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Pequeñas grandes victorias
El ridículo
Lo comentó Guillem Martínez en una conversación entre personas amigas: ¿y si hemos hecho el ridículo? Se refería a gran parte de nuestra generación, nacida en los años 60; también a una parte, quizá menor, de la nacida en los 70. Desde el referéndum de la OTAN (allí estuvimos, aunque el movimiento que hizo posible la resistencia fue anterior) hasta, digamos, unos cuantos años de lo que representaron Podemos y demás mareas e intentos electorales.
No todas las personas lo hicieron, por supuesto, y no siempre. Pero eso se sobreentiende: gentes luchadoras, cuyas palabras y actos conocemos, o no conocemos aunque están ahí dando fuego al día, dando fuerza a quienes son machacadas por esta organización social. Las hay en cada generación.
Por otro lado, hacer el ridículo no comporta necesariamente una impugnación moral ni política, este artículo resulta demasiado breve para abordar tales cuestiones. Tomo el ridículo en su acepción de quedar en una situación desairada, que provoca risa o burla. Partes de generaciones desairadas porque no nos prestaron atención y nos convertimos en involuntariamente cómicas. Creímos, una vez más, que se podía sostener con una mano lo que se destruía con la otra. Por ingenuidad, por desesperación, por esperanza, por comodidad, por cobardía, por honestidad, a lo mejor por exceso de entusiasmo.
Generaciones un tanto temerarias en su optimismo, convencidas de que lo justo era tan evidente que bastaría con apartar los velos, las confusiones, los engaños que lo ocultaban. Solo había que demostrar hasta qué punto era lógico y mejor para casi todo el mundo que prevalecieran la justicia, la igualdad, la fraternidad, la libertad.
Si no se aceptaba nuestra visión era, pensábamos, por el desequilibrio entre los muchos medios y los pocos medios. El desequilibrio existía, existe. Sin embargo, no pensamos en quienes querían un horizonte diferente; ni nos dimos cuenta de que el querer otros caminos y otros destinos no cambiaría solo con el conocimiento de los motivos por los cuales se querían.
Importaba menos la racionalidad o si se apoyaban en afirmaciones inciertas. Importaba más el deseo, la voluntad, la perseverancia en lo que es. Los argumentos pueden poco frente a lo que está siendo, trayectorias personales, propiedades, expectativas propias o para los descendientes. Todo eso era como un gran río. A su lado, las palabras eran arroyuelos. Vivíamos en un país cuyas mayorías querían —quizá queríamos, a veces, sin saber— seguir siendo como eran. Al menos eso decían los billetes de avión, las cenas, los sofás, los coches y las vacaciones, los muebles nórdicos, los móviles, las fotos, las nóminas, las rentas y el paso de los días.
Un momento. Sí, claro, por otros cauces discurría el miedo: la angustia en la sala de espera del centro de salud, en la búsqueda del piso de alquiler, el acoso, el agotamiento. Pero esos cauces no convergían, se iban viviendo en soledad.
Así que lo intentamos. Pasamos con argumentos por las instituciones: ningún teléfono cerca y, ya se sabe, no nos pudimos resistir. Y no movimos nada. Vale, alguna ley quedó, algún salario mínimo aumentó. Y no parece suficiente.
Jose Durán Rodríguez preguntaba en una entrevista a Miguel Brieva:
—Viendo cómo están las cosas, ¿hemos fracasado?
—No —dice Brieva—, es un continuo.
En efecto, es un continuo. Pero a veces hay que detener el tiempo y observar lo que hicimos, y lo que no hicimos.
Fracaso puede ser una palabra demasiado literaria, por eso me gustó la expresión de Guillem Martínez. Hemos hecho el ridículo, un poco al menos. La vida es errática, discontinua, las cosas se dispersan y vuelven a reunirse, no siempre sabemos por qué. Ahora nos queda ofrecer a las generaciones siguientes también nuestro ridículo, también nuestros errores, lo que aprendimos y lo que no pudimos, supimos o quisimos aprender, la energía restante, la comicidad involuntaria y, en otro orden de cosas, el posible deber de peligro de quienes, a nuestras edades, vamos teniendo menos que perder.
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No tengo ninguna sensación de haber hecho el ridículo; estuvimos en nuestro lugar, y en algún lugar seguimos. Lo que me pareció ridículo es el comentario de distintas personas que, cuando vieron que el 15-M decaía, dijeron "Yo ya sabía que esto se acabaría"