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Pequeñas grandes victorias
Un derecho a la contrariedad
¿Cómo se mira lo ya conocido? ¿Qué sucede cuando las cosas que ya han pasado vuelven a pasar? Personas en torno a los 20 años acampan, aquí, en las universidades, en solidaridad con Palestina.
Se mira, quizá, con dos mitades. Una recuerda las acampadas que se hicieron, y crearon comunidad, experiencia, impulso, y quedan en la memoria y acompañan la certeza de que es mentira que no se pueda hacer nada. La represión, inaceptable, se afrontó con la fuerza de los brazos unidos. Lo que hay no es nunca solamente lo que hay pues contiene lo que fue y lo que podría ser. Cuando vengan otros conflictos, otras luchas, esa experiencia es brasa no apagada y vivirá de nuevo.
Cada acampada nueva ampara el sueño posible de que se extienda, mantiene un “no” gigante ante las diferentes modalidades de barbarie
La otra mitad recuerda que las acampadas no produjeron cambios sustanciales. Incluso cuando algo pareció que se lograba, a menudo luego se disipó. Sabe que es fundamental que se haga: cada acampada nueva ampara el sueño posible de que se extienda, mantiene un “no” gigante ante las diferentes modalidades de barbarie, recuerda que espacio público es común y no propiedad de los negocios que lo van invadiendo. A ratos, piensa en lo probable: que la presión de la vida diaria con su violencia sorda, y la represión policial, con una violencia nada sorda, acaben con ella.
Esa mitad calla cuando llega una generación y nos muestra que las cosas solo se saben cuando se hacen.
La acampada se hace. Qué extraña es. Qué frágiles las tiendas. Qué trabajoso lo que parece fácil: hacer el café, lavar la lechuga, buscar los baños, estudiar en la zona de estudio, organizar el apoyo mutuo, las comisiones, las asambleas. Lograr que lo horizontal no se vea atravesado por la tiranía de la falta de estructuras.
¿Existe el derecho a molestar al estudiantado que, en vez de unirse a la acampada, sigue en la biblioteca indiferente a todo el dolor, a todo el daño evitable que la acampada querría evitar?Hay un debate en la acampada. Trata del derecho a molestar y del derecho a no ser molestado. ¿Existe el derecho a molestar al estudiantado que, en vez de unirse a la acampada, sigue en la biblioteca indiferente a todo el dolor, a todo el daño evitable que la acampada querría evitar? ¿Tenía el estudiantado derecho a no ser molestado, a que se imaginen, midan y respeten las condiciones individuales que pueden estar exigiendo el estudio constante por miedo a perder una beca, por angustia, por motivos que no se conocen?
Es una variedad del dilema de los piquetes en una huelga y, también, del que aprendimos con la tragedia: no el de elegir entre el mal y el bien, sino entre dos males o dos bienes. Un esquirol rompe una huelga: eso es malo. Un persona llega desde lejos porque tiene hambre, porque no tiene trabajo, y el único trabajo que consigue es el que le dan para suplir a los obreros en huelga: eso es malo. Entonces hay que medir, saber si lo que de verdad mueve a quien romperá la huelga es el hambre o es la comodidad de un dinero que tampoco quienes hacen la huelga pueden permitirse perder. Si es el hambre, hay que ampliar la lucha, y ¿cómo?, para que ese hambre no se produzca; entre tanto, navegar las contradicciones, los dilemas difíciles.
La vida está llena de casos sin solución, o cuya única solución es evitar el precepto general y considerar el caso concreto, medirlo como se pueda, incluir en el paso de los días a la chapuza, la redundancia, y la reticencia.
Ahora bien, como es sabido, los piquetes tienen otra vuelta. Las personas que quisieran hacer la huelga, pero experimentan un miedo real a las amenazas de sus su jefes, encuentran en el piquete el apoyo necesario para que su huelga no pueda ser juzgada individualmente sino de forma colectiva, encuentran no coacción, sino defensa contra otra coacción menos visible.
Mientras recorres la acampada, piensas en el derecho a que sí te molesten, a la contrariedad. O tal vez no es un derecho, es ofrenda pues merece gratitud, se alza frente a la supuesta hegemonía del seguir cada cual con sus frases, con lo suyo, haciendo nada, en casa: “No están a salvo en sus casas, solo están a salvo en las calles. No vayan a sus casas”, dijo el dramaturgo Donellan. Gracias, acampada, por sacarnos fuera.