomy of Fascism (2004), atribuye su éxito a las debilidades e ineptitudes de las clases políticas italianas. «No fue la fuerza del fascismo lo que decidió la cuestión», escribe, «sino la falta de voluntad de los conservadores para arriesgar su fuerza» contra la de Il Duce. «La “Marcha sobre Roma” fue un gigantesco bluf que funcionó y sigue funcionando en la percepción generalizada que la opinión pública tiene de la “toma del poder” por parte de Mussolini». Salvatore Lupo, en su libro Il fascismo. La política in un regime totalitario (2005), señala igualmente que, con la Marcha sobre Roma, «la Italia provincial del squadrismo quiso doblegar a esa vasta franja del establishment liberal-conservador [liberal-moderado], monárquico, militar y capitalista [confindustriale], que miraba con simpatía a los camisas negras, pero que necesitaba sentir una presión amenazante para abandonar la opción de un gobierno de centro-derecha». Contemplada de este modo, la Marcha sobre Roma no fue esa epopeya heroica, sino la obtención de «un resultado máximo con un riesgo mínimo», dicho con las palabras de Emilio Gentile.
La maquina insurreccional fascista constituyó un formidable aparato de organización de la desorganización, útil para la imposición hiperpolítica de una despolitización amortiguadora
Si bien resulta útil, no obstante, socavar los mitos autocomplacientes del fascismo, debemos tener cuidado de magnificar su parasitismo meramente injertado sobre la debilidad de sus enemigos y la complicidad de sus beneficiarios. Si lo hacemos, corremos el riesgo de presentarlo como un fenómeno insustancial, casi inexplicable. Si doblamos la vara un poco en la otra dirección, es instructivo recurrir al tratamiento de la Marcha sobre Roma efectuado por ese brillante y ambiguo cronista de su época, que fue Curzio Malaparte. En su libro Tecnica del colpo di Stato (1931), que Mussolini prohibió para no disgustar a Hitler (a quien ridiculizaba con comparaciones poco halagüeñas con Il Duce), Malaparte, participante temprano en el squadrismo y fascista de «izquierda», comenta irreverentemente que Mussolini sólo pudo haber comandado la «máquina insurreccional fascista» como lo hizo gracias a su «marxismo». Con ello, Malaparte se refería perversamente al reconocimiento por parte de Mussolini de la importancia estratégica de derrotar a la clase obrera, una victoria que, en su opinión, minaría también cualquier otra fuerza de resistencia presente en el seno del Estado.
Lo que Malaparte acaba describiendo es algo así como una táctica del vacío, que él expresa del siguiente modo:
No se trataba sólo de impedir la huelga general, sino también el frente único del gobierno, el Parlamento y el proletariado. El fascismo se enfrenaba a la necesidad de construir un vacío a su alrededor, de hacer tabula rasa de toda fuerza organizada, ya fuera política o sindical, proletaria o burguesa, ya se tratara de sindicatos, cooperativas, círculos obreros, Camere del lavoro [uniones sindicales], periódicos, partidos políticos.
La maquina insurreccional fascista constituyó un formidable aparato de organización de la desorganización, útil para la imposición hiperpolítica de una despolitización amortiguadora, algo que llevó a cabo por las vías paralelas de la violencia directa y las conspiraciones de pasillo. Malaparte señala la inteligencia logística empleada en las tácticas de lo que The Guardian describió en su momento como una «revolución sin derramamiento de sangre». Los objetivos de los squadristi en las fases preparatorias de la Marcha sobre Roma no fueron tanto las calles o los centros de poder más visibles, sino determinados nodos materiales e institucionales fundamentales, que constituían los puntos neurálgicos de la red de la energía política italiana. Como cuenta Malaparte
Los camisas negras habían ocupado por sorpresa todos los puntos estratégicos de las ciudades y de las zonas rurales, es decir, los órganos de organización técnica, las fábricas de gas, las centrales eléctricas, las oficinas de correos, las centrales telefónicas y telegráficas, los puentes, las estaciones de ferrocarril. Las autoridades políticas y militares fueron sorprendidas por la imprevisibilidad del ataque.
