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Opinión
Legislar la alegría
“Porque a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más;
pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado.”
Mateo 13:12.
Ya no se puede celebrar el cumpleaños en el Retiro. Nada de traerte la coca-cola, los gusanitos, las bolsas de chuches y un balón… Salvo, claro, que contrates a una empresa de eventos. No se puede tampoco sacar al perro sin correa, ni siquiera en los espacios acotados, salvo, claro, en su franja horaria. Entiendo que la progresión natural será poner tornos en los bancos y pagar un bono mensual, o turista, o de diez tickets (dependiendo de tus necesidades) para sentarte a comer pipas, para que los adolescentes se besen, para saludar a las vecinas. Me pregunto si acordonarán la sombra de los árboles, si habrá que pagar un plus de primaveras, si solo se permitirá la risa pública en terrazas, con su correspondiente licencia de disfrute. Si obligarán, a quienes no abonen su correspondiente tasa, a caminar con la cabeza vuelta al suelo, no vaya a ser que la levanten y un edificio, un gorrión, el cruce de miradas fortuito con una chica guapa por la calle pueda llegar y alegrarles la mañana.
La burocracia privada y el derecho pequeño, regional y administrativo, cumplen impecablemente con su misión de la costura de cierre, del remate perfecto a la legislación superior. Porque todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos, sin distinción alguna y tienen derecho a no ser objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, o a la libre circulación, a formar una familia, a la propiedad individual y colectiva, a la salud, al disfrute del tiempo libre… A tantas cosas que sería un sindiós, imagínate, tanto Derecho y tan poco criterio… Y claro, para eso viene la normativa administrativa, municipal, autonómica o corporativa, la letra chiquita, los documentos requeridos que caducan en tres meses, la cláusula del contrato, el tanto por ciento TAE, el histórico del padrón, la vida laboral, la solicitud en tiempo y forma, el protocolo de atención, la cita telemática imposible… Y te lo afinan. Es así como la ejecución de la norma casi siempre, como no queriendo, contraviene el espíritu de la Ley.
El diablo está en los detalles, y todo el mundo tiene derecho a la libre circulación, salvo a ciertas horas, por ciertos lugares, con ciertos permisos y ciertos documentos que a veces se pueden conseguir y otras veces es simplemente imposible. Todo el mundo tiene derecho a una vivienda si consigue, claro, un contrato fijo, una entrada del 10% del total o el mes de fianza y mes en curso en un mercado libre y una gente esclava. Todo el mundo tiene derecho a disfrutar del tiempo libre, salvo si tienes cargas familiares de alta dependencia, poco dinero y mala salud. Todo el mundo tiene derecho a planificar su reproducción siempre y cuando acuda a las charlas que impone el Ayuntamiento de Madrid para recetar un anticonceptivo o escuche el latido (si es que existe) para abortar en Castilla y León. La ley pequeña es igual para todos, ergo, no es justa. El “expat” de la visa oro no sabe lo que es la ley de extranjería ni las madrugadas humillantes frente al CIE de Carabanchel, quien no tira la basura no conoce los horarios que permite la ordenanza, la clase y el capital eximen a unos pocos de esperar con ansiedad una respuesta que le garantice a su madre una residencia, de buscar entre los papeles para saber si esa ayuda llegará. Esa gratuidad con la que se mueven quienes caminan en la superficie les permite no hacer el esfuerzo de pensar los matices, de la empatía o el conocimiento de la realidad. De ahí el “candor de las clases altas” que mencionaba a menudo mi amigo Enrique. Esa vida liviana es peligrosa, porque las normas emanan desde arriba y caen, y calan, como un orballu, las pobres espaldas de quienes nacen sin chofer y con alma de peatón.
Como si el capitalismo no se basase en la férrea burocracia, en la reglamentación pequeña que, a medida que aumenta la libertad de mercado y la desregulación fiscal, intensifica la hiperregulación de la vida cotidianaComenta George Lakoff que el imaginario capitalista, tan sibilino, tan taimado, siempre ha manejado bien los términos y las falsas dicotomías contraponiendo los conceptos de “Burocracia” y “Libertad” y por tanto asimilando “Democracia” a “Mercado” e “Impuestos” a “Dictadura”. Destaca David Graebber que así, ante un colorido mundo de elecciones infinitas en pasillos de supermercados, contrastan la imagen aburrida de grises funcionarios soviéticos. Como si el capitalismo no se basase en la férrea burocracia, en la reglamentación pequeña que, a medida que aumenta la libertad de mercado y la desregulación fiscal, intensifica la hiperregulación de la vida cotidiana.
Se van sucediendo las reglas, los horarios de cierre, los permisos de oficio, las fiestas en los parques, sacar a la calle una silla plegable, un caballete, el perro sin correa fuera de horario, beber sin pagar la tasa de terraza, cantar sin permiso, dormir sin un techo, hacer del mono del taller bandera que colgar en el balcón… Y los procedimientos minuciosos que deciden quien tiene derecho a existir, a decidir por si misma, a sobrevivir si vienen mal dadas. Y es todo tan difícil que a veces, de tanto esfuerzo, del agotamiento aprendido y vigilante que nos lleva a medir cada pisada para evitar el tropiezo, que la mera contemplación de quien la ignora se nos vuelve ofensa, confundiéndonos de enemigo.
Nos puede parecer absurdo dicho así, pero lo acabaremos aceptando. La burocracia privada y la ordenanza pequeña se suceden, al parecer, al gusto de todos, para mantener las calles limpias, silenciosas, ordenadas. Y van de lo irrelevante a lo absoluto. A todos nos satisface un poco el orden impuesto, especialmente al otro, en parte por que facilita, y es verdad, la convivencia, en parte por la comodidad de no tener que pensar que es lo adecuado, en parte por la parcela de control que nos otorga.
Por eso durante el confinamiento ejercíamos nuestra ejemplar ciudadanía en el arte de dar el chivatazo, y alentamos cada vez más esa conducta de ojo crítico, pieza imprescindible del panóptico, cámara humana capaz de llamar a la policía (ese cuerpo de burócratas con porra dedicados en la mayoría de sus funciones al control de quién, donde, cómo y qué come, bebe, fuma, compra, vende, orina, duerme y folla el común de los mortales). El poder de la norma nos hace buenos ciudadanos y así, nosotros, también tomamos nuestra ridícula cota de poder. Nosotros también somos vigilantes. Nosotros también somos importantes.