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A veces la diferencia entre la utopía y la distopía es el rincón donde te ha tocado estar parado. ¿Recuerdan la globalización? Un mundo sin fronteras (ejem), con una integración de sus economías tendente al infinito que iba a convertir la violencia en comercio. Un mundo sin política y sin historia. Dicho así parece un cuento, pero algunos de sus mandatos principales han resistido décadas. Así que a) era un buen cuento; b) se contó con una mano muy firme. Tanto da.
Uno de esos mandatos que se volvió ley en nuestro contexto de hegemonía neoliberal fue que el Estado no debía organizar ningún sector productivo o alcanzar algún objetivo social. Es verdad que se trataba de un planteamiento discursivo -es decir, de otro cuento- pero esta interdicción de la intervención pública (¿no habrá oído usted por casualidad lo de los efectos perversos del control de precios de la vivienda?), unida al vigor de sus alternativas de mercado (¿recuerdan la eses que iba haciendo Laffer por las páginas salmón?), se convirtieron en el canon de la política de masas.
Hemos dedicado este Pol&Pop a hablar con Paolo Gerbaudo, autor de Controlar y proteger. El retorno del Estado (Verso, 2023). Ahora que ya todas parece que estamos de acuerdo en que a) el neoliberalismo está en crisis y b) en que, vaya, no tenemos mucha idea sobre lo que está pasando en el hueco de esta crisis, Gerbaudo mantiene que, pasada la década populista que sucedió al crack de 2008, se esta forjando, a derecha e izquierda, un neoestatismo que apunta a consolidar una hegemonía diferente al neoliberal.
No es que este haya desaparecido (allí están los Bancos Centrales como Minas Tirith en El señor de los anillos: un baluarte último e inexpugnable). Sin embargo, el neoliberalismo ya no parece tener más la capacidad de convertirse sin apelación en el canon de toda política posible, para ser uno más de los discursos y proyectos políticos en disputa. Vemos, por ejemplo, como en muchos países se ha renovado cierto consenso sobre la necesidad de incrementar la intervención estatal en asuntos, sobre todo económicos y de seguridad, que, al menos discursivamente, aquella hegemonía suya había proscrito.
Esta interpretación -que rivaliza y se complemente con otras a las que hemos estado dando vueltas estas temporadas- tiene al menos dos aspectos muy significativos. En primer lugar, la nueva hegemonía neoestatista no implica que todos los sectores políticos la entiendan y desarrollen del mismo modo. Poca sorpresa si volvemos aquí sobre la condensación de fuerzas sociales ambivalente que es lo estatal. Enfoques reaccionarios y socialistas agrupan un conjunto de problemas y soluciones antagónicas respecto a este paso al frente del Estado: proteger ¿el planeta o las fronteras? ¿la vida o el territorio? ¿la libertad real o el linaje?. Controlar ¿a los de las plantas altas de los rascacielos o a quienes limpian los cristales? ¿a los vigilados o a los vigilantes? Por eso, atender a este neoestatismo no es una acto de optimismo ni de pesimismo, sino la constatación de un cambio en el terreno de juego.
En segundo lugar ¿Qué terreno? El discursivo. Uno de los terrenos más resbaladizos. Que los gobiernos con aroma a socialdemócratas digan que algo les resulta prioritario ¿significa que se va a hacer algo en ese terreno? Qué les vamos a contar. Pero el paso de consumir masivamente la idea de que “no hay mejor política industrial que la que no existe” a exteriorizar como proyecto de país la transición verde ¿Es realmente lo mismo? Se trata de una ambivalencia que no solo atañe a la distancia entre lo que se dice y lo que se hace, sino también a los espacios del decir y del hacer que permanecen intangibles (como la estructura de los grandes beneficios y los ingresos del Estado) y los que se encuentran en el prime time de la comunicación política (las políticas sociales o territoriales).
Además, tanto el decir como el hacer son poca cosa sin las bases suficientes sobre las que sostener esas posturas. Lo que nos lleva, en los finales de este post y del capítulo, a la cuestión de los bloques y las alianzas. Anímense a este paseo con nosotros. Lo pasaremos bien.
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O sólo Mercado, o sólo Estado, o ambos de la mano. A mí me parece que, continuar analizando desde la visión clásica de un planeta organizado en naciones sagradas, indivisibles y eternas, es miope. El mundo ha cambiado, o a lo mejor siempre fue así pero no nos dábamos cuenta. La globalización es total, y los efectos del batir de las alas de mariposa en Japón, se sienten en todo el planeta, en el mismo instante. Que en una UE idílica se abandonasen los combustibles fósiles y el uranio, y fuésemos todos a trabajar en bicicleta, no nos salvará de la extinción, si el resto del planeta no hace lo mismo. Sobre todo, porque es posible que, esa Europa ideal, se lleve a cabo sobre la externalización de esos problemas (enviando las legiones a proteger nuestras minas de litio, a la par que las selvas, por allí fuera, por ejemplo). Hay que empezar a analizar en global, incluyendo a toda la Humanidad y a todos los recursos planetarios. Aunque sólo sea por acertar en el análisis.