De ahí la melancólica perspicacia de la declaración de Giovanni Giolitti, que había sido primer ministro de Italia durante las dos primeras décadas del siglo XX: «Estoy en deuda con Mussolini por haber aprendido que un Estado no debe defenderse del programa de una revolución, sino de su táctica».
Los métodos violentos del squadrismo se apoyaban en un aristocratismo pseudonietzscheano, que contraponía el poder transformador de las élites guerreras a las tendencias pacifistas del proletariado
Pero, ¿qué programa acompañaba a estas tácticas? El estudioso de Gramsci Fabio Frosini ha compilado recientemente una excelente antología crítica de los discursos y escritos de elaborados por Mussolini entre 1921 y 1932 bajo el título La costruzione dello Stato nuovo. Scritti e discorsi di Benito Mussolini 1921-1932 (2022). Los pronunciamientos que condujeron a la Marcha sobre Roma coinciden en gran medida con la concepción de Malaparte. Los métodos violentos del squadrismo se apoyaban en un aristocratismo pseudonietzscheano, que contraponía el poder transformador de las élites guerreras a las tendencias pacifistas del proletariado. En su discurso inaugural ante la Cámara de Diputados, Mussolini afirmó pomposamente que:
es obvio [pacifico], a estas alturas, que en el terreno de la violencia las masas trabajadoras serán derrotadas […] las masas trabajadoras son naturalmente, me atrevería a decir benditamente [santamente], pacifistas [pacifondaie], porque siempre representan las reservas estáticas de las sociedades humanas, mientras que el riesgo, el peligro, el gusto por la aventura han sido siempre tarea y privilegio de pequeñas aristocracias.
Este menosprecio «antropológico» de la capacidad para la lucha de las masas iba acompañado de la repudiación del marxismo, entendido este como una amalgama de «socialismo de Estado» y de teoría de la lucha de clases como motor histórico: «Negamos que existan dos clases, porque existen muchas más, negamos que toda la historia humana pueda explicarse por el determinismo económico». En la «síntesis de las antítesis» del fascismo —clase y nación— el internacionalismo debía ser enérgicamente rechazado. Para Mussolini, en una fórmula que encuentra innumerables ecos en la retórica contemporánea de la reacción, el internacionalismo era un «artículo de lujo, que sólo puede ser practicado por las clases altas, mientras el pueblo se halla desesperadamente atado a su país de origen».
Periodismo
Así contó la prensa española el nacimiento del fascismo
Pero el modus operandi del fascismo antes de la Marcha sobre Roma no fue únicamente una guerra de clase contra la guerra de clases. Tras haber abandonado su anterior republicanismo por el encomio oportunista del ejército y del rey, el fascismo cristalizó en un proyecto de violencia pública en pro del capital privado. Aunque la construcción del Estado fascista trajo aparejado un significativo movimiento conducente a la centralización administrativa y a su implicación en la esfera económica, el Mussolini de 1921-1922 puso especial énfasis en subrayar la filosofía económica fundamentalmente liberal del fascismo. En su discurso parlamentario inaugural, Mussolini dijo a sus oponentes de izquierda que la literatura socialista revisionista le había imbuido de la convicción de que «sólo ahora comienza la verdadera historia del capitalismo, porque el capitalismo no es sólo un sistema de opresión, sino también una selección de valores, una coordinación de jerarquías, un sentido más desarrollado de la responsabilidad individual».
La creencia en la vitalidad del capitalismo suponía la retracción programática del Estado exigida por Mussolini. Salvar el Estado, argumentaba, requería una «operación quirúrgica». Si el Estado tenía cien brazos, noventa y cinco debían ser amputados, dada «la necesidad de reducirlo a su expresión puramente jurídica y política». Leyendo pasajes como el siguiente, no resulta un misterio por qué personas como Ludwig von Mises saludaron el triunfo del fascismo como la salvación del liberalismo:
Dejemos que el Estado nos proporcione una fuerza policial para salvar a los caballeros de los canallas, un ejército preparado para cualquier eventualidad, una política exterior a la medida de las necesidades nacionales. Todo lo demás, y ni siquiera excluyo la educación secundaria, pertenece a la actividad privada del individuo. Si queréis salvar el Estado, tenéis que abolir el Estado colectivista [...] y volver al Estado manchesteriano.
En el Tercer Congreso Nacional Fascista celebrado el 8 de noviembre de 1921, Mussolini reiteraría que, en materia económica, los fascistas eran «declaradamente antisocialistas», es decir, «liberales».
El «Estado ético» era entendido como el enemigo del Estado monopolista y burocrático, esto es, un Estado que reducía sus funciones a lo estrictamente necesario. Mussolini llegó a subrayar la necesidad de «devolver los ferrocarriles y los telégrafos a las empresas privadas, porque el aparato actual es monstruoso y vulnerable en todas sus partes». En Udine, un mes antes de la Marcha sobre Roma, declaró:
Todos los oropeles del Estado se desmoronan como una vieja escenografía de opereta, cuando falta la íntima convicción de que se está cumpliendo un deber o, mejor, una misión. Por eso queremos despojar al Estado de todos sus atributos económicos. Basta ya de Estado ferroviario, de Estado cartero, de Estado asegurador. Basta ya con el Estado que funciona a costa de todos los contribuyentes italianos y que empeora las finanzas exhaustas de Italia.
La justificación de esta reducción del Estado a sus aparatos represivos e ideológicos no era sólo pragmática, sino idealista: «Que no se diga que así vaciado, el Estado sigue siendo pequeño. No. Sigue siendo algo enorme, porque conserva íntegro el dominio de las almas [spiriti], mientras abdica de todo el dominio de la materia».
Hoy, cuando luchamos contra las reencarnaciones y las repeticiones del fascismo, es necesario recordar que surgió hace cien años no como una forma de «totalitarismo» que fusionaba lo político y lo económico, sino como una variante especialmente virulenta de lo que Ruth Wilson Gilmore ha denominado el anti Estado. Y como tal fue acogido favorablemente por muchos liberales, de Luigi Einaudi a Benedetto Croce. Lo que Mussolini presentó como el carácter moral, liberador y capaz de resolver los problemas constitutivo de la violencia «quirúrgica» del fascismo, se articuló explícitamente en 1921-1922 como violencia antidemocrática para la redención de una Nación y de un Estado basados en la acumulación privada de capital. Como declaró en el Congreso Nacional Fascista: «Absorberemos a los liberales y al liberalismo, porque con el método de la violencia hemos enterrado todos los métodos precedentes».
Esta promesa de liberalismo por medios iliberales fue la razón por la que el fascismo llegó al poder, tanto en 1922 como en 1933, no como una insurrección, sino como una invitación a formar un gobierno cursada por las autoridades constitucionales soberanas (el rey Vittorio Emanuele III, el presidente Paul von Hindenburg). Como observó Daniel Guérin en Fascisme et grand capital (1936), aquí radica la «diferencia vital» entre el socialismo y el fascismo a la hora de tomar el poder: el primero es el enemigo de clase del Estado burgués, mientras que «el fascismo está al servicio de la clase representada por el este último» o, al menos, es inicialmente acogido y apoyado financieramente como tal. Al contemplar los estragos de la guerra civil lanzada por el neoliberalismo a principios del siglo XXI, no debemos olvidar que el fascismo llegó al poder por primera vez en medio de una guerra civil en pro del liberalismo económico.
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Increible artículo, de un gran valor historico, pues saca a relucir las mentiras que se han contado en los grandes medios de comunicación: Que el fascismo fue en esencia anticapitalista. Realmente, resultó ser todo lo contrario, ya que desde el primer momento se artículo coml un movimiento puramente capitalista, siendo apoyado y financiado por estos y logrando grandes objetivos para el: Como la destrucción criminal de toda la izquierda política y sindical y el aumento exponencial de sus ganancias gracias a los monopolios industriales, las rebajas de impuestos o bajadas de derechos laborales