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Personas refugiadas
Jóvenes afganas en Lesbos: “¡Tienen que cambiar algo en vez de decir que lo sienten!”
Son siete jóvenes afganas que han pasado por el campo de refugiados de Moria (Lesbos) y siguen esperando por la tramitación de su solicitud de protección internacional. Cuentan su experiencia vital, esperanzas y resistencias. Piden hacer algo para cambiar su destino: “Siempre dicen que lo sienten, sorry, sorry, ¿hasta cuándo van a decir que lo sienten?”, cuestionan.
Entre las miles de personas a las que las políticas migratorias y de asilo de la Unión Europea condenan a sobrevivir en las peores condiciones de violencia física y psicológica, se encuentran historias de resiliencia y apoyo mutuo. Es el caso de Zahra M., Farizeh, Saleha, Parisa, Zahra N., Habibeh y Atefe, siete jóvenes afganas que han pasado por el campo de refugiados de Moria y viven en la capital de la isla de Lesbos, Mitilene, a la espera de obtener el reconocimiento de asilo.
Forman parte del colectivo Women in Solidarity House (Wish), que lleva dos años acompañando a las mujeres en los campos y ha podido reubicarlas fuera de ellos. “No es un proyecto habitacional en sí mismo, sino dar la oportunidad de salir a mujeres que, pese a lo que han vivido, pueden rehacer más o menos sus vidas. Incluso han formado una cooperativa textil con la cual auto generar ingresos”, explica Inés, impulsora de la iniciativa, y agrega: “Lo guapo es que nosotras solo vehiculamos recursos, de afuera a adentro, y ellas deciden cómo gestionarlos”.
No ha sido fácil arrendar. “A mí, que soy española, me dijeron que no 18 propietarios y no creo que se deba al racismo de una persona, sino a la presión social, es más fácil para alguien alquilar a un griego y no tener a la familia o a los vecinos que te dicen por qué alquilas a esa gente”, describe.
Personas refugiadas
Lo que nos jugamos en Lesbos
Una presión que a ellas les impide tener libertad pese a estar fuera de los campos. “Salimos si tenemos que hacer algo sí o sí, pero no podemos ir a dar un paseo, a hacer ejercicios o a tomar un café. En el supermercado el hiyab te distingue de las demás, te piden la identificación, que dejes la bolsa fuera, que lleves guantes, que te pongas el gel desinfectante, pero esto solo a la gente refugiada. Los griegos y europeos pueden hacer lo que quieren en cualquier momento”, aseguran.
Con el covid-19 las autoridades determinaron el encierro en el campo de Moria, medida que disminuyó la presencia de las ONG. Varias de ellas vivían aún allí y siguieron ampliando la red de mujeres y constatando necesidades: “Detectamos casos especiales, como la gente que tenía una segunda denegación y por lo tanto se quedaba sin los 90 euros que se les da a los solicitantes —recuerdan— incluso vimos que los hombres solos tenían mucha menos asistencia. Resolvimos que cada tres distribuciones, una fuera destinada a ellos”.
Es el colectivo quien propicia el encuentro para escucharlas y saber de su experiencia. No hay casi preguntas de parte de los periodistas que tenemos el privilegio de estar, con la única mediación de una traductora de farsi e inglés. Entran en juego complicidades y emociones contenidas. Una invitación a reflexionar sobre la parálisis de nuestras sociedades. Estas son sus voces.
“¿Hasta cuándo van a decir que lo sienten?”
“Entiendo lo de las entrevistas, hemos hecho muchas y a pesar de eso no cambia nada. De alguna forma me genera mucha frustración ver que no tiene ningún impacto”, confiesa Zahra M., a lo que Parisa agrega: “Podría explicar una y otra vez lo que ha pasado aquí, lo que significa ser refugiada, pero llega un momento en que siento que es inútil todo lo que pueda decir”.
“Siempre dicen que lo sienten, sorry, sorry, pero ¿hasta cuándo van a decir que lo sienten? ¡Tienen que cambiar algo en vez de decir que lo sienten!”, reprueba Zahra M.
Sueños migrados
Desde Afganistán idealizaban Europa como un continente donde poder realizase. “Como mujeres jóvenes tenemos unos sueños, unas expectativas de una vida en condiciones, algo imposible en el lugar del que venimos”, explica Parisa. Pero al llegar encontró que “hay un abandono total incluso de la gente que ya tiene reconocido el asilo”.
Para Atefe, Europa era el lugar que le iba a permitir ser una mujer libre, con derechos, “pero he visto situaciones y he tenido que vivir cosas que nunca hubiera tenido que vivir en Afganistán. Salí huyendo de la violencia y he encontrado aquí niveles de violencia superior”, asegura. “Cuando llegué me pasaron muchas cosas muy malas. Hay mucha violencia, tengo 33 años y pienso, perdona cómo lo voy a decir, que es peor aquí que en mi país”, apostilla Zahra N.
La vida en Moria
Parisa recuerda el campo de refugiados de Moria como “un sitio muy peligroso para estar sola con 20 años. Es terrible haber observado mujeres jóvenes, con hijos, o menores, que por la situación tenían que prostituirse por 10 euros la noche porque no había otra opción de obtener ingresos. Y no solo ellas, sino también hombres, menores, que por lo mismo tenían que entrar en un circuito de gente pedófila”, relata.
"Había familias en Moria que, al no tener ingresos, los padres prostituían a las criaturas para poder comer”
“Eso me ha roto el corazón y me ha generado muchísimo dolor. Soñaban con un sitio donde se les respetara y ver que la prostitución es el único camino que han encontrado es muy duro. Había familias en Moria que, al no tener ingresos, los padres prostituían a las criaturas para poder comer”, reitera.
Para Zahra N. eso pasa porque no existe un sistema de tutorías que hagan un seguimiento a los menores. “En teoría tienen asignada una aportación monetaria de la que no reciben nada o la reciben aleatoriamente, entonces al estar sin nada se ven forzados a la prostitución en Lesbos y en Mitilene”, acota.
Moria en llamas
La noche del 9 de septiembre el fuego arrasó con el campo de refugiados de Moria donde eran obligadas a vivir hacinadas más de 13.000 personas. “Siempre que había una manifestación venía el ejército, la policía, pero cuando el fuego empezó la policía no hizo nada. Solo tiraron gases lacrimógenos, no veíamos nada, ni nos guiaron ni se preocuparon”, recuerda Zahra N, que estaba allí junto a su familia.
"El incendio simbólicamente fue un sacrificio para quienes vivían en el campo, pero una liberación para la gente que viniera después, que ya no tendría que estar ahí”
Al respecto, Atefe, la más joven del grupo con 17 años, rememora que en las semanas previas “también hubo fuegos”, pero siempre se apagaban con rapidez. “Cuando comenzó mucha gente pensó que era uno de tantos. La gente esperaba que se acabara con el fuego y al final el fuego acabó con el campo”, sentencia.
Farizeh también se encontraba en el campo con los suyos. “Y sigo registrada en los campos porque no hay un traslado oficial del caso si no tienes un contrato de alquiler a tu nombre, y nadie te alquila cuando saben que has estado en Moria”, lamenta.
Si bien hay cinco acusados de provocar el incendio, aún no es clara la autoría. Para Parisa, más allá de si fueron refugiados o fascistas los que lo iniciaron, “la sensación es que simbólicamente fue un sacrificio para quienes vivían en el campo, pero una liberación para la gente que viniera después, que ya no tendría que estar ahí”.
El nuevo campo
La condición del nuevo campo cerrado dificulta las tareas de acompañamiento que realizan. “Al final aquí se ha dejado a la gente en la calle durante varios días y ahora se la ha forzado a entrar en un sitio que, si ya se decía que Moria era un infierno, este sitio es un infierno mayor”, critica Zahra M.
Al respecto, Parisa denuncia que lo llenaron con una estrategia de engaño y amenazas, diciendo a la gente que si no entraban cerraban su expediente de asilo. “Aunque el sitio fuera perfecto, que no lo es, la idea de que es un campo cerrado hace sentir a la gente que está en una prisión y de forma consciente o inconsciente quiere salir de allí como sea”, afirma, y entiende que “es el principio de algo peor, después de decirte que no puedes salir, te dirán que no puedes esto, que no puedes lo otro, hasta llegar al punto en que la gente sea tratada como un animal y no como persona”, asevera.
Fronteras
La vergüenza de Europa no murió con las llamas
Trasladadas a un nuevo campo bajo la amenaza de ser este el único modo de continuar con sus procedimientos de asilo, las personas que sobrevivieron al incendio de Moria tienen por delante un horizonte duro, privadas de libertad, de bienestar y también de derechos.
Zahra N. coincide: “Ya había un confinamiento por el que no podías ir al médico, no podías ir a comprar, ni siquiera retirar el dinero que te daban, y tenías la sensación de que simplemente lo que estaban haciendo era mantenerte viva, te daban agua, te daban comida para que no te mueras”, afirma.
“Han construido esta prisión en la que no hay nada, no hay duchas, están dando de comer solo una vez al día, etc”, expone Zahra N. “Han montado una tienda para 150 hombres solos que no tienen nada, por lo tanto, lo que generan es una tensión que imposibilita vivir tranquilo —ilustra—. Un hombre solo que vive en un espacio así no puede ni ir al lavabo, sabe que en el momento en que salga de ahí, que se mueva, todo lo que tiene está en riesgo de desaparecer”.
Grecia
Lesbos: después del fuego, el infierno
Tras el incendio en el campo de refugiados de Moria, el más grande de Europa, 13.000 personas esperan una solución a su situación.
El asilo imposible
Parisa muestra la imagen que acaba de llegar al wasap de su móvil, es una mujer con los brazos ensangrentados, se ha autolesionado al recibir la segunda denegación de su solicitud de asilo. “La situación por la que pasan estas personas implica un nivel tan fuerte de presión, que muchas se autoagreden”, describe.
“A nivel personal, los procesos de asilo son tan largos, que la gente joven tenemos la sensación de estar perdiendo la vida en este sitio”.
“A nivel personal, los procesos de asilo son tan largos que la gente joven tenemos la sensación de estar perdiendo la vida en este sitio. No tenemos nada que hacer durante todo el día, no podemos trabajar ni estudiar. Quienes trabajan en la oficina de asilo nunca podrán entender lo que supone vivir así”, asegura.
Zarha M. sufre lo que le sucede a las familias con hijos e hijas mayores de edad, cuyos expedientes se tramitan en forma individual y no como grupo familiar. “Yo tengo a mi madre y hermanas menores con su caso separado del mío. Ellas ya tienen asilo y como te cortan el apoyo monetario un mes después del reconocimiento, tuvieron que ir a Atenas para intentar sobrevivir y yo aún estoy esperando la entrevista en Mitilene. Entonces el sistema, como ha sido mi caso, lo que hace es separar familias”, denuncia.
Su compañera, Zahra N. también vive separada de la familia. “Pienso, ¿cómo es que no pude hacer el proceso más rápido?, intentar conseguir una casa en Mitilene antes, porque ahora mi familia está sin hogar, viviendo en un local que no es suyo, que es temporal. Tú nos ves juntas, que estamos riendo, pero en realidad no podemos salir a caminar porque tenemos miedo de que la policía nos pare y nos fuerce a ir al nuevo campo”, confiesa.
Esta situación se agrava en el caso de hombres solos, porque a la mayoría les deniegan el asilo. “Incluso a pesar de que sean matrimonios, la oficina de asilo no reconoce a veces los papeles del matrimonio, por lo tanto, a pesar de que están casados se consideran como casos separados”, confirma, y se pregunta: “¿Cómo en los casos que la gente ya tiene una situación de salud mental delicada, la someten a esa separación de la familia, que son su principal apoyo?”.
“Sucede sobre todo en matrimonios afganos que han vivido en Irán y se han casado allí, pero por ser refugiados el gobierno no los reconoce y no les da papeles. Entonces son ceremonias simbólicas religiosas, pero no tienen un estatus civil legal y por eso aquí se abordan por separado”, aclara.
En tal sentido, Zahra M. considera importante hablar de la especial violencia que sufren las mujeres en estos contextos. “No hay apoyo legal suficiente para las que quieren separarse por maltrato, eso implica forzarlas a continuar conviviendo con el maltratador o aunque no haya maltrato de por medio. Cualquier movimiento o traslado te veas obligada a hacerlo de a dos. No nos reconocen como sujetos suficientes para ejercer un derecho como la separación legal”, concluye.
Han pasado tres horas, compartimos las fotos, la cena y un café. Ellas también preguntan, como corresponde a un encuentro entre iguales: “¿Hasta cuándo van a decir que lo sienten?”. ¿Hasta cuándo lo diremos, sin cambiar nada?