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Opinión
Madrileños por el mundo (muy a nuestro pesar)
Es indudable para cualquiera que viva en Madrid que, de unos años a esta parte, la ciudad (y la región) ha experimentado un cambio profundo. A priori, es difícil de explicar, pero el fenómeno está ahí el Madrid que conocíamos, el que más, mal que bien, comprendíamos y habíamos aprendido a querer —o al menos, a soportar—, ya no está. En su lugar, una ciudad extraña emerge ante sus habitantes; una especie de versión castiza de las grandes urbes estadounidenses, o una versión yanqui de la ciudad mediterránea de toda la vida, según cómo se mire.
Sería fácil decir que todo empezó con la pandemia. Es cierto que, desde la llegada del covid-19, nuestra manera de percibir las ciudades ha cambiado. Se dice que ahora valoramos otras cosas, que empezamos a ver con otros ojos el regreso a zonas rurales o, al menos, a ciudades pequeñas, abarcables. Todo eso es verdad, sin duda, pero lo que ocurre con Madrid es más profundo.
Primero, una mirada general…
Hace unos meses conocíamos que Madrid había sido la región que más población había expulsado hacia otras CCAA en 2020. Según el INE, Madrid cerró el año con un saldo negativo de 20.836 personas, siendo la primera vez en una década que ocurre esto, aunque la última vez (2010), el saldo fue de apenas 985 personas. De nuevo, la respuesta inmediata parece estar en la pandemia.
Pero esto no lo explica todo. Consultando artículos y reportajes que cubrieron la noticia en su momento, se puede ver que, tras la primera respuesta, la más obvia, van apareciendo otras de carácter mucho más estructural, ocultas en una lectura superficial: los precios de la vivienda (y de la vida en general) se están volviendo insoportables, hay menos paciencia con las aglomeraciones y los atascos, las distancias son cada vez mayores a medida que la ciudad es cada vez más periférica y descentralizada…
En mi círculo cercano se está dando un fenómeno tímido pero fácil de reconocer, se trata de la brecha entre aquellos que apuestan decididamente por quedarse en Madrid y quienes no ven la hora de escapar de allí sin mirar atrás.
Por supuesto, todos estos factores están relacionados. No es difícil ver que, ante el incremento del precio de la vivienda, cada vez más gente se desplaza a la periferia, dispersándose más y, por tanto, aumentando la dependencia del coche ante unas infraestructuras de transporte público que no pueden —o no quieren— responder a este cambio. La consecuencia son unas carreteras cada vez más congestionadas, lo que redunda en una pérdida considerable de calidad de vida. ¿A quién le gusta pasar dos horas al día en un coche, formando parte de un atasco, para ir y volver del trabajo?
¿Ciudad para jóvenes?
Como persona criada —que no nacida— en Madrid, mi familia cercana y la mayoría de mis amistades están allí. Como joven de 25 años de ‘clase media’, en mi entorno estos últimos años han sido los de la transición entre el mundo universitario y la vida adulta. Soy parte de esa generación ‘de cristal’ para la que el futuro no pinta especialmente bien, a los que la pandemia ha chafado cualquier esperanza de mejora general, y que aguanta con una mezcla de resignación y cinismo lo que le echen encima. Generación de cristal sí, y, por tanto, cortante una vez rota, una vez pulida y afilada.
En ese contexto, en mi círculo cercano se está dando, desde hace unos meses —o un año quizás—, un fenómeno tímido pero fácil de reconocer, y que se hace cada vez más evidente. Se trata de la brecha entre aquellos que apuestan decididamente por quedarse en Madrid, que están encantados con el ritmo de la ciudad y describen con emoción en los ojos sus maravillas; y quienes no ven la hora de escapar de allí sin mirar atrás.
Para sorpresa de nadie, los primeros coinciden con aquellos que, por azares de la vida, han tenido hasta ahora una posición cómoda y una transición suave entre la dulce vida de estudiante y el mundo profesional. Los segundos, en cambio, más que una transición, han vivido una colisión frontal con daños graves y multitud de víctimas. De tener que elegir un grupo, diría que me encuentro más bien en el segundo. Quizás por eso he acabado por marchar de Madrid. Y quizás por eso estoy escribiendo ahora estas líneas.
Por ello también, y con todo mi cariño hacia los primeros, voy a centrarme en los segundos. ¿Qué está pasando para que, cada vez más y más jóvenes, deseen marcharse de esta ciudad donde, no solo han crecido y han construido un círculo de confianza, sino donde, supuestamente, están la mayoría de oportunidades laborales y de futuro en España? ¿Qué pasa para que la región que tradicionalmente ha atraído a gente de otras partes del país pierda hoy población en favor de ellas? ¿Cuándo se ha convertido Madrid en el perro del hortelano, que ni crece ni deja crecer?
Para quienes nos enfrentamos a los primeros años de vida adulta, no es difícil intuir las razones, la verdad. Un mercado laboral cada vez más precario, con salarios bajos y mucha, mucha temporalidad. Un mercado inmobiliario prohibitivo, que convierte en un lujo poder alquilar una habitación —y en un fenómeno casi paranormal poder vivir solo. Una dispersión que hace la ciudad casi inabarcable, con distancias que se miden en tramos de media hora para algo tan simple como salir a “tomar algo” con tus amigos de siempre. Una degradación imparable de los servicios públicos, especialmente de la sanidad pública, que merecería por sí sola una tesis doctoral. Un clima político cada vez más polarizado y asfixiante, que, aunque es algo común a todo el país, está especialmente exacerbado en la capital. Un aumento del costo de vida que hace inaccesible la oferta cultural y de ocio para la mayoría de la población…
Pero lo peor de todo es que, lejos de presentarse como algo temporal, este Madrid parece haber llegado para quedarse. El Madrid desigual y hostil hacia los que menos tienen no es fruto de la casualidad, sino el resultado de un proyecto político cuidadosamente planeado y con visos de convertirse en la norma para el resto del país: es, en pocas palabras, neoliberalismo en su “mejor” versión. Y, esta es quizás su mayor victoria, no hay nada en el horizonte que haga pensar en un cambio a corto o medio plazo de esta tendencia. El “no hay alternativa”, el “esto es lo que hay” que suele venir acompañado de un “te jodes”.
Yo, que crecí en Madrid y, hasta hace poco, no imaginaba mi vida en otro lugar, hoy me veo incapaz de volver
Pienso, sobre todo estas semanas, en las palabras de la gran Almudena Grandes —que en paz descanse—, en cuya última columna hablaba de ese “Madrid que viene, con todos sus multimillonarios extranjeros, con la última definición del alto standing, con sus barrios invivibles para la gente normal”. Y creo que no podría haber definición más acertada… Es cierto, Madrid nunca ha sido el paraíso de la igualdad; como toda gran ciudad, ha nacido y crecido con esos contrastes asomando en cada esquina. Los barrios obreros nacieron siendo obreros; y los señoriales, más de lo mismo. Pero donde antes había esperanza, hoy todo es resignación. Donde antes había encuentros, hoy solo hay cruces. Y en la tienda de chuches hoy han puesto una casa de apuestas, joder.
Quizás, por ello, la respuesta de muchos ha sido la de hacer las maletas e irse, sin fecha de regreso. Un “hasta luego” con muchas probabilidades de convertirse en un “adiós” definitivo, tan doloroso como sanador. Doloroso porque, por mucho que se busque y se desee, nunca es fácil dejar atrás el hogar; familia, amistades o incluso parejas; toda una vida y un futuro al que se renuncia porque sientes que te ha sido robado.
Sanador a la vez, porque era insostenible continuar así. Porque hay vida más allá de la M-50, aunque a veces cueste acordarse entre transbordos de metro y pasos de cebra. Hay ‘ahí fuera’ una vida donde no se destinan dos tercios de tus ingresos a un alquiler abusivo; una vida que transcurre con más calma, con menos agobio; una vida en la que —¡oh, sorpresa!— sigue existiendo oferta cultural y ocio pero esta vez te lo puedes permitir; una vida donde la cita del especialista no te la dan a años vista. Una vida imperfecta, quizás, pero en la que existe al menos la esperanza de una mejora.
La brecha, entonces, está ahí, y no hace sino agrandarse. Yo, que crecí en Madrid y, hasta hace poco, no imaginaba mi vida en otro lugar, hoy me veo incapaz de volver. Madrid te aplasta, te excluye y, finalmente, te expulsa…
Y no, no tengo ni idea de cuáles pueden ser las consecuencias a largo plazo. No sé si es algo que acabará por estallar o, por el contrario, el paso del tiempo conseguirá aplacar y naturalizar. Supongo que está en nuestras manos que sea una cosa o la otra; que dependerá de hasta qué punto estemos dispuestos a luchar y cuánto decidamos renunciar por ello. Lo único que sé con certeza es que somos cada vez más ‘madrileños por el mundo’, aunque, a diferencia del programa, no somos aventureros ni nos fuimos por amor; solo tenemos unas ganas locas de volver a un Madrid que ya no será